–Lo dice como si yo no supiera lo que más le conviene a Dante, como si no deseara lo mejor para él.
–Sé que quieres a tu hijo y que te has esforzado mucho para ofrecerle lo que crees que a ti te faltó. Pero creo que no se te ha ocurrido que cuando tu madre te dejó aquí se aseguró de que te cuidaran una orden entera de madres sustitutas.
–Claro que lo he pensado. Por eso quería formar parte de la orden.
También por eso se había quedado allí en los peores momentos de su vergüenza, en vez de marcharse del valle. ¿Cómo iba a abandonar a la única familia que había conocido, por mucho que la hubiera decepcionado?
–Pero asimismo se aseguró de que nunca supieras nada de tu padre. Me enorgullezco de que las hermanas y yo hayamos hecho por ti todo lo posible, pero solo somos madres, hermanas y tías sustitutas. Puede que no recuerdes que cuando tenías siete años lo único que querías era tener padre. Y llorabas sin parar porque no era así.
Cecilia lo había olvidado, pero negó con la cabeza.
–Fue una fase que terminó.
–¿Por qué quieres hacer a Dante lo que te hicieron a ti? ¿No preferirías ahorrarle ese dolor si pudieras?
Y esa fue la pregunta a la que siguió dando vueltas Cecilia mientras realizaba sus tareas en la abadía. Después tomó el camino más largo de vuelta a casa para no pasar cerca del hospital. Y siguió dándole vueltas cuando fue a recoger a Dante a casa de la vecina y lo miró con la mezcla habitual de cariño y exasperación, mientras el niño le contaba a gritos lo que había hecho ese día. A gritos y muy deprisa, como siempre que estaba sobrexcitado. Y lo estaba con frecuencia.
Siguió dando vueltas a la pregunta durante la tarde y a la hora del baño, cuando Dante salió de la bañera y se puso a correr por la casa riéndose como un loco y agitando las manos por encima de la cabeza, hasta que ella no tuvo más remedio que reírse con él.
Le leyó un cuento, el niño rezó y lo metió en la cama. Y al apagarle la luz para que se durmiera, siguió oyendo la voz calmada de la madre superiora en su interior.
Había olvidado la frecuencia con la que, de pequeña, se había imaginado que tenía una verdadera familia. Le encantaba vivir en la abadía. Todas las hermanas la trataban como si fuera su hija y nunca había dudado de su amor por ella.
Pero no era como los demás niños del pueblo, lo cual le había resultado especialmente duro cuando era algo mayor que Dante. Quería ser normal, porque tenía claro que no lo era. ¿Cómo podía haberlo olvidado?
Suponía que lo había hecho al decidirse a formar parte de la orden.
«O puede que quisieras unirte a la orden porque sería la guinda que cerraría el círculo de tu vida», le susurró una voz en su interior.
Frunció el ceño mientras limpiaba la cocina. Después fue a sentarse en la habitación principal de la casa. Se sentó en su silla preferida, ante la chimenea, donde le gustaba leer o coser, pero no hizo ninguna de las dos cosas, sino que contempló el fuego mientras seguía oyendo la voz de la madre superiora.
«¿Por qué quieres hacer a Dante lo que te hicieron a ti?».
Cecilia suspiró, se levantó y volvió a la cocina a buscar el papel que había encontrado bajo la puerta una mañana y que había metido en un cajón. Era un número de móvil, con una inicial: P.
Tal vez fuera revelador que no lo hubiera echado al fuego.
Miró el número durante largo rato.
Pero no se veía capaz de hacer una llamada, así que agarró su móvil y escribió un mensaje sencillo y directo: Soy Cecilia. Tenemos que hablar. ¿Puedes venir a casa?
Se dijo que probablemente él tardaría en contestar, pero la respuesta llegó en unos segundos: Voy ahora mismo.
Y Cecilia se puso muy nerviosa.
Antes de mandarle el mensaje no había pensado en su aspecto, después de un largo día limpiando un viejo edificio y atendiendo a un niño de cinco años, ni en la ropa que llevaba.
En cuanto leyó la respuesta, fue corriendo a su habitación y se quitó la camiseta y los pantalones para ponerse un vestido que solo llevaba a la iglesia. Después se peinó y se recogió el cabello en un moño.
Volvió a toda prisa a la habitación principal y se dedicó a ordenarla para que pareciera más el salón de una persona adulta que la habitación de juegos de un niño.
Contempló su reflejo en la ventana y frunció el ceño. ¿Por qué intentaba causar buena impresión a Pascal? Era indudable que debía haber hecho lo contrario y dejar que la casa y ella misma tuvieran un aspecto lo más descuidado posible, para ahuyentarlo.
Pero no volvió a cambiarse de ropa.
Tampoco sacó los juguetes de Dante y los extendió por la alfombra.
Y en algún momento debería analizar lo que significaba que quisiera desesperadamente que Pascal la viera a ella, y el hogar que había creado para su hijo, del mejor modo posible. Como también debería analizar la descarga eléctrica que había sentido en su interior al saber que él iba a ir, la cual sospechaba que no se debía a la agitación que sentía.
Se temía que era pura anticipación.
Una traición más en un día llena de ellas.
Cuando él llamó a la puerta, se le hizo un nudo en el estómago, pero fue a abrir.
Tiró del picaporte, dispuesta a mostrarse fría y distantemente cortés, pero se quedó sin aliento.
No estaba preparada.
Pascal se hallaba de perfil, mirando la abadía iluminada en la oscuridad. La luz de la casa se derramaba sobre él, resaltando su poderosa nariz y sus sensuales labios. Incluso las cicatrices aumentaban su atractivo, antes de desaparecer bajo el cuello del abrigo.
Tardó unos segundos en volverse hacia ella y, cuando sus ojos se encontraron, el mundo comenzó a arder.
–He venido corriendo en cuanto me lo has ordenado. Que no se diga que no sé obedecer una orden, cara. Como si fuera un perro.
Cecilia intentó hacer caso omiso del modo en que su presencia y sus palabras le descendían por la columna vertebral y se le alojaban en el bajo vientre, palpitantes como un dolor. Pero no era dolor.
Por supuesto que no.
Le dio la espalda y lo condujo al salón como si él no supusiera amenaza alguna, aunque todas las alarmas se le habían disparado para indicarle que era una equivocación, que no debería dar la espalda a un depredador como él, por muchos apasionados recuerdos que tuviera de una época que fingía haber olvidado.
Sin embargo, Pascal no saltó sobre ella para clavarle los colmillos ni hizo ninguna otra tontería parecida.
«Claro que no», se dijo a sí misma en tono de reproche.
Le indicó el sofá frente a la chimenea y volvió a sentarse en su silla preferida, situada a una prudente distancia.
–¿No me vas a ofrecer algo de beber? –preguntó él.
Se quitó el abrigo y lo dejó en el sofá. Y se sentó, empequeñeciendo el sofá con su cuerpo y sus enormes hombros. Cecilia pensó que no volvería a mirar el sofá del mismo modo.
–¿No me va a ofrecer una aperitivo para fingir que somos civilizados?
–Esto no es una reunión social.
–Ni siquiera unas aceitunas. Me siento como si fuera un salvaje. La descortesía no es propia de ti, Cecilia –dijo él con una media sonrisa.
–Te he pedido que vinieras para hablar de la posibilidad de que conozcas a Dante –dijo ella recordando que debía mostrarse fría y controlada,