La nación de las bestias. Leyenda de fuego y plomo. Mariana Palova. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Mariana Palova
Издательство: Bookwire
Серия: La nación de las bestias
Жанр произведения: Книги для детей: прочее
Год издания: 0
isbn: 9786075572406
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de que pueda contestarle, una canción empieza a sonar en su bolsillo. Saca su teléfono, mira la pantalla, y algo se agrava en su semblante.

      —Dime —el chico se pone en pie y me da la espalda para empezar a dar vueltas por la terraza. Pronto empieza a repetir una cascada de «sí» y «ajá», una y otra vez mientras se masajea la frente—. Ya-ya te dije que viaja solo… ¿Qué…? ¿Y para qué quieres venir…? La señora Lee ya te describió a Ezra y al tipo que le robó el dinero. No hace falta que….

      Un tenue pitido se escucha en el teléfono, en señal de que la persona ha colgado. Adam aprieta el teléfono y se acerca a mí con la otra mano en la cintura.

      —Lo siento mucho, viejo —dice—. El jefe de policía no pudo localizar al vagabundo que te robó, aunque sí encontró algo a las afueras del pueblo…

      —¿Ajá…?

      —Hizo una fogata, Ezra. Con tu dinero. Quemó hasta el último billete.

      Mi corazón se detiene de inmediato. Intento levantarme, pero el suelo oscila tanto que vuelvo a sentarme.

       ¿Lo quemó?

      —No, de-debes estar bromeando… —el temblor me impide hablar con claridad.

      —Me gustaría estar haciéndolo, pero es verdad. Lo lamento.

      Intento distinguir en su rostro algún gesto de burla, algún destello de mentira en su mirada, pero sólo me encuentro con un semblante tan rígido como el de su madre. Me echo hacia adelante, aprieto mis cabellos y abro los ojos como platos.

       ¿Una fogata? ¿Con más de dos mil dólares? ¿EN SERIO?

      —¿Y ahora qué carajos voy a hacer? —susurro y aplasto mi rostro entre las manos.

      —Bueno… tenemos una habitación en la casa que no está atestada de cosas, así que, si quieres, puedes quedarte aquí unos días hasta que encontremos la forma de enviarte volando de una patada hasta Alaska, ¿qué te parece?

      Estoy tan abrumado por la espantosa noticia que ni siquiera tengo fuerzas para poner los ojos en blanco. No puede ser, ¡no puede ser! ¿Y ahora como rayos voy a seguir adelante sin un maldito dólar para conseguir lo más básico para sobrevivir?

      El dinero se ha esfumado y nada en este mundo va a traerlo de vuelta, eso lo tengo por seguro, y aunque no quisiera quedarme demasiado tiempo en este lugar tan extraño, ¿qué otra opción me queda? ¿Lanzarme a morir de hambre en el desierto? ¿Dormir en una banca a la intemperie con la esperanza de no toparme con un portal por donde pueda surgir el maldito Silenciante? ¿Volver a Nueva Orleans y provocar otro desastre?

      Miro de nuevo a Adam, y su sonrisa nerviosa parece ensancharse al entender que me he quedado sin posibilidades.

      El mundo parece haber conspirado para meterme en una casa de locos, en un pueblo por el que no se asoman ni los dioses. Pero, con los demonios que he arrastrado conmigo, temo que los habitantes de Stonefall son quienes tendrán dificultades.

      Sólo espero encontrar la forma de salir de aquí antes de que se desate una masacre.

      CAPÍTULO 11

      PRÓFUGO

      Llevo sentado en el filo de la cama casi diez minutos, mientras la pintura que tengo frente a mí, tan grande que podría tener el tamaño de una puerta, comienza a cubrirse con el tenue humo de mi tercer cigarro.

      Es un hombre en pie y con una sola ala, blanca y emplumada, en el lado derecho de su espalda. Está desnudo, con el cuerpo rojo y la cara dorada. A sus pies tiene un dragón negro que pareciera querer morderle el tobillo, mientras que en su brazo derecho sostiene un sol. Su cabeza está rodeada por un halo dorado y resplandeciente.

      Pero creo que lo más extraño no es su simbología incomprensible, sino que el flanco izquierdo de su cuerpo no exhibe más que una silueta diluida, como si el artista no hubiese terminado la obra.

      Me levanto y me acerco a la pared. A ambos lados del cuadro hay montadas varias estanterías llenas de Biblias y Nuevos Testamentos de todo tipo, desde católicos hasta apócrifos, repletos de marcadores y papeles que sobresalen de los lomos.

      Y con todo y la rareza de aquello, el tapiz rojo detrás de las estanterías es lo que más me llama la atención, el cual parece cubrir todas las paredes de la casa. Levanto la mano y lo acaricio con mi dedo cubierto de cuero; hace rato creí que estaba decorado con un patrón de franjas oscuras, de diversos tamaños y grosores, pero ahora entiendo que en realidad son una especie de ranuras o líneas que parecen haber sido grabadas sobre el tapiz y el concreto con alguna punta afilada.

      Diría que es una decoración rarísima, pero no lo es tanto si consideramos que sólo cruzar la galería del piso superior es todo un espectáculo, porque hacia donde se mire hay soles y lunas con caras humanas, ángeles regordetes que soplan sobre calderos, dragones metidos en probetas, manos con ojos que parecen seguirte adondequiera…

      Si Jocelyn Blake, madre de Adam, tiene la intención de espantar a todo aquel que tenga la osadía de permanecer aquí, seguramente lo logra. Ni qué decir del calor infernal que parece persistir en toda la casa.

      Doy un suspiro y voy de vuelta a la cama, para luego recostarme y mirar hacia el alto techo de la habitación. Cuatro hombres pintados en el concreto me contemplan, uno en cada esquina. Llevan túnicas, una aureola dorada alrededor de sus cabezas y todos sostienen un libro abierto.

      No sé mucho de arte, pero me da la sensación de que son el tipo de pinturas que podrías encontrarte en una iglesia y, para ser sincero, me parecen tan escalofriantes como cualquier luna con ojos.

      —¡Por Dios! ¿Te preocupa beber alcohol, pero no tienes problema en fumar como una chimenea? —exclama Adam mientras entra al cuarto intempestivamente y da manotazos a su alrededor—. ¡Puaj! De haber sabido que planeabas matarte de cáncer, no te habría conseguido esa cajetilla.

      Me siento sobre la cama y contesto echándole humo en la cara. Él ríe y me llama cerdo mientras aplasto el cigarro en un cenicero que he puesto sobre la colcha.

      —Oye, tumor andante, mi madre pregunta si ya estás listo.

      —¿Yo? Si eres tú el que se ha estado haciendo el tonto, ¡hace media hora que terminé de ducharme!

      —Sí, bueno, di que nos demoramos por tu culpa, ¿de acuerdo?

      En vez de contestarle, me pongo en pie y vuelvo a mirar hacia el techo, hacia las pinturas de aquellos hombres en las esquinas.

      —¿Te agrada la decoración? —pregunta con un dejo de sonrisa.

      —Será algo espeluznante dormir con esos tipos mirándome allá arriba.

      —Esos tipos son los cuatro evangelistas bíblicos —dice—, así que dudo