La nación de las bestias. Leyenda de fuego y plomo. Mariana Palova. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Mariana Palova
Издательство: Bookwire
Серия: La nación de las bestias
Жанр произведения: Книги для детей: прочее
Год издания: 0
isbn: 9786075572406
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      Con una larga varilla de cristal, comienza a revolver las sustancias, y la peste empeora hasta el punto de que tengo que cubrirme la nariz con la mayor discreción posible. Transcurren unos cuantos minutos hasta que, de forma casi milagrosa, el olor desaparece por completo, como si nunca hubiese estado allí.

      Jocelyn Blake permanece en silencio y sus movimientos son precisos, casi mecánicos. Parece tan ajena a mi presencia, tan concentrada, que es como si estuviese sola en la habitación. Y a pesar del extravagante experimento, lo que más me desconcierta es que tengo que parpadear un par de veces para asegurarme de que ella esté realmente allí.

      Diablos, nunca había conocido a una humana con una esencia tan insípida, tan poco relevante. Jocelyn Blake se parece tanto a esta casa, tan inusual y a la vez tan… vacía.

      De pronto, la tela de la colcha se desdobla bajo su propio peso, y un olor ácido y desagradable acude de inmediato hasta mi nariz. Distingo, entre el blanco inmaculado de la tela, una enorme mancha amarilla que me hace arrugar el entrecejo.

      ¿Orina?

      —¿Te sirvo el desayuno, Ezra? —la voz de la madre de Adam hace que me yerga en el banquillo. Ella me mira ahora con esos fríos ojos negros sin intentar siquiera ocultar la cuestionable mancha.

      —Eh, gracias —carraspeo—, pero esperaré a que Adam baje.

      —Para entonces será la hora del almuerzo —dice tajante—. Adam duerme mucho y no suele levantarse temprano, ni siquiera para limpiar sus propios orines.

      Sus ojos señalan hacia la colcha. Una abrumadora incomodidad me invade, no por enterarme de que Adam, a su edad, moje la cama, sino por escuchar a esta mujer avergonzar así a su hijo.

      —Esperaré —insisto de forma cortante—. Quiero despedirme.

      De pronto ella entrecierra los ojos, tan despacio que podría jurar que sus párpados rechinan.

      —¿Te marchas? ¿Tan pronto? —el cigarro se dobla entre sus dedos—. Vaya, Adam tenía la ilusión de que te quedaras un poco más. ¿Te ha parecido desagradable mi hijo?

      —¡No, no, para nada! Lo que pasa es que…

      —Tener más gente por aquí suele ayudarle con su condición, ¿sabes?

       ¿Su condición?

      Miro de nuevo la colcha, y mi cabeza empieza a unir el rompecabezas.

      Esa chica de anoche, ese fantasma tan perturbador… no hace falta tener magia para poder ver espíritus, muchos humanos pueden hacerlo cuando se manifiestan con el suficiente poder, así que tal vez Adam también haya visto a ese fantasma. Quizá desde que era un niño, y si a eso le sumas una casa tan aterradora como ésta…

      —Adam necesita un psicólogo, señora Blake, no compañía —concluyo, muy a pesar de que tal vez eso no sea del todo cierto. Ningún doctor puede curarte de ver espíritus, eso lo sé bastante bien.

      —No requiero que resuelvas sus problemas, Ezra —insiste—. Sólo digo que he observado cuánto le agradas, y eso hace que se sienta menos solo en esta casa.

      Un repentino silencio se instala en medio de nosotros, porque Jocelyn Blake ha logrado decir las palabras mágicas.

      Bajo la barbilla y miro mi mano enguantada. Mi ansiedad desaparece cuando algo más peligroso palpita dentro de mí, algo que me hace apretar ambos puños bajo la mesa.

      No es el monstruo de hueso, no son sus voces terribles… es empatía, porque parece ser que esta casa, esta familia, ha afectado a Adam de una forma que su madre no parece ser capaz de comprender. Y si una cosa he aprendido, es que para mí no existe algo más peligroso en este mundo que el hecho de empezar a sentir empatía por alguien.

      De pronto, Jocelyn se levanta y se acerca hacia mí con ese semblante inescrutable.

      —Si decides quedarte un poco más, Adam te lo agradecería. Yo te lo agradecería.

      Ella levanta la mano, me roza muy apenas la mejilla. Después regresa hacia la colcha. Toma unas tijeras y, sin guantes, sin recelos, corta un trozo de la tela empapada en orina.

      Ante mi estupefacción, ella arroja el trozo en el recipiente y el líquido negruzco se torna rojo como la sangre.

      Nos quedamos en silencio hasta que la señora Blake me avisa que tiene que ir al pueblo. Apaga el mechero, guarda el líquido que ha creado en un frasco que después coloca en la caja y se marcha sin siquiera despedirse.

      La sensación del roce de sus dedos sigue impregnada en mi mejilla como una hendidura.

      En otra faceta de mi vida, aquella muestra tan extraña de calidez me habría provocado un sentimiento muy agradable; me habría hecho considerar que tal vez juzgué con mucha severidad a Jocelyn Blake y que sólo es una madre que nunca ha sabido muy bien cómo expresar lo que siente hacia su hijo.

      Pero esa frialdad, esa falta de tacto, esa incapacidad para demostrar una pizca de afecto convencional por su hijo… y, sobre todo, aquel tacto de sus dedos helados recorriendo mi piel, no han hecho otra cosa que despertar en mí una ineludible y desagradable sensación de escalofríos.

      —Maldita sea, ¿dónde está? —gruño, mientras rebusco en los libreros, casi desesperado.

      Debo encontrar el libro de Laurele lo más pronto posible para poder largarme de aquí. Ya buscaré la forma de conseguir algo de dinero, me volveré un adivino, faquir o mendigo, ¿qué más me da? Pero necesito alejarme de estas personas, de Adam, antes de que…

      Mi mano se detiene cuando empiezo a percibir un intenso olor a alcohol y putrefacción a mis espaldas. Doy media vuelta y veo a Barón Samedi encima de uno de los estantes con un grueso habano interrumpiendo su sonrisa.

      —¿Qué carajos te pasa? —gruño al Loa de la Muerte. Él levanta la mano y me muestra el libro de Laurele atrapado entre sus asquerosos dedos, por lo que pongo los ojos en blanco—. Dámelo.

      Samedi ladea la cabeza y lo arroja a mis pies. Con un bufido me agacho para recogerlo y sacudirle el polvo. Le lanzo una mirada amenazante, pero el muy bastardo aún sonríe como un demente.

      Lo juro. Un día de éstos, cuando consiga la forma de arrancarle las almas de los bebés de Louisa y de Hoffman, voy a matar a este cabrón sin importarme las malditas consecuencias.

      Le doy la espalda al Loa y voy por mi morral para largarme de aquí de una vez por todas.

      Ni siquiera considero ya la idea de despedirme de Adam.

      Pero antes de que dé otro paso, algo pesado y grueso me roza el brazo a gran velocidad. Estupefacto, veo cómo un enorme libro vuela contra una de las mesas.

      Mi vida pasa frente a mis narices cuando éste derriba la caja de madera de Jocelyn.

      —¡HIJO DE PUTA!

      Me olvido del libro de Laurele y corro hacia la mesa para agacharme con el corazón desbocado. Para mi suerte, encuentro las botellas intactas gracias a la gruesa alfombra.

      Giro furioso hacia Barón Samedi, pero el cabrón ha desaparecido, dejándome con el gran anhelo de arrancarle un par de dientes.

      Maldigo en voz baja y me arrodillo para recoger el desastre con la esperanza de que Adam no se haya despertado con mi grito. Sostengo la botella con el líquido rojo, el que acaba de mezclar la señora Blake, y descubro que en su interior nada una pequeña esfera dorada.

      Estoy a punto de acercarla a mi rostro para examinarla cuando un resplandor verdoso me hace mirar hacia el libro que me arrojó el Loa de la Muerte

      —¿Pero qué…?

      Dejo caer el frasco de nuevo en el tapete.

      El