Y cuando alzó la cabeza, ella se tambaleó, aturdida.
Eso también le supuso una victoria.
Dante salió corriendo delante de ellos hacia la puerta. Pascal tomó a Cecilia de la mano y fueron tras él, mientras se apoderaba de él un instinto primitivo: su hijo, su esposa.
Su familia, por fin.
–Quiero que te quede clara una cosa –dijo su flamante esposa cuando salieron. Hacía una mañana de diciembre fría pero soleada.
Cecilia no se estremeció. Lo miró mientras Dante corría alrededor del coche de Pascal, que los esperaba.
–Creo que nunca he tenido las cosas más claras, cara –afirmó él.
Ella lo miró a los ojos y le sostuvo la mirada mientras alzaba la barbilla.
–Me has obligado a hacer esto, y lo he hecho por Dante. Pero debes saber que da igual que me beses así. El matrimonio no se consumará.
Pascal rio.
Le acarició el rostro y le sonrió, porque sabía cómo conseguir lo que deseaba, y lo haría. Siempre lo hacía.
–Mi querida esposa –dijo saboreando las palabras, al igual que el temblor de ella.
Estaba seguro de que era la furia la que la hacía temblar. Y eso también le gustó.
–Me suplicarás.
Capítulo 8
ROMA era una ciudad chispeante y demasiado grande, Cecilia se había casado, cuando no pensaba hacerlo, y mucho menos con tanta prisa y bajo presión, y no había nada en la nueva vida que la esperaba que tuviera sentido.
Pascal los había llevado en coche desde las montañas. Solo se habían detenido a comer, a estirar las piernas y para que Dante se desfogara un poco corriendo.
Cecilia se había puesto ropa de viaje, después de la ceremonia, ropa que su esposo había elegido para ella. No quería llevar nada que él le hubiera regalado, pero tampoco que las monjas se dieran cuenta de lo problemático y estresante de su boda.
–No quiero que me vistas –le había dicho ella frunciendo el ceño ante las prendas que él le había entregado la noche anterior a la ceremonia: el vestido de novia y ropa para el viaje, acompañados de la orden de que dejara que hiciera el equipaje el personal que pensaba enviar a su casa después de que se hubieran ido. Sus empleados recogerían sus efectos personales y dejarían los muebles.
Eso también la había enfurecido. Todo la enfurecía.
–Como si fuera una muñeca –concluyó ella.
–Hasta ahora solo te he proporcionado la ropa que me gustaría que te pusieras. ¿También quieres que te vista? Porque eso es otra historia.
Ella no quería pensar en eso.
O, para ser más exactos, era en lo único que había pensado la larga noche anterior. No había dejado de dar vueltas en la cama y de mirar al techo. Se había levantado, se había puesto el vestido de novia y había ido a la iglesia.
Y ahora era la esposa de Pascal.
La verdad era que no quería pensar demasiado ni en la ceremonia nupcial ni en que había abandonado el único hogar que conocía por un futuro inquietante y desconocido.
Y, desde luego, no quería pensar en la provocación de él después de la ceremonia.
No iba a suplicarle nada, nunca.
Pero aunque lo pensaba en serio, una rápida mirada a su esposo y a su forma de conducir segura y relajada, la hizo estremecerse.
Se entretuvo con Dante, que estaba sobreexcitado y le costaba contenerse en el largo viaje. Hubo rabietas, lágrimas, demasiados dulces y no suficientes vídeos. Y cuando por fin llegaron a Roma, Pascal apretaba los labios y Cecilia estaba reventada.
Pero aún le quedaron fuerzas para, al bajar del coche en el garaje, decirle a Pascal en tono de superioridad:
–Recuerda que tú te lo has buscado.
Pascal la fulminó con la mirada, antes de tomar a Dante en brazos, porque por fin se había dormido, y subir por una escalera a lo que consideraba su hogar: tres plantas del edificio.
Cecilia se sentía abrumada.
Lo atribuyó al cansancio. La preció que era incapaz de entender todo aquel brillo, las vistas, el enorme vestíbulo, donde colgaba una araña de cristal del tamaño de su casa, y todo el mobiliario, que proclamaba a los cuatro vientos lo caro que era.
La cosa empeoró a la mañana siguiente.
Porque una cosa era ver a un hombre poderoso con ropa cara en una revista; al fin y al cabo, las revistas estaban llenos de ellos. Pero otra muy distinta era hallarse en medio de ese poder, en vez de limitarse a leer sobre él; verse envuelta y sentir que se ahogaba y que había hecho una tontería al ir allí.
Lo único en que pensaba al haber accedido era en estar cerca de su hijo. Y eso era lo único importante, se dijo esa mañana mientras deambulaba por aquel enorme y silencioso espacio, que era el lugar de residencia más grande en el que había estado.
Sin embargo, también debería haber pensado que era una mujer sencilla.
Su versión de una vida complicada se hallaba en los límites del pueblecito que era su único hogar conocido y de la buena o mala opinión de sus habitantes sobre ella. Y tanto cuando había vivido dentro de la abadía como cuando lo había hecho en su casita, la abadía, que era el centro del pueblo, también era todo su mundo.
«No tenías más remedio que venir», se dijo.
Pero eso no era un consuelo.
Se sentía mareada, sensación que no remitió con el paso de los días, mientras la oscuridad del año que terminaba solo se veía iluminada por los adornos navideños, dondequiera que mirara en aquella nueva ciudad.
Pascal había cumplido su palabra. Había contratado a un ejército de empleados para atender las necesidades de Dante. Y a Dante lo fascinaban sus nuevos entretenimientos, por lo que, aunque Cecilia habría querido reclamar la atención de su hijo, él no quería irse con ella cuando estaba jugando, haciendo trabajos manuales o practicando escalas en el piano que tenía en su habitación.
Quería seguir haciendo lo que hacía, acompañado de toda aquella gente que le resultaba más entretenida que su madre.
–No sé qué esperas que haga al haberme obligado a venir aquí –le dijo a Pascal, furiosa, una mañana, al cabo de pocos días de llegar–. No estoy acostumbrada a estar sin hacer nada.
Pascal se hallaba en el despacho leyendo la prensa mundial y tomándose un café.
Él le ha había dirigido una mirada burlona.
–Estás en Roma –dijo él, levemente asombrado de que fuera necesario recordárselo–. Si no puedes entretenerte aquí, no podrás hacerlo en ningún sitio.
Ella no halló una respuesta que darle que él no hubiera considerado un desafío, así que no dijo nada. Aceptó que, por primera vez desde que tenía memoria, se las tendría que arreglar sola.
Así que salió y se perdió por las viejas calles de la ciudad.
Y en medio de aquel esplendor caótico de tres mil años de historia, mientras se extraviaba en una calle para volver a hallar su camino en otra, se dio cuenta de que se había olvidado de que se acercaba la Navidad.
Era su época del año preferida.
Un día, a última hora de la tarde, estaba en el café de una concurrida piazza, tomando un café con leche. Era un día frío, húmedo y nublado. Había dejado a Dante a cargo de sus cuidadores, que, siendo sincera, le caían muy