En 1929, Diáguilev murió en Venecia y Poiret cerró su salón de moda. El mismo año, Elsa Schiaparelli expuso su primera gran colección y puso fin al ascendiente del que Chanel había disfrutado durante una década. Schiaparelli se había inspirado, primeramente, en Poiret y, en 1934, en el momento culminante de su éxito, fue descrita por Harper’s Bazaar como «la Paul Poiret femenina». Pero, aunque a veces mostraba una clara influencia orientalista, obtuvo su inspiración más intensa del Surrealismo. En la década de 1920, fue protegida de Gaby Picabia, a través de la cual conoció a Francis Picabia y Paul Poiret, pero,también, a Marcel Duchamp, Tristan Tzara y Man Ray, todos ellos ex dadaístas. Sus primeras relaciones con el Dadaísmo la prepararon, en la década de 1930, para el Surrealismo como movimiento tanto de pintores como de escritores. Estuvo especialmente influida por Salvador Dalí, que le pintó una langosta carmesí en un vestido de raso blanco e inspiró su famoso sombrero en forma de zapato. En 1936 diseñó un «vestido pupitre», con hileras de bolsillos bordados para hacerlos parecer cajones, y botones imitando tiradores, basado en dibujos de Dalí. Schiaparelli devolvió a la moda la fantasía y los colores ricos, resumidos por su característico «rosa impactante», que Dalí utilizó para la tapicería del sofá llamado «los labios de Mae West». Reintrodujo el atroz ornamento y una concentración de accesorios ocurrentes y desproporcionadamente llamativos, dando al traste con el comedimiento y el buen gusto. La simplicidad neoclásica y el funcionalismo elegante de Chanel fueron superados en novedad por el profuso y extravagante mundo onírico de Schiaparelli[39].
6. Lo crudo, lo cocinado y lo podrido
El Surrealismo fue el principal sucesor del orientalismo en su calidad de vehículo para rechazar la razón instrumental desde el interior de la vanguardia. De hecho, en sus primeros años, se produjo, dentro del propio movimiento surrealista, una fuerte corriente orientalista de transición. En La révolution surrealiste (1925), Antonin Artaud pidió ayuda a Oriente contra el binarismo de la «Europa lógica», y Robert Desnos pidió a los bárbaros del Este que se unieran a él en una revuelta contra el opresivo Occidente. En abril de 1925, Louis Aragon retomó, nuevamente, el Oriente en la conferencia pronunciada en Madrid en la Residencia de Estudiantes, titulada Surréalisme:
Mundo occidental, estás condenado a muerte. Somos los derrotistas de Europa […]. ¡Que Oriente, tu terror, responda por fin a nuestra voz! Despertaremos en todas partes las semillas de la confusión y de la incomodidad. Somos los agitadores de la mente. Todas las barricadas son válidas; todas las cadenas a tu felicidad, malditas. ¡Judíos, salid de vuestros guetos! ¡Haced que la gente padezca hambre para que por fin conozca el sabor del pan de la ira! ¡Levántate, India de los mil brazos, gran Brahma legendario! ¡Es tu turno, Egipto! ¡Y que los traficantes de drogas se lancen sobre las naciones aterrorizadas! ¡Que los blancos edificios de la distante América se desplomen sobre sus ridículas prohibiciones! ¡Levántate, oh mundo!
Después, en junio, el futuro antropólogo Michel Leiris provocó una revuelta al rugir desde una ventana a la calle: «¡Larga vida a Alemania! ¡Bravo, China! ¡Arriba el Rif!»[40].
No es sorprendente que se produjera una enérgica respuesta a estos excesos de orientalismo, no sólo desde la izquierda sino también desde la derecha. A comienzos de 1926, el escritor marxista Pierre Naville, con cuyo grupo, Clarté, habían establecido los surrealistas una alianza táctica, publicó una crítica al «uso abusivo del mito de Oriente», sosteniendo que los surrealistas debían escoger entre el interés anárquico e individualista por la «liberación de la mente» y la entrega colectiva a la lucha revolucionaria en «el mundo de los hechos» contra el poder del capital. No existía verdadera diferencia entre Oriente y Occidente, sostenía Naville: «Los salarios son una necesidad material a la que están atadas tres cuartas partes de la población mundial, independientemente de las preocupaciones filosóficas o morales de los denominados orientales u occidentales. Bajo el látigo del capital, ambos están explotados». En septiembre, Breton respondió con uno de sus más enérgicos tratados, Légitime défense.
Breton sostenía, como siempre, que era necesario luchar contra la opresión material y moral. No debía privilegiarse ninguna de ellas. Advertía contra la confianza en la tecnología occidental: «No es la “mecanización” la que podrá salvar a los pueblos occidentales; la consigna de la “electrificación” tal vez esté a la orden del día, pero no es ella la que los permitirá escapar de la enfermedad moral que los está matando». Para contrarrestar esta «enfermedad», era todavía bastante admisible usar ciertos «términos de choque», con valores negativos y positivos, tales como el grito de batalla de «Oriente», que «debe corresponder a una especial ansiedad de este periodo, a su más secreto anhelo, a un presentimiento inconsciente; no puede reaparecer con tanta insistencia sin razón alguna. En sí mismo, constituye un argumento tan bueno como otro, y los reaccionarios de hoy lo saben muy bien, y nunca pierden la oportunidad de polemizar con el tema de Oriente». Breton citaba, a continuación, una serie de ejemplos de la retórica antioriental del momento, que relacionaban el hechizo del Este, como hemos visto, con el «germanismo» y, más en general, con la monstruosidad, la locura y la histeria. «¿Por qué, en estas condiciones, no deberíamos seguir proclamando nuestra inspiración en Oriente, incluso en el “pseudo-Oriente” al que el Surrealismo no concede más de un momento de homenaje, como el ojo revolotea sobre la perla?»[41].
Al final, por supuesto, el momento pasó, y la idea de Oriente perdió su fuerza subversiva. A los surrealistas les había servido de metáfora de un lugar mayor y más extraño, arraigado en el concepto freudiano del inconsciente y en la posibilidad política de que existiera una alternativa al productivismo regido por la tecnología. El orientalismo tardío de Breton no denotaba el dominio de un Otro nato por medio de la razón instrumental (y mucho menos, del poder político), ni siquiera la proyección en el otro de una fantasía idealizada, reduciendo su objeto. Para Breton, el hecho de que los reaccionarios advirtieran continuamente contra el peligro de la influencia oriental, como advertían contra cualquier amenaza a la estabilidad de su propia cultura occidental, significaba, simplemente, que aquellos mismos que deseaban desestabilizar la cultura dominante podían y debían usar el mito de Oriente como cualquier otra fuerza potencialmente subversiva. Este concepto de Oriente era el grito de batalla de aquellos que querían crear una estética alternativa, que se mantenían apartados de la oposición binaria de la modernidad occidental y el cambio social frente al academicismo occidental y el ancien régime. Para Breton, era uno de varios términos similares, parte de un léxico subterráneo, como el de la novela gótica, la filosofía en la cama y el legado de la poesía simbolista, así como el arte de los autodidactas y los dementes.
Oriente pasó a primer plano precisamente porque era el negativo que amenazaba con sembrar dudas sobre el mito que el movimiento moderno estaba creando acerca de sus orígenes, más obviamente en la necesidad de suprimir el papel crucial desempeñado por el Ballet Ruso. Una y otra vez, los adjetivos usados para describir al Ballet Ruso son «bárbaro», «frenético», «voluptuoso». Lo que los críticos querían decir realmente era que el ballet erotizaba el cuerpo e inundaba el escenario de color y movimiento. De igual manera, llamaban bestias salvajes a los fauvistas y Poiret decía de sus propias innovaciones del color que eran «lobos arrojados en medio del rebaño de ovejas»: rojos, anaranjados,