–La madre de Paolo me ha hablado de Roma –dijo–. Es de allí. Puedes tomarte un helado cuando quieras, no solo cuando los hace la cocinera de la abadía.
–Ya lo has visto –Pascal murmuró–. Ha sido muy fácil.
Ella le lanzó una mirada asesina.
Y a él le había parecido divertido.
Ella no puso objeciones para que Pascal estuviera el mayor tiempo posible con Dante el resto de los días hasta la boda. Lo cuidaba. Y él no se molestó en decirle lo que pensaba con respecto a que la futura señora Furlani se pasara los días limpiando, porque le quedaban muy pocos allí. Le daba igual que quisiera pasarlos fregando de rodillas en suelos de piedra.
Uno de esos días, ella lo halló en su habitación atendiendo al trabajo que se le amontonaba en el portátil. Él oyó un leve ruido, alzó la cabeza y allí estaba ella, en la puerta y con la fregona en la mano.
Y durante unos segundos fue como si hubieran retrocedido en el tiempo. A él se le ocurrió la extraña idea de que si se miraba se vería lleno de vendas, como cuando había llegado allí por primera vez; como si el accidente acabara de suceder.
Como si pudieran repetir su historia. Apartó ese pensamiento inmediatamente de su cabeza.
Y supo que ella estaba pensando lo mismo, a juzgar por la afligida mirada de sus hermosos ojos violetas.
Sus ojos fueron lo primero que había visto al despertar de la operación que le había salvado la vida. Esos ojos se habían abierto paso en la confusión de su cerebro y lo habían tentado a volver al mundo de los vivos.
Y esos mismos ojos se burlaban de su afirmación de que estaba allí solo por el niño.
Pero prefirió no analizarlo.
–Dante está haciendo un buen papel –dijo ella al cabo de unos segundos–. Pero, antes o después, todo esto acabará por caerle encima. Espero que estés preparado. Es un niño obstinado, que a veces me vuelve loca. Dudo que tu vida pueda adaptarse a un niño tan activo.
–Lo bueno de mi vida es que se adapta a mí, por lo que se convierte en lo que quiero.
–Y eso lo dice alguien que no tiene ni idea de lo que hablo. Y, en efecto –prosiguió antes de que él volviera a recordarle por qué carecía de experiencia en ese campo–, es culpa mía. Pero eres tú quien ha lanzado un ultimátum, no yo.
Pascal sabía que se refería a que era él quien insistía en casarse y que la presionaba con el niño para que accediera. Suponía que debería sentirse culpable, pero lo extraño era que tenía la conciencia tranquila.
–Tengo dinero en abundancia –afirmó él. Sonrió al ver que ella ponía los ojos en blanco–. No estoy alardeando. ¿Sabes lo que el dinero puede comprar? Niñeras, tutores, un ejército de personal preparado para cuidarlo. Todo lo que sea necesario para que la transición sea lo menos dolorosa posible para Dante. Y para mí.
–Pero no para mí, claro. ¿No te preocupa cómo sea la transición para mí?
–No especialmente.
Ella se pasó la lengua por los dientes.
–¿Qué esperas que haga?
Pascal la examinó durante unos segundos.
–Supongo que podrías fregar el suelo de mi casa, si te apetece, pero a mi ama de llaves no le gustaría.
Los ojos de ella relampaguearon.
–Fregar suelos no es vergonzoso.
–En general, no. Pero estamos hablando de la esposa de Pascal Furlani, no de una madre soltera anónima de un lejano pueblo de montaña.
Y no tenía intención de decirle que su forma de fulminarlo con la mirada lo incitaba a seguirla pinchando.
–Habrá determinadas expectativas sobre nosotros.
–Querrás decir que las tienes tú.
–Sí, claro, pero, por desgracia para ti, no solo yo.
Y si no estaba a la altura la ataría desnuda a su cama. No lo dijo en voz alta, pero tuvo que cambiar de postura para que ella no notara lo que estaba pensando.
–En primer lugar, deberás tener un guardarropa adecuado. Después tendré que enseñarte a desenvolverte en sociedad, a guardar las apariencias, ya me entiendes.
–¿Bromeas? No perteneces a la realeza. Eres un empresario.
–Hay muchas cosas que he aprendido a base de errores –dijo Pascal en voz queda–. Me da igual que no quieres aprovechar mi experiencia. Puedes convertirte en un espectáculo, si es lo que quieres. Te lo permitiré.
–¿Te sentirás avergonzado? –preguntó ella con frialdad–. Porque, si es así, me atraería.
–Yo puedo enfrentarme a la vergüenza. Pero ¿y Dante? Los niños pueden ser muy crueles.
Y había sonreído cuando ella se marchó por el pasillo golpeando con fuerza sus instrumentos de limpieza.
Él no veía el momento de que llegara el día de la boda.
–Creía que me daría usted un sermón –le dijo a la madre superiora ese día, que había ido a verlo, una vez vestido.
–¿Crees que serviría para algo? –le preguntó la anciana mirándolo con astucia–. ¿Me harías caso?
–Se lo hice la última vez –le recordó mientras se dirigían a la iglesia–. ¿Por qué no iba a volver a hacerlo?
–Hiciste caso a tu miedo, hijo –dijo la monja mientras llegaban a la puerta–. Yo solo fui un catalizador. Y te agradecería que recordases, cuando el miedo vuelva a susurrarte al oído, que hizo que te quedaras solo.
–Pero también me hizo muy rico –observó él con sequedad.
–La abadía espera que nos hagas una generosa donación –contestó ella de forma cortante.
Pascal no sabía por qué estaba recordando los comentarios de una monja anciana en un momento como aquel, en que estaba en la iglesia y Cecilia se le acercaba flotando como en uno de esos sueños que lo habían perseguido los años en que habían estado separados.
Llevaba un vestido de color crema y un velo.
Una vez lo había salvado; después lo había traicionado. Ahora iba a casarse con él, y pensó que la boda equilibraba la balanza.
Y la equilibraría más aún el lecho conyugal.
Ya la había besado larga y concienzudamente en aquella misma iglesia, sin que le hubiera caído un rayo encima. No era probable que pensar en su unión marital fuera a hacer temblar los muros que los rodeaban.
Ella llegó a su lado y él la tomó de la mano.
Y sucedió.
El cura fue rápido, mientras las monjas murmuraban con aprobación.
Pascal dijo «sí, quiero» en un tono tan alto que se podría haber oído en la habitación del hospital a la que no pensaba volver.
Cecilia lo hizo de forma más mesurada, pero lo dijo. No tartamudeó ni esperó unos segundos para crear suspense.
Y llegó el momento en que él le alzó el velo y se lo retiró del rostro.
Experimentó algo parecido a la furia, hasta que se dio cuenta de que no era furia, sino una sensación de triunfo.
Y era por ella, no por el niño.
Pero se negó a analizarla.
Besó a Cecilia con toda la pasión acumulada a lo largo de los años en que ella le había ocultado