—No —respondo a la par que me rasco la nuca para ocultarlo de su vista—. Esto es…
Cierro la boca al ver que la mirada de Adam se ha clavado en mi pecho. Instantes después, desciende despacio por mi abdomen.
Cruzo los brazos frente a mí antes de que logre llegar más abajo.
—¿Qué rayos miras?
Adam reacciona con un sobresalto ante mi gruñido.
—¡Perdona, hombre! —exclama con las mejillas rojas como manzanas—. Es que te juro que en la librería no dudé ni un segundo de que fueses mujer. Me cuesta creer que no lo seas, eres tan… peculiar.
—Oye, no soy un maldito fenó…
—En verdad —interrumpe—, me alegra mucho que hayas decidido quedarte.
Enmudezco. No sé qué me pone más nervioso: comprobar que Adam ha heredado la poca sutileza de su madre o la forma en la que ha desviado la mirada hacia la pared al decir la última frase.
Carajo. Justo cuando empezaba a simpatizarme.
—Bueno —dice con una sonrisa, como si nada cuestionable hubiese sucedido—. Bajemos de una vez. Ya son casi las ocho y el jefe de policía no tardará en llegar a tomar tu declaración.
Al escuchar “jefe de policía” dejo el incómodo asunto en segundo plano. A estas alturas las autoridades de Nueva Orleans no deberían estar buscándome, al menos no para arrestarme pero, aun así, con la pésima suerte que tengo con los policías —pregúntenle al buen Hoffman—, preferiría no estar cerca de alguno de ellos.
Pero supongo que ahora mismo no tengo opción.
Resignado y con la única protección del nombre falso de mi lado, salimos de la habitación y nos dirigimos hacia la escalera.
En la segunda planta de la casa sólo hay cuatro habitaciones: la de invitados, situada a uno de los extremos del pasillo y tapizada con una alfombra roja; las habitaciones de Adam y de su madre, a lo largo del corredor; y, finalmente, una puerta al fondo que ha llamado mi atención por el grueso candado que la asegura.
Un relámpago retumba a lo lejos, por lo que bajamos deprisa por la escalera para encontrarnos con la señora Blake, sentada en el único sillón de la sala.
A pesar de que el calor es considerable, ella viste un atuendo negro hasta el cuello y exhibe la misma expresión neutral que parece ser su sello personal.
—Buenas noches, señora Blake —digo.
Ella vuelve la cabeza hacia nosotros casi de forma mecánica, como si hubiese estado absorta en algún pensamiento, e inclina la barbilla a modo de respuesta.
Adam está serio como una tumba, y el silencio se vuelve tan denso que, de no ser porque la veo frente a mí, juraría que la señora Blake ni siquiera está en la sala.
Es hasta incómodo lo poco que destaca su presencia.
—¿No te molesta estar aquí, Ezra? —la repentina pregunta de la mujer me hace respingar, y su tono de voz ha sido tan plano que incluso me ha costado percibir que me ha hecho una pregunta.
—Eh, no, para nada, señora Blake —miento—. Creo que su casa es muy… interesante.
—Me alegro. Casi todos los huéspedes que tenemos salen de aquí con el gesto torcido —dice—. Y, al parecer, la ropa que te hemos ofrecido también te ha ceñido a la medida, aunque tienes amplia la cadera y una cintura demasiado estrecha para ser de varón. ¿Tomas hormonas? ¿Piensas cambiar de sexo?
—No, señora —respondo con torpeza, incapaz de ocultar la profunda incomodidad que me ha causado su comentario—. Soy así por… genética.
—Ah, ya veo. Qué interesante rasgo corporal.
Una densa gota de sudor me recorre la espalda, porque ya no sé qué me incomoda más de la madre de Adam: las cosas que dice o la forma en la que las dice, tan metódica y formal, más como un estereotipo científico que otra cosa.
La aplastante tensión es disipada por unos pesados nudillos que golpean con fuerza la puerta principal de la casa. La señora Blake, a pesar de la urgencia del llamado, se toma su tiempo para levantarse e ir hacia la entrada. Y ni hablar de la lentitud con la que abre los tres gruesos pasadores de hierro que protegen la puerta.
Una alarma se enciende en mi interior al ver al hombre que entra en la casa, quien parece pisar con deliberada pesadez. Es alto, delgado y lleva la barba rasurada sobre su cuadrada mandíbula. El uniforme luce impecable, la pistola se engancha al cinturón, tiene los ojos azules y el cabello muy rubio cortado a la usanza militar; más que el jefe de policía de un pueblo perdido en el desierto montañoso de Utah, este hombre parece un soldado listo para ponerte una bala entre los ojos.
Se acerca a nosotros en silencio. Despacio, pasa de largo por Adam y su madre sin decir una sola palabra hasta cernirse frente a mí. Sus ojos bien abiertos me atraviesan como heladas estacas y el espíritu de una sonrisa parece dibujarse en su rostro.
—Por Dios, Adam —dice, sin apartar la vista de mí—. Sabía que tu gusto estaba empeorando, pero ¿qué diablos es esto?
Me quedo boquiabierto mientras el tipo me señala de arriba abajo con un movimiento de su mano.
—¿Perdone? —pregunto en voz baja, porque no sé si sentirme indignado o sorprendido ante la brusquedad del sujeto.
—¡Vaya! Tampoco parece muy listo, no en vano le han robado más de dos mil putos dólares en una tarde.
Cabrón.
La lógica me grita que no conviene enterrarle los nudillos en la cara a un policía, pero justo cuando estoy a punto de mandar al diablo el sentido común, el sujeto empieza a reír como si se le fuese la vida en ello.
—¡Pero si estoy bromeando, hombre! —la pinza de su mano se cierna sobre una de las mías, atrapándola con fuerza y agitándola de arriba abajo—. Me da gusto conocerte, muchacho. ¡Yo soy Malcolm Dallas, y estoy aquí para servirte!
La cocina, medio oculta tras un pasillo largo al fondo de la casa, está tan saturada de libros, frascos y pinturas que parece que nunca hubiésemos abandonado la sala. Inclusive el mismo tapiz rojo y extraño cubre todo el lugar, chamuscado por grasa y aceite quemados.
Aunque, al ver la estufa enterrada en más libros, algo me dice que toda esa suciedad no se debe precisamente a cocinar.
La enorme torre-chimenea ocupa un buen tramo de la pared, pero no parece tener una entrada para la leña. El calor es un poco menos estresante aquí gracias a la puerta corrediza de cristal que conduce a la terraza, y aun así…
—Me alegra que te haya gustado tu nueva mesa, nena —dice Dallas, y acaricia la coronilla de un cuervo disecado sobre el comedor abarrotado de libretas—. Valió cada centavo.
La señora Jocelyn asiente con la cabeza, impasible, mientras que Adam ha permanecido tieso como un cadáver desde que llegó el policía.
Los tres están sentados frente a mí, con el jefe en medio de los Blake; las voces de mi interior zumban despacio, alertas, mientras el hombre me mira con los ojos bien abiertos y garabatea en su pequeña libreta de bolsillo. No me ha quitado la mirada de encima durante todo lo que va de la noche, así que ahora mismo estoy con los nervios de punta.
Más allá de su desagradable personalidad, la presencia de este sujeto, a pesar de ser muy humana, casi insípida, me despierta mucha inquietud. Es como si tuviese ante mí una especie de depredador peligroso, sonriente y al acecho. Y esa mirada que me lanza no es de simple curiosidad, porque ésas las conozco bien. No, es