La nación de las bestias. Leyenda de fuego y plomo. Mariana Palova. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Mariana Palova
Издательство: Bookwire
Серия: La nación de las bestias
Жанр произведения: Книги для детей: прочее
Год издания: 0
isbn: 9786075572406
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      —Déjame llevarte primero al médico del pueblo, por favor —insiste Adam mientras alza la palma hacia mí como si hablase con un animal herido. ¿Por qué diablos la gente hace eso conmigo?—. Además, algo me dice que, si yo intentase hacerte daño, serías bastante capaz de romperme los dientes, ¿eh?

      Ahora soy yo quien escudriña al chico de arriba abajo, desconcertado por una personalidad que no termino de comprender. Es un humano común y corriente, sin nada particular. Parece un poco más joven que Johanna, va muy bien vestido —con una camisa bien planchada y todo— y, más allá de su impulsiva forma de ser, no aparenta ser peligroso, pero…

      —¿Por qué haces esto? —pregunto y, ante mi dureza, él deja de sonreír.

      —Mira, en parte es por lo de hace rato. Si te hubiese dejado en paz desde el principio, nada de esto habría pasado. Creo que entre todos te hemos dado la peor bienvenida posible a Stonefall.

      Estoy a punto de replicar una vez más, pero entiendo que en realidad no tengo muchas opciones.

       ¿Por qué estas cosas siempre me pasan a mí?

      —Bien —suspiro al fin.

      Adam sonríe con demasiada energía para parecerme agradable.

      Cuando escucho que de pronto un trueno cae a lo lejos, termino por preguntarme si esta serie de acontecimientos desafortunados no será otra cosa que el inicio de algo aún más terrible que está por sucederme.

      Y con mi suerte, vaya que lo espero.

      CAPÍTULO 9

      SIN RASTRO

      El pequeño coche de la contemplasombras, con su puerta del conductor aún abierta de par en par, ha empezado a cubrirse de arena. Lleva varios soles quieto entre el sendero y la maleza mientras nuestras cenizas aguardan sobre el capote del color del ladrillo.

      El sonido de unos pasos perturba la quietud de los árboles, y el olor que se abre paso entre la hierba hace que nos encojamos contra el metal.

      Un demonio con piel de hombre se aproxima despacio hacia el vehículo. Lleva en la mano un teléfono con la pantalla estrellada bajo su puño, en señal de que alguien, del otro lado de la línea, ha estado ignorando sus llamadas.

      El bidón que carga en la otra mano pesa más que la pistola que cuelga abotonada a su cintura, pero a pesar de la rabia que desborda su fría mirada azul, él sonríe con dientes amarillentos.

      Mira el interior del coche. Plásticos, latas, viejos recipientes de comida, bolsas de basura; la depresión tapiza el suelo del coche con la pulcritud digna de una cerda.

      El hombre aplasta con la rodilla el asiento y se inclina hacia la guantera. Rebusca entre servilletas, pañuelos y recibos de compras, hasta que halla un grueso sobre de piel negra.

      La violenta sonrisa de su rostro se ensancha cuando pone los documentos del coche frente a sus narices.

      —Alannah Murphy. Valley of the Gods 508 —susurra, y nuestro polvo se retuerce ante la crueldad de su voz.

      De pronto el sonido de alerta de la pequeña radio sobre su hombro le hace chasquear la lengua. El hombre presiona un botón.

      —¿Qué quieres? —pregunta con sequedad.

      —Jefe Dallas —contesta una voz sumisa del otro lado—, disculpe, pero el maldito novato de Clarks no ha dejado de insistir desde que lo mandamos al caso del mirador. Quiere saber si usted ya revisó el perfil de la persona desaparecida que le envió, y como nos dijo que ningún caso de búsqueda debe pasar a otro agente sin su autorización, nosotros no hemos hablado con nadie má…

      El hombre no escucha el resto del mensaje, concentrado en la voz de su propia cabeza. Sonríe de nuevo, se guarda el sobre de cuero bajo la pretina del pantalón y recoge el bidón. Un silbido alegre brota de sus labios mientras recorre el automóvil empapándolo de gasolina. La alerta vuelve a sonar, pero el hombre no contesta.

      Arroja el bidón al suelo y se aleja silbando aún.

      Hasta el punto en el que el coche se vuelve una mancha marrón en el paisaje, lo seguimos, pegados a su carne sudorosa.

      Él saca un papel arrugado del bolsillo y deja los fríos ojos azules quietos en la criatura que le devuelve la mirada desde el papel, con el enorme letrero de “¿Has visto a esta persona?” sobre su cabeza.

      Sus pupilas se dilatan, nuestro polvo se asienta en sus hombros y le cantamos una canción perversa que hemos entonado en sus oídos durante veinte años.

      “La amas. La deseas. Y debes protegerla a toda costa.”

      En un instante, el olor de una obsesión natural que hemos vuelto obscena se desprende con violencia de su cuerpo, tan penetrante que la certeza de que este demonio blanco haya sido elegido por el destino y no sólo por nuestra conveniencia se hace innegable.

      La alerta de la radio resuena una vez más, pero esta vez no cae en oídos sordos.

      —¿Jefe? ¿Me escuchó?

      —Sí. Por supuesto…

      Y con esa misma sonrisa de dientes amarillos, saca su arma y dispara hacia el vehículo.

      CAPÍTULO 10

      CIENCIA EXTRAÑA

      ¿Stonefall? ¿Del tamaño de un guisante?

      Le daré una patada a Adam si vuelve a decirlo, porque llevamos más de diez minutos en la carretera y ya estoy a punto de ponerme histérico.

      Después de que fuimos a vendar mi herida al único consultorio del pueblo —donde he reñido con el doctor por mi reticencia a quitarme el guante—, hemos subido al auto del chico en dirección a su casa, la cual parece estar bastante retirada.

      Diablos, si Tared estuviera aquí, de seguro me diría —entre risas, por supuesto— que tengo la pésima costumbre de trepar a los autos de los desconocidos sin prever las consecuencias.

      Me revuelvo, demasiado incómodo en los lujosos asientos de piel; no es sólo que el coche de Adam haya terminado siendo uno muy moderno y costoso, es que ahora temo tanto ser secuestrado como dejar una mancha de mugre en el tapizado que después deba limpiar, víctima de la vergüenza.

      Miro de reojo al chico, quien conserva aún esa sonrisa y los ojos clavados en el camino como si se contase a sí mismo un maldito chiste que no termino de entender. La inusual confianza de subir a un tipo andrajoso a su coche y llevarlo a su casa también es preocupante… o tal vez está tan nervioso como yo, porque durante todo el camino ha arrancado trozos de recubrimiento plástico del volante. Dicha manía me ha revelado el reloj plateado que lleva en su muñeca y que se ilumina una y otra vez.

      Noto también que debajo de sus ojos se asoman unas pronunciadas ojeras. ¿Acaso no duerme?

      Aprieto el puente de mi nariz y suspiro, un poco