«No», se ordenó a sí misma. «No se trata de aplacarlo, sino de elegir entre lo que está bien y lo que está mal».
Pero él la miraba como si fuera el enemigo.
–Te recomiendo que tengas cuidado. ¿De verdad quieres que utilicemos a nuestro hijo como moneda de cambio entre nosotros?
Cecilia parpadeó.
–No he querido decir eso.
–No sé qué habrás estado pensando mientras me has tenido sentado en aquel hospital reviviendo la peor época de mi vida –dijo él mirándola con dureza–. Supongo que en vengarte. Pero, en medio de los divertidos recuerdos de mi accidente y de lo que me costó sobrevivir, me he entretenido leyendo relatos de los peores divorcios.
Sus palabras la pillaron desprevenida.
–¿Divorcios? ¿Qué tienen que ver con nuestra situación? –ladeó la cabeza–. ¿O es que eso es lo que lees habitualmente?
–He examinado las peleas por la custodia de los hijos –afirmó él recostándose en el sofá–. Cuanto más feroces, mejor. ¿Y sabes quién sufre más en tales situaciones? No son los padres, por supuesto.
Era la segunda vez ese día en que alguien le reprochaba indirectamente su egoísmo, lo cual no le sentó nada bien. Estaba sofocada y tuvo ganas de tirarle la lámpara a la cabeza por darle un sermón sobre la forma de criar a un hijo, aunque fuera dando un rodeo.
Pero se había pasado casi toda la vida aprendiendo a ser disciplinada, así que no se movió.
–No crees que debamos utilizar a Dante como moneda de cambio, y estoy de acuerdo, desde luego –observó ella cuando estuvo segura de que la lámpara seguiría en su sitio–. Tal vez podrías también dejar de utilizarlo para manipularme emocionalmente.
–Me parece bien.
Eso irritó aún más a Cecilia, que no esperaba que fuera a estar de acuerdo. Él le sonrió antes de proseguir.
–Pero ahora sé que existe, y no hay vuelta atrás, aunque te conceda un periodo de gracia para hacer frente a una realidad que ya conocías. Supongo que lo entenderás.
Él le concedía un periodo de gracia. Cecilia se obligó a respirar porque estaba a punto de estallar. Su forma de mirarla la hacía pensar que era eso, un estallido, lo que él buscaba.
–Preferiría que no me amenazaras siempre que tienes ocasión –respondió.
Entrelazó los dedos en el regazo, mientras él se limitaba a enarcar una ceja, porque tirarle la lámpara no iba a solucionar el problema, por muy satisfactorio que le resultara en aquel momento.
–No voy a negar a Dante que vea a su padre. Que no haya preguntado por ti hasta ahora no implica que no vaya a hacerlo en el futuro. Creo que me había negado a aceptarlo.
Él siguió mirándola y, aunque seguía recostado en el sofá, ella no cometió el error de creer que se encontraba a gusto. Estaba listo para atacar, en estado de alerta, como si fuera a entrar en acción a la menor provocación. Ella no quiso especular sobre qué clase de acción realizaría.
Tragó saliva porque tenía la garganta seca, pero se obligó a seguir. Aunque le resultara duro, se trataba de Dante. Y no había nada que no hiciera por él.
–No tengo padre. No tengo posibilidades de saber quién era y, en estos momentos de mi vida, no sé si querría saberlo. Y sé que no tuviste una buena relación con el tuyo.
Él no rio, aunque le brillaron los ojos.
–Eso es decirlo de manera mucho más educada de lo que él se merece.
Ella agachó la cabeza y le tendió la rama de olivo.
–No veo ninguna razón por la que Dante tenga que pasar por lo que pasamos nosotros, si podemos evitarlo.
–Muy noble por tu parte, Cecilia, pero los seis años transcurridos contradicen tanta nobleza –contestó él en un tono tan sardónico que fue como si le hubiera disparado una bala a las costillas–. ¿Y cómo, exactamente, esa aproximación altruista a la vida de nuestro hijo va a desarrollarse en la práctica?
Aquella no era la expresión de gratitud que ella se esperaba. Frunció el ceño.
–¿A qué te refieres?
–Supongo que estarás presente cuando nos conozcamos, lo cual tiene lógica. Podrías aprovechar la oportunidad para planificar tu calendario de visitas ideal.
–Si todo va bien, podrás venir a verlo cuando quieras.
–Cuánta generosidad –los ojos oscuros de Pascal brillaban–. Pero, verás, no entiendo por qué vas a controlar el tiempo que esté con un niño cuya existencia me has ocultado todo este tiempo. Tal vez debería venirse a vivir conmigo y podrías ir a verlo cuando quisieras –sonrió de forma desagradable–. Mira si soy generoso.
–¡Soy su madre! –le espetó ella, sin saber si estaba furiosa o asustada. Tal vez ambas cosas. Trató de contenerse–. Un niño necesita a su madre.
–Un niño necesita a su padre, cara. Todos lo saben.
–¿Me estás amenazando con quitármelo? –preguntó ella.
–No te amenazo –Pascal seguía recostado, con un brazo sobre el respaldo del sofá. Pero su oscura e intensa mirada estaba fija en ella–. Creo que has infravalorado la gravedad de la situación.
–De las dos personas que estamos en este salón, soy yo la que ha criado a ese niño sola. No creo que sea posible infravalorar esa situación.
–Quiero decir que me has infravalorado.
Y Cecilia se dio cuenta de que estaba sentado así no porque quisiera fingir que estaba a gusto, sino para controlarse, para tener las manos quietas y no agarrar la lámpara o a ella. Sintió un escalofrío.
–Me has infravalorado, Cecilia.
En ese momento, ella pensó que no conocía a aquel hombre; que el Pascal que recordaba era cautivador, magnético y encantador; que, años antes, el poder que emanaba del Pascal sentado frente a ella esa noche no era más que una chispa. En cambio, el Pascal que tenía delante había creado un imperio. Lo poco que tenía lo había convertido en una fuerza con la que había que contar a escala global.
Ella había conocido en un hospital a un paciente agradecido que se sentía solo y que había pasado por la experiencia de haber estado a punto de morir y por el alivio de haber sobrevivido.
Y ese hombre estaba vivo en todos los sentidos.
Y se había convertido en rey.
Y volvía a hablar.
–Reconozco que me quedé en estado de shock –dijo en el mismo tono oscuro de antes, más aterrador que cualquier manifestación de ira o emoción–. Me he pasado los primeros días en una especie de trance intentando comprender la situación. Negándote a verme me has hecho un favor. Gracias.
–Protegía a mi hijo.
La boca de él se curvó en una cínica sonrisa.
–Llámalo como quieras. Cuando, por fin, vi al niño, que tanto se me parece, todo cristalizó –afirmó. Y se encogió de hombros.
Eso también la irritó.
–No sé qué quiere decir que todo cristalizó –dijo ella, consciente de que hablaba muy deprisa, muy nerviosa–. Pero sé que no voy a…
–Ya estoy harto de oír lo que vas o no vas a hacer, Cecilia. Ha llegado la hora de que te diga lo que voy a hacer yo.
–Pascal…
Ya era tarde.
La