En este escenario, Mijail Fokine ideó una coreografía que dependía de tres elementos innovadores. En primer lugar, era fundamental el bailarín masculino, Nijinski, a un tiempo atlético y «afeminado»; en palabras de Benois, «mitad gato, mitad serpiente, diabólicamente ágil, femenino y, sin embargo, completamente aterrador»[7]. En segundo lugar, la coreografía de las escenas en grupo, la orgía y el baño de sangre, incluía a toda la compañía en la acción de la danza, en vívidos movimientos geométricos, en lugar de utilizarla, simplemente, en segundo plano. El tercer elemento fue la reforma que Fokine hizo de la mímica, especialmente en la interpretación del papel de Zobeida por parte de Ida Rubinstein, en la que usaba gestos expresivos, no convencionales, y se mantenía completamente inmóvil, congelada, durante la masacre hasta su propio suicidio. (En esto, a Fokine le ayudó inmensamente la presencia, en el escenario, de Rubinstein, que encarnaba la visión decadente de la femme fatale.) Fokine, que se había sentido crecientemente atado en San Petersburgo, frustrado en sus intentos de reformar el Ballet Imperial (bajo la influencia, como Poiret, de Isadora Duncan), encontraría su oportunidad con Diáguilev.
Por último, la fascinación causada por Scheherazade derivaba del guión y de la escenografía. Desde tiempos de Montesquieu, en el siglo XVII, el mito del «despotismo oriental» había servido para proyectar los temores internos en la pantalla del Otro. Occidente se describía el Este en términos que, sencillamente, reflejaban sus propias ansiedades y pesadillas políticas: un absolutismo exagerado que prescindía del gobierno de la ley. Lo que Montesquieu temía era que el régimen de Luis XIV degenerara hacia los peligros gemelos de un monarca que gobernase sin control ni contrapeso, o hacia un monarca débil que permitiera que el poder se deslizase en manos de una corte corrupta. Más tarde, para Voltaire, crítico de Montesquieu y admirador de Luis XIV y del despotismo «ilustrado», fue el papado el que se tradujo en una fantasía del Este islámico atemorizador.
Después llegó Hegel, y le tocó a Robespierre y al Terror inspirar miedo: «En este caso el principio era la religion et la terreur, como en Robespierre la liberté et la terreur. El islam se había convertido ahora, mediante otra inversión, en la imagen refleja de la Ilustración francesa, «una idea abstracta que sostiene una postura negativa respecto al orden establecido de las cosas»[8]. Por último, en el siglo XX, se produjo otra oleada revolucionaria y Wittfogel escribió su polémica obra posmarxista, El despotismo oriental. Estudio comparativo del poder totalitario (1957), contra Stalin. También Hitler tuvo su momento. «Encarnada en la persona del líder (en Alemania se ha utilizado, a veces, el término propiamente religioso de profeta), la nación desempeña así la misma función que Alá, encarnado en la persona de Mahoma o el califa, desempeña para el islam.» Esto escribió George Bataille, en un ensayo de 1933 titulado «La estructura psicológica del fascismo»[9].
Como, de diferente modo, han demostrado Edward Said (en Orientalismo) y Perry Anderson (en El Estado absolutista), Oriente es el espacio de la fantasía científica y política, desplazado de la política corporal de Occidente, un campo libre para interpretaciones desvergonzadamente paranoicas, elaboraciones oníricas de una sucesión de traumas occidentales[10]. En el siglo XIX, Oriente se convirtió, cada vez más, en ámbito de proyección erótica y política. Ahora sobre la pantalla no se proyectaba puro temor, sino puro deseo. (Presumiblemente, esto se debió a la firme subyugación política del norte de África y Oriente Próximo durante este periodo, a partir de la campaña de Napoleón en Egipto.) En esta época comenzó a ejercer su peculiar influencia en la imaginación occidental Las mil y una noches, un relato laico y licencioso, prácticamente sin vestigios de moralismo (ni siquiera de islam), pero lleno de cuentos de sexualidad desviada, transgresora y extravagante.
Figuras clave de esta transición fueron Flaubert y Gérome, un escritor y un pintor, que ampliaron el anterior ejemplo de Byron y Delacroix. Linda Nochlin describe la atmósfera «insistente, cargada de sexualidad» que inunda las pinturas orientalistas, en su artículo «The Imaginary Orient»[11]. En él explica de qué maneras la fantasía erótica se combinó con la escenografía del despotismo para producir un teatro visual perverso y sádico, que puede sugerir «la conexión entre la posesión sexual y el asesinato como aserción del placer absoluto». Deberíamos recordar que Flaubert, después de poseer a la almea Kuchuk Janem, durante sus viajes por Egipto, se caracteriza a sí mismo como el déspota en un escenario oriental:
Me entregué a una intensa ensoñación, llena de reminiscencias. Sintiendo su estómago contra mis nalgas. Su pubis, más caliente que su estómago, me calentaba como hierro candente. Otra vez dormité con los dedos asiendo su collar, como para sujetarla en caso de que se despertara. Pensé en Judith y Holofernes durmiendo juntos[12].
2. Scheherazade
La escenografía de Scheherazade derivaba, directamente, de una visión erótica y sadomasoquista del Oriente imaginario. Pero el escenario era, a un tiempo, más complejo y vívido. Hasta dos años después, en 1912-1913, Freud no escribiría Tótem y tabú, versión definitiva de la fantasía del macho todopoderoso con control monopolístico sobre todas las mujeres. La fantasía de Freud, presentada como mito de los orígenes, se estructuraba en torno a los polos gemelos del terror (castración, ausencia de Ley, esclavitud) y deseo (gratificación inmediata contrastada con la completa frustración para los machos, total disponibilidad y subyugación para las hembras). En Scheherazade, el sah (el falo) se sitúa en el ápice. A un lado se encuentran los jenízaros (castradores) y al otro, los eunucos (castrados). En medio están las mujeres (que desean) y, finalmente, los esclavos (deseados pero a los que se les prohíbe reconocer el deseo, bajo amenaza de castración, porque el falo debe parecer monopolio del sah).
La fantasía dominante (tanto en Tótem y tabú como en Scheherazade) es la de una «familia» (ya se presente como unidad familiar, horda de parentesco o serrallo) ajena o anterior a la Ley edípica (el orden simbólico). Esta fantasía se proyecta después en el Estado, le grand sérail, combinando el mito del despotismo oriental con el de un patriarcado fundamental y libre de ataduras, combinando el monopolio político del poder con el sexual. La principal diferencia entre la fantasía de Freud y la de Diáguilev radica en la función asignada al deseo de las mujeres. En el ballet, es la mujer quien desea y el esclavo, el deseado. Esto sigue el curso de la introducción de Las mil y una noches, principal fuente del relato, y la imagen decadente de la femme fatale, las cuales resaltan el poder libidinoso de la mujer, una vez liberado su deseo. En Tótem y tabú a quien matan es al patriarca polígamo, instituyendo así la Ley, la organización social y la familia monógama, mientras que, en Scheherazade, son las mujeres y los esclavos, sujetos y objetos del deseo, los que mueren, con lo que se mantiene así el falo regio a costa de eliminar el deseo y reducir a la propia sociedad a una dialéctica completamente masculina de castradores y castrados.
Como ha mostrado Alain Grosrichard en su brillante estudio Estructura del harén, el concepto de despotismo se origina en la idea de confusión de la autoridad patriarcal doméstica con el poder político del Estado[13]. En un despotismo, los ciudadanos no tienen más derechos que las mujeres y los esclavos de una unidad familiar patriarcal. Así, la imagen del serrallo es crucial para la escenografía del Oriente, precisamente porque reúne Estado y unidad familiar. El patriarca y el sah se funden en uno: el déspota. (Dado que no hay ley y, por consiguiente, tampoco legitimidad, la estructura de la familia no da importancia a ninguno de los niños.) Al mismo tiempo, el déspota (macho) es singular y las mujeres (el harén, la multitud de esposas) son plurales[14].
Hay una fantasía extrañamente similar del macho como singular y la hembra como plural en