Este cuerpo dio finalmente paso al «cuerpo moderno»: como lo expresó Lazenby Liberty, en Aglaia, una revista que propugnaba la reforma del vestido, un cuerpo «sano, inteligible y progresista»[31]. La forma femenina fue liberada, regulada y despojada de prendas. Cuando el estilo Belle époque fue derrocado y las mujeres ya habían sido liberadas del corsé por Poiret y otros, pronto se abrió paso la nueva apariencia que asociamos con Coco Chanel y Patou, una transformación completada a finales de la década de 1920. Se descartaron el ornamento y el artificio para producir una figura más natural y funcional, una imagen más «controlada» e «insinuada» de diferencia sexual y centro de la exhibición sexual y el deseo. Esto suponía adoptar diversas disciplinas nuevas, internas más que externas: ejercicio, deporte y dieta, en lugar de corsé y ballenas. En realidad, el cuerpo «moderno», aun siendo sano e higiénico, aun siendo «natural», simplemente trajo consigo nuevas formas de escultura corporal. El ejercicio y la manía por la delgadez sustituyeron a las apreturas como formas de artificio extremo.
Colette, en 1925, calificó la nueva imagen de «corta, plana, geométrica y cuadrangular […]: el perfil del paralelogramo». El mismo año, Patou situó sus diseños en un contexto explícitamente funcionalista: «Cada elemento contribuye a la formación de un todo muy homogéneo. No estamos realmente cómodos y no nos sentimos completamente satisfechos si no es en medio de la maquinaria moderna. Ésta ha sido perfeccionada hasta el punto de alcanzar una verdadera belleza, en la que se sostiene el estilo de la época». O, citando a la Bauhaus, «que nuestros muebles, nuestra ropa, la maquinaria que usamos, pertenezcan prácticamente a la misma familia»[32]. Patou usó motivos cubistas y, aunque nunca llegó tan lejos como los constructivistas rusos, el impulso es el mismo. Como podríamos esperar, junto con el culto al sol y a los deportes, al funcionamiento del cuerpo como una máquina eficiente y de suave manejo, encontramos el culto a la máquina en sí como objeto de belleza, además de su utilidad y adaptación a un fin, y, de hecho, debido a ellas[33].
Ángulos y líneas, como explicó Cocteau, permanecían ocultos bajo las amplias faldas del siglo XIX, hasta que un día «el arte negro, el deporte, Picasso y Chanel barrieron las nieblas de la muselina y animaron a la otrora triunfante parisina a volver al hogar o a vestir al ritmo del sexo más fuerte». Cocteau consideró que la década de 1920 era un periodo de masculinización después de la época «femenina» que lo precedía. Sería más preciso decir que la gran renuncia masculina se extendió del traje masculino al femenino, así como por todo el ámbito de las artes: arquitectura, pintura, diseño. La utilidad, la función, la buena forma física y la máquina sustituyeron al ornamento, al lujo y a la exhibición erótica.
5. «¡Quemadlo, digo, quemadlo todo!»
La estrategia de Cocteau para la época posterior a la Gran Guerra de 1914-1918 fue la de aunar la modernidad con el neoclasicismo. Las raíces de su política se encuentran en el periodo de la guerra, cuando Francia, tierra de Descartes y de la Ilustración, se atribuyó las virtudes de la razón clásica, frente a la oleada de supuesta sinrazón y Kultur irracionalista representada por Alemania. Además, en lugar de representar, simplemente, la civilización francesa y latina, la razón podía presentarse como el valor supremo de la propia Europa. Francia podía entonces situarse como el portaestandarte de Occidente, mortalmente amenazado desde el Este por la bárbara Alemania. De ahí se deducía que, bajo la tensión de la guerra, Francia debía abandonar su decadencia y su frivolidad, y volver a los valores masculinos y clásicos del orden, la disciplina y la razón. La razón se convirtió, de hecho, en la consigna de la reacción chauvinista, alimentada por la guerra, pero decidida a reducir los avances conseguidos por la vanguardia en los años de preguerra. Ya en noviembre de 1914, Cocteau pedía, prudentemente, acuerdo y comedimiento («el tacto de comprender en qué medida propasarse»)[34], y, gradualmente, surgió una táctica de reinterpretación del Cubismo, para considerarlo no un asalto iconoclasta contra valores antiguos, sino como una vuelta a la razón, la imposición de un nuevo orden geométrico, arraigado en el espíritu de la Grecia antigua.
En agosto de 1915, un año después de que empezara la guerra, la revista política y cultural La Renaissance publicó un ataque ad hominem contra Paul Poiret, basándose en la interpretación hecha por dicha revista de un dibujo aparecido en el periódico cómico alemán Simplicissimus, que presentaba a un ama de casa alemana cuyo marido militar le aseguraba que pronto le llevaría un vestido de Poiret. Ergo los vestidos de Poiret eran deseables para los alemanes; gustaban a las mujeres alemanas. «¿Qué piensa al respecto el señor Poiret? ¿Será que, a su pesar, tenía un gusto boche para que los alemanes lo reconocieran como uno de los suyos? Después de la guerra, los franceses tendrán que perdonar a Poiret; ciertamente, lo necesitará.» En octubre, la misma revista volvió al ataque, denunciando a la Maison Martine, el taller de diseño de Poiret, en particular, y pidiendo que sus detestables diseños, su «basura alemana», fueran arrojados al fuego: «¡Quemadlo, digo, quemadlo todo!». Los colores repelentes –«negros, verdes, rojos, amarillos»– fueron considerados objeto de insulto[35].
En esencia, como ha señalado Kenneth Silver, los ataques contra Poiret combinaban la acusación abierta de germanismo, de «gusto de Munich», con la encubierta, pero bien entendida, de orientalismo. Las dos iban, simplemente, unidas en la mente del público. Por ejemplo, un amigo escribió al pintor y diseñador art decó André Mare en 1917 que «Marruecos es hermoso a pesar de los orientalistas, hermoso en sí mismo, hermoso por los marroquíes, hermoso por la decoración marroquí. Soy consciente de que la gente consideraría estos interiores munichois en el sentido que tú sabes»[36]. El escritor de derechas Léon Daudet denunció, de manera similar, al orientalismo alemán, tachándolo de «vanguardismo chirriante» que producía «monstruos discordantes». Llegó a relacionarlo con «las aspiraciones del imperialismo alemán, con las miras puestas en Bagdad y en otras partes. El sello que se ponía en estas turqueries teatrales tenía un significado político». También Diáguilev fue emplumado con la misma brocha –después de todo, Scheherazade fue el principal ejemplo de lo oriental, lo exótico, lo fantástico– e incluso Matisse, de acuerdo con Silver, rebajó prudentemente el tono orientalista de su paleta y su diseño[37].
Poiret retiró una demanda contra sus difamadores, y el caso, finalmente, se solventó fuera de los tribunales. La carrera del diseñador, sin embargo, nunca se recuperó plenamente. Muchos artistas concienciados salieron en su defensa, atestiguando su patriotismo y la cualidad «parisina» de su fantasía. Jacques-Emile Blanche, amigo de Misia Sert, distinguió cuidadosamente en su defensa de Poiret entre lo «germánico» y lo «oriental», atribuyendo la «influencia beneficiosa» de Poiret y Diáguilev al «genio ruso» de los ballets. Rusia, por supuesto, era aliada de Francia. Pero conspicuamente ausente de las filas de los defensores incondicionales de Poiret estaba Jean Cocteau. Sus comentarios hacían meramente referencia a una «era de malentendidos» y concluían con «¡Desgraciadamente, no hay nada que hacer! Debemos esperar». Él también era vulnerable y pronto se vería gravemente afectado por el escándalo sobre Parade, el ballet que organizó con Picasso y Satie para Diáguilev, y que fue abucheado en el escenario con gritos de boche, munichois, etc., como un ejemplo de la mismísima decadencia que Cocteau intentaba evitar.
A pesar de que actuaba con lo que él consideraba grado imprescindible de tacto, Cocteau calculó muy mal. Su objetivo había sido reunir a Picasso y a la vanguardia cubista con Diáguilev y el Ballet Ruso en un intento de crear un frente unido, por el cual