La nación de las bestias. Leyenda de fuego y plomo. Mariana Palova. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Mariana Palova
Издательство: Bookwire
Серия: La nación de las bestias
Жанр произведения: Книги для детей: прочее
Год издания: 0
isbn: 9786075572406
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sea la madre de Adam, este lugar no parece ser el sitio más adecuado del mundo para criar a un niño. Más de un jovencito lo consideraría incluso emocionante, pero yo sé muy bien lo que pasa cuando creces rodeado de cosas que no puedes comprender.

      Tu infancia se convierte en un periodo que no deseas recordar.

      —Pues, aun así, parece ser una profesión muy interesante —digo en un torpe esfuerzo por eludir lo que me dicta la razón.

      —Sí, bueno, tú también tienes toda la pinta de ser un chiflado, así que creo que te llevarás muy bien con ella.

      Una sonrisa involuntaria se ajusta en mi boca, y me hace pensar que no recuerdo cuándo fue la última vez que mantuve una conversación así de larga con una persona.

      —Lo dudo. Tu madre parece tener un carácter muy especial.

      —Sí —responde en voz baja mirando de reojo hacia la casa, hacia las ventanas del piso superior—. Las ansias de conocimiento de mi madre son insaciables. Y supongo que estudiar alquimia tantos años hizo que algo dejara de funcionar en su cabeza.

      —¿Al… quimia?

      —¿No sabes lo que es? —me encojo de hombros para hacerle entender que no tengo mucha idea sobre el tema. He escuchado la palabra antes, tal vez en alguna película o un libro, pero eso es todo—. Bueno, es…

      El chico titubea y hace una pausa una vez más.

      De acuerdo, no hay que ser un genio para entender que no se siente muy cómodo al hablar de esto, sin embargo, no soy de los que dejan las cosas en el aire. Por más inofensivo que parezca, nunca está de más informarse, así que lo incito a continuar al alargar un poco mi cuello hacia él. Adam deja la botella de cerveza vacía sobre la mesa.

      —Es una especie de pseudociencia que se remonta a los tiempos de los egipcios, si no es que antes de ellos —dice—, y cuyo fin es perfeccionar la transmutación… bueno, la transformación de los objetos con el fin de alcanzar la divinidad, convertir los objetos en oro u otorgar la vida eterna.

      Una luz se enciende en mi cabeza.

      —Hum… sí, tiene sentido. Esa joya, aquí en occidente, es conocida como piedra filosofal —dice—. Muchas culturas primigenias como la india, la griega, la china e inclusive religiones abrahámicas como el cristianismo tomaron conceptos de la alquimia egipcia para conformar su propio misticismo. Se han creado religiones, organizaciones y cultos basados en ella, por lo que se puede decir que gran parte de la historia ocultista y mágica de la humanidad está asentada en el esoterismo alquímico.

      No sé qué me impresiona más: el que en unos segundos Adam me haya demostrado que es más lúcido de lo que parece, o que esta extraña pseudociencia se conecte con la remota cultura a la que, de alguna manera, pertenezco.

      No me extrañaría, en absoluto, que los errantes tuviésemos también algo que ver con todo esto.

      —Bueno, ¿y qué utilidad tiene estudiarla? —pregunto con auténtica curiosidad.

      —Absolutamente ninguna —dice Adam con firmeza—. Durante milenios los alquimistas trataron de crear la piedra filosofal por medio de experimentos complejos, pero las fórmulas que usaban eran tan diversas y estaban explicadas en sus diarios con tantos símbolos y enigmas que es muy difícil interpretar qué pasos exactos utilizaban para intentar crearla. El trabajo de la familia Blake ha consistido en develar el significado de aquellos intentos para dar con la fórmula concreta de la piedra, es decir, una reverenda pendejada, porque está demostrado que, si bien la práctica de la alquimia antigua emprendió muchos experimentos científicos importantes, varias teorías apuntan a que todo el asunto de la piedra también pudo ser una simple metáfora sobre el crecimiento personal. La búsqueda de la piedra filosofal no es más que una patraña imposible, pero, al parecer, cierta gente con dinero no tiene idea de cómo gastarlo y decide despilfarrarlo en estupideces. Mi madre es un ejemplo.

      Caray. De no ser porque la señora Blake le habló con tanta tosquedad hace un momento, me habría sentido ofendido por la forma en la que se ha expresado de su madre, pero parece ser que ésta es una de esas familias donde no se tratan con mucha amabilidad.

      No soy quién para juzgar, y nada de esto es asunto mío, para empezar.

      —Bueno, a todo esto, ¿se puede saber qué hace un niño como tú viajando solo? —Adam me pregunta de repente. Toda aquella frustración se ha diluido tan pronto como se formó, cosa que me deja bastante desconcertado.

      —¿Niño? —pregunto con fingida indignación—. Disculpa, ricachón, pero tengo edad suficiente para ir y venir adonde me plazca.

      —Pues a mí me pareces un mocoso malhumorado.

      —Y tú me pareces un acosador feo y escalofriante.

      Él echa la cabeza atrás y estalla en una carcajada abierta. No me extraña que no se lo tome a mal porque, aun cuando la parte escalofriante es cierta, no me cuesta admitir que Adam es un joven bastante atractivo.

      —Oh, Dios, no se te ocurrió otra cosa más tonta, ¿verdad? —dice, simulando limpiarse una lágrima—. Pero igual, sigues sin contestarme. Anda…

      Ante su insistencia —que no me resulta ya tan molesta—, respondo como estoy acostumbrado a hacerlo: miento.

      —Voy hacia el norte.

      —¿Al norte?

      —Sí, a… Alaska —contesto, ya que es el primer lugar que acude a mi mente.

      —¿Y para qué demonios quieres ir a Alaska? ¿Para que te coma un oso? Porque si es así, en Wyoming hay muchos y está a mucha menor distancia.

      Trato de reír, aunque sea por mera cortesía, porque, ¡diablos!, Adam tiene la misma gracia que un buitre.

      —Mis motivos no son interesantes. Sólo creo que allá podría encontrar un poco de tranquilidad. Uno se harta de vivir entre la gente, ¿sabes? —Adam finge un gesto de preocupación.

      —¿Quién?

      —Tú sabes, una especie de fanático de Jack London que huyó de la civilización, comió cosas venenosas o algo así y murió solo en un vehículo destartalado en Alaska.

      —Por los dioses…

      —“¿Por los dioses?” ¿Quién demonios se expresa así? Oh, Dios mío, ¡en verdad eres un jipi! Por favor, no te mueras en un vehículo abandonado.

      —¿Cómo puedes decir tantas estupideces sin siquiera respirar?

      —Simple. Hablando con otro estúpido.

      Lo inevitable sucede: tanto él como yo nos echamos a reír a pulmón abierto, como hacía tanto que no me pasaba. Debo admitir que, a pesar de lo turbulento que ha sido conocernos, Adam ha empezado a simpatizarme, pero sólo un poco.

      Al callarnos, él me mira de reojo y comienza a juguetear con sus dedos.

      —Ese dinero que se llevó el viejo —pregunta—. ¿Eran tus ahorros?

      Asiento casi de forma dramática, porque ni de broma voy a decirle que lo tomé “prestado” del centro budista de Nueva Orleans, donde trabajaba.

      —Carajo, si no lo recupero, voy a estar en verdaderos aprietos.

      La sonrisa de Adam se diluye despacio.

      —Oye… ¿y tienes familia o alguien que, ya sabes, pueda venir a ayudarte?

      Pregunta