–Te aseguro que no quiero tener nada que ver con lo que denominas perfección.
–Puedes elegir, cara. Que no se diga que no soy magnánimo.
Pareció que ella iba a estrangularlo, lo que a él lo excitó instantáneamente.
–Sí, «magnánimo» es precisamente la palabra que habría elegido para describirte.
–Si decides casarte conmigo me harás un favor –prosiguió él, casi con alegría–. Me ayudarás a crear un encantadora apariencia de familia feliz para debilitar los argumentos de mi consejo de administración. Ya conoces a dos de sus miembros. Se dedican a conspirar contra mí, y que esté soltero y sin ataduras no contribuye a congraciarme con ellos. No voy a decirte que vaya a perdonarte lo que me has hecho, pero confío en demostrarte mi enorme gratitud.
Podría haberle dicho también que esperaba que Dante tuviera la familia que él no había tenido, pero no lo hizo.
–Tu gratitud –repitió ella–. O sería mejor decir que a lo que debo aspirar es a tu gratitud en potencia.
–Eso o a un fin de semana al mes, supervisado, por supuesto. Los progenitores que no tienen la custodia son famosos por desaparecer con sus hijos.
–¿Y si no te creo? –preguntó ella al cabo de unos segundos. Él notó que intentaba no perder la compostura–. ¿Y si pienso que solo tratas de intimidarme?
–Un niño de cinco años es capaz de superar la adversidad –afirmó él con su crueldad habitual–. Estaría bien que estuvieras presente cuando conozca a Dante. Estaría bien que organizaras el encuentro, pero no es necesario, Cecilia. Yo en tu lugar no lo olvidaría.
–¿O qué? –preguntó ella, airada–. ¿Me lo vas a robar para llevártelo a Roma?
–Sí, sin pensármelo dos veces.
Ella lo miró consternada.
Y ella era su fantasma, en otro tiempo su ángel. Pero eso no lo ablandó. Al contrario. Que hubiera creído que sentía algo por ella durante tantos años hacía más dolorosa su traición. La miró, implacable.
–¿Mamá? –la vocecita llegó de una puerta detrás de Pascal–. He oído voces.
Pascal se puso tenso y escudriñó el rostro de Cecilia. Y notó que ella contenía el deseo de decir al niño que volviera a la cama, de mantenerlo oculto un poco más, por fútil que fuera el gesto.
Creyó ver un brillo de desesperación en sus ojos, solo un destello, pero fue suficiente para que él se sintiera avergonzado.
Pero ella sonrió abiertamente, como si en sus ojos solo hubiera habido luz y dulzura.
–Ven, cariño –dijo tendiéndole la mano–. Tienes una visita especial.
Pascal se quedó inmóvil mientras oía los pasos del niño. Después observó que Dante, de mejillas sonrosadas y cabello negro revuelto, rodeaba el sofá, se dirigía a la chimenea y tomaba la mano de su madre.
Después lo miró con ojos somnolientos.
Unos ojos que eran negros como los suyos, con un círculo oscuro en torno al iris que él pensó que, si pudiera verlo más de cerca, sería del color violeta de los ojos de su madre.
Fue como una ataque cardiaco, pero sin dolor. Solo lo dejó petrificado.
Conocía a aquel niño. La forma del rostro era la misma que la suya. La nariz era la de su propia madre. Y también veía a Cecilia en él.
No se le había ocurrido que los niños fueran los verdaderos fantasmas, retazos del pasado renovados, pero sin interés alguno por los que se habían ido antes que ellos.
A Pascal le pareció que se había caído, aunque seguía sentado en el mismo sitio. Sintió lo mismo que había experimentado en el campo, pero aumentado, ya que ahora su hijo se hallaba frente a él y lo miraba.
Pascal nunca había entendido a su padre ni las decisiones que había tomado. Pero en aquellos momentos que transcurrían tan silenciosa y tranquilamente, a pesar de la cacofonía que había en su interior, lo entendió aún menos.
Que su padre hubiera abandonado a su hijo carecía de toda lógica.
–Dante –dijo Cecilia en voz baja pero alegre, como si fuera lo que había estado planeando desde el primer momento.
Y Pascal dejó de pensar en ese hombre cobarde e inútil con el que solo compartía la biología.
–Te presento a tu padre.
El niño lo miró con solemnidad durante unos segundos.
–Vale.
Después bostezó de forma que parecía que se le iba a romper la mandíbula y, sin mirar de nuevo a su madre ni a su flamante padre, se volvió a la cama.
Se casaron a la semana siguiente con una licencia especial.
Pascal se hallaba ante el mismo altar en el que había descubierto la existencia de una niño que lo había cambiado todo. Dante, su hijo, pensó con orgullo, se hallaba a su lado, con aspecto solemne y vestido con sus mejores galas.
Dante lo miró muy serio. Pascal le puso la mano en la cabeza sin pensarlo y experimentó una inesperada sensación de dulzura al ver cómo se le ajustaba la palma a la cabeza del niño.
Como si los hubieran diseñado para encajar de aquel modo: padre e hijo.
Se dijo que por eso casi se había emocionado cuando las monjas, sentadas en los bancos, comenzaron a cantar una versión de una marcha nupcial.
Entonces apareció Cecilia al principio de la nave. Y Pascal la miró.
No era feliz con él. No lo había ocultado en los días transcurridos entre aquella noche en que finalmente había aceptado la realidad y aquel momento.
–Lo que me preocupa es cómo va a vivir Dante todo esto –había dicho esa noche, después de que el niño se hubiera ido a la cama–. Se acaba de enterar de que eres su padre. No sé qué le va a parecer que me case con un desconocido.
–Los niños tienen una gran capacidad para recuperarse –afirmó Pascal con despreocupación.
–¿Y eso lo sabes por tu experiencia en criarlos?
–Si me falta esa experiencia, ¿de quién es la culpa, Cecilia?
Y ella había palidecido, pero no se había dado por vencida.
–Dante es más frágil de lo que parece.
–Si los niños no fueran fuertes, ni tú ni yo estaríamos aquí.
Ella había lanzado un tembloroso suspiro.
–No creo que debamos basar nada en tu infancia o en la mía. De hecho, me parece que lo mejor que podemos hacer es pensar en nuestra infancia y llevar a cabo justamente lo contrario.
Cecilia decidió que le dirían juntos que se iban a casar, haciendo un frente común siempre y en todo, insistió, si querían que aquello funcionara. Pascal no le recordó que ya no controlaba las condiciones ni ninguna otra cosa. Suponía que ya lo tenía claro.
–Y por funcionar –le espetó ella a la mañana siguiente, cuando él llegó a la hora convenida– no me refiero a que lo haga como a ti te satisfaga, sino a que sea lo mejor para Dante. Porque solo se trata de él.
–¿De qué otra cosa se iba a tratar? –preguntó él en un tono tan suave que ella se sonrojó.
Cuando le contaron a Dante sus planes, el niño sonrió.
–¿Vamos