«Y la esperaré, Cecilia», había concluido él.
Y ella fue muy consciente de que esa vez, su espera era una amenaza. Eso había sucedido hacía dos días.
–¿Por qué te ofende? –preguntó la madre superiora–. Lo que sabemos de Pascal es que le gusta resolver los problemas de la manera más directa posible. Sabemos lo que sucedió cuando se sintió solo aquí. Dante es la consecuencia.
Y una prueba de lo agitada que se hallaba Cecilia fue que no reaccionó con la mezcla de emociones habitual ante la referencia indirecta a esa mañana en que, al despertarse, se había encontrado a la madre superiora a los pies de una cama en la que no debería haber dormido, cuando su vida había cambiado.
–Sabemos lo que ocurrió cuando se marchó y se lanzó a la conquista del mundo –prosiguió la madre superiora plácidamente–. Y no me sorprende en absoluto que haya vuelto y que, al enterarse de que tiene un hijo, la consecuencia sea esa. Resuelve todos sus problemas de forma muy elegante.
–No quiero ser su problema –dijo Cecilia en tono airado, sin dejar de mirar el fregadero–. Ni tampoco tener nada que ver con su solución.
La madre superiora rio con una risa áspera y sana que recordaba a quien la oyera que era una mujer de carne y hueso como cualquier otra, por muy santa que pareciera.
–Hija, has sido un problema para ese hombre desde que se despertó tras el accidente y te vio al lado de la cama. De haber sido por él, te hubiera llevado consigo al marcharse.
Cecilia tardó unos segundos en comprender el sentido de aquellas palabras. Cuando lo hizo, dejó el estropajo con mucho cuidado y se volvió lentamente secándose las manos en el delantal. No le sorprendió encontrarse con la mirada franca e inteligente de la madre.
Se dio cuenta de que esta estaba esperando, pero no parecía agitada ni preocupada.
–¿Qué quiere decir? –preguntó Cecilia, con voz temblorosa, a pesar de que ya creía saberlo. ¿No se lo había dado a entender Pascal en la iglesia?–. ¿A qué se refiere con «de haber sido por él»?
–No viniste a la oración matinal. Cuando fui a buscarte, te encontré en su habitación. Tú seguías durmiendo, pero él no.
–¿Me está diciendo…?
–Me limité a preguntarle cuáles eran sus intenciones –respondió la monja, sin apartar su suave y compasiva mirada de la de ella–. Él se estaba recuperando de un accidente, pero ya estaba prácticamente bien. Me temía que eso implicara que no deseara quedarse con nosotras, aisladas como estamos del resto del mundo. Y era responsable de haber desflorado a una novicia. Me pregunté qué planes tenía.
–Qué planes tenía –repitió Cecilia como si no la hubiera entendido, a pesar de que lo había hecho perfectamente–. ¿Le preguntó por sus planes?
–Quería saber si pensaba llevarte con él cuando volviera a su vida habitual. No me cabía la menor duda de que regresaría a ella, porque a eso han venido los hombres como él a este mundo.
–No habíamos hablado de eso.
No sabía si lo decía para protegerlo a él o a sí misma, porque, aunque era cierto, también lo era que había habido un acuerdo entre ellos porque, si no, ella no habría participado en su propio «desfloramiento», una palabra que le hubiera parecido divertida en otras circunstancias; por ejemplo, si quien la había «desflorado» estuviera, en aquel preciso instante, en una lejana ciudad, en vez de en el hospital de la abadía.
Ahora no le resultaba en absoluto divertido.
Y la madre superiora la escudriñaba como si Cecilia lo llevara escrito en las mejillas.
–Hija, sé que no eres una mujer despreocupada. Nunca lo has sido. Te entregas a algo únicamente cuando piensas hacerlo con todo tu corazón y tu alma para toda la vida. Por eso habrías sido una monja excelente, si ese hubiera sido tu camino. Y por eso eres una madre maravillosa.
¿Cómo iba Cecilia a indignarse y a adoptar una actitud de superioridad moral después de haber oído esas palabras? Por eso la madre superiora aterrorizaba a quienes llegaban a su presencia, y acababan agradeciéndoselo.
–No puedo… Quiero decir que no creo…
Cecilia se cubrió la cara con las manos para ocultar las emociones que traslucía su rostro. Y no supo si la que temblaba era ella, sus manos o el suelo bajo sus pies.
–¿Por qué no me lo había dicho?
–¿De qué hubiera servido? –preguntó la monja como si realmente le interesara saberlo–. Él se marchó.
–Sí, pero…
El dolor era enorme, excesivo. Le pareció que se había producido un terremoto y que solo quedaban las cenizas y las ruinas de su primer amor. Y su corazón partido, disfrazado de cólera, cuando no quería sentir nada por Pascal y el pasado de ambos. Ni arrepentimiento ni furia: nada.
¿Cómo había logrado convencerse que podía mostrarse indiferente a ese pasado, y mucho menos a Pascal?
–¿Quieres que te diga que vaciló? –preguntó la madre cuando el silencio se prolongó demasiado entre las dos–. Pues lo hizo. Discutió y se quedó destrozado. Pero, al final, se fue. Y, en efecto, decidí protegerte. ¿Qué más te hubiera dado que fuera difícil para él?
–No lo sé, pero estoy segura de que no me habría dado igual.
Porque no se lo daba ahora. Sintió un calor en su interior que la ayudó a sentirse más segura. A respirar.
–¿Ah, no? –la madre superiora sonrió levemente–. Al principio no pensabas abandonar tu vocación y, después, resultó que estabas embarazada, y te debatiste entre quedarte con el bebé o darlo en adopción. ¿Las vacilaciones de Pascal te hubieran ayudado a ser lo bastante fuerte para enfrentarte a tales decisiones?
–No creo que le correspondiera a usted tomar esa decisión –dijo Cecilia con más dureza de la que pretendía, lo cual la asustó, ya que nunca había hablado en aquel tono a la madre superiora.
Esperaba que la antigua abadía se derrumbara ante su impertinencia, pero siguió en pie. Los muros ni siquiera temblaron.
Peor aún, la monja sonrió.
–Yo tampoco lo creo –respondió, lo cual aumentó la emoción de Cecilia, porque era difícil recurrir a la culpa o a la furia cuando la madre no se defendía–. Es un peso que debo soportar. Lo que ahora debes decidir es qué vas a hacer.
Cecilia se volvió hacia el fregadero mientras parpadeaba con fuerza para no verter las lágrimas que le llenaban los ojos. Se sentía traicionada por alguien de quien nunca se lo habría esperado. Eran demasiadas emociones a las que no podía dar salida.
–Voy a hacer lo mismo que he estado haciendo –afirmó, orgullosa de que la voz no le temblara ni de hablar entre dientes–. Que mi vida no sea como la había planeado a los veinte años no es forzosamente malo. Tengo una vida plena. Estoy orgullosa de ella. No necesito a Pascal.
–¿Y tu hijo?
–Dante no lo necesita, desde luego.
–¿Ah, no? –la madre superiora chasqueó la lengua–. Creía que los niños se desarrollaban mejor con ambos progenitores.
–Yo no tuve a ninguno de los dos –contraatacó Cecilia dirigiéndose al fregadero–. Y estoy perfectamente.
–Tú tuviste toda una abadía. Y sigues teniéndola.
–Dante también.
–Cecilia –dijo la madre con esa aparente suavidad que escondía una voluntad de hierro–. Una cosa es aceptar las circunstancias, e incluso que te vaya bien, cuando no tienes más remedio. Tú lo has hecho de forma admirable. Pero Dante tiene posibilidades que