La modernidad percibía una teleología en la convergencia del Cubismo con las técnicas y los materiales industriales y en su evolución hacia el arte abstracto. La verdadera situación, como hemos visto, era mucho más compleja. En los años inmediatamente posteriores a 1910, Poiret, Bakst y Matisse fueron mucho más ampliamente conocidos que Picasso o los cubistas. Influyeron mucho más. Poiret fue el diseñador más famoso de su época, el líder indiscutible de la moda innovadora. El Ballet Ruso barría todo lo que se le ponía por delante en París y allí donde se presentaba. Matisse aumentó constantemente el escándalo de los fauvistas, consolidando su propia reputación con una serie de obras nuevas y asombrosas. Todos ellos representan un momento esencial en la aparición de la modernidad, del que éste renegaría posteriormente. Sólo ahora, quizá, cuando la modernidad se encuentra en decadencia, podemos captar nuevamente su importancia. Fueron fundamentales y con rostro de Jano, mirando hacia el siglo XIX en el que se formaron, y, al mismo tiempo, subvirtiendo y, finalmente, destruyendo los supuestos básicos de dicho siglo. Matisse tenía formación académica: fue alumno de Bougereau, dibujando a partir de moldes de escayola; después, se formó en la Académie Julien, copiando de modelos vivos; más tarde, con Gustave Moreau, copiando durante años en el Louvre: Rafael, Carracci, Poussin, Ruysdael, Chardin. Las raíces del Ballet Ruso estaban en la San Petersburgo imperial, donde el ballet era un arte oficial, directamente administrado por la corte y bajo el mecenazgo del zar. Poiret aprendió su arte en la Belle époque, y su clientela siempre procedió de la aristocracia y la alta sociedad. Poiret y Matisse fueron los últimos orientalistas (en el arte) y los primeros modernos. Rompieron con el arte oficial que los había formado, pero sin abrazar el funcionalismo o rechazar el cuerpo y lo decorativo.
Como ha sostenido Perry Anderson, la modernidad se erigió en «campo de fuerza cultural triangulado por tres coordenadas decisivas»: primero, el arte oficial de regímenes todavía enormemente influidos, y a menudo dominados, por las cortes dinásticas y las antiguas clases aristocráticas y terratenientes (incluso al oeste del Elba); segundo, el incipiente impacto de las nuevas tecnologías aportadas por la segunda revolución industrial, y tercero, la «esperanza o la aprensión» experimentadas ante la revolución social[28]. El esquema de Anderson se basa en La persistencia del antiguo régimen, de Arno Mayer, donde se presenta el mismo argumento de manera más implacable y con un enorme detalle documental. En efecto, Mayer afirma que la realización de la «revolución burguesa» se vio retrasada hasta después de la Segunda Guerra Mundial. La modernidad se desarrolló junto a esta transferencia de poder durante tanto tiempo pospuesta. Sus primeros pasos los dio en una época en la que las perspectivas distaban mucho de estar claras y las líneas de fisura se vieron a menudo tentadoramente desplazadas.
Parecía cierto que los anciens régimes debían ceder el paso, que su acción de retaguardia dinástica debía terminar, pero no estaba claro qué los iba a sustituir. Observando el futuro, Adolf Loos y Thorstein Veblen ofrecen un pronóstico ejemplar para la modernidad: la utilidad suplantará al ornamento, el técnico suplantará a la clase ociosa, la producción sustituirá al consumo. Decodificado, esto significaba la suplantación de la aristocracia por la burguesía, tanto en la cultura y la política como en la economía. Pero la participación exacta de la burguesía y la influencia cultural de las nuevas tecnologías seguían siendo una cuestión abierta. Durante el periodo inmediatamente anterior a la Primera Guerra Mundial, se produjo un vigoroso debate acerca de las probables consecuencias que tendría la nueva fase del capitalismo sobre la superestructura cultural y política, ejemplificada, más llamativamente, por las teorías opuestas planteadas por Max Weber y Werner Sombart[29].
Las opiniones de Weber son ahora bien conocidas. Sostuvo en La ética protestante y el espíritu del capitalismo que este espíritu derivaba del ascetismo de los puritanos: originalmente una llamada, después una compulsión. Este ascetismo «actuaba poderosamente contra el disfrute espontáneo de las posesiones; restringía el consumo, especialmente de objetos de lujo». El puritanismo repudiaba el lujo y el erotismo por considerarlos «tentaciones de la carne», estimaba la frugalidad y la disciplina de trabajo, fomentaba un punto de vista racionalista y utilitario. Se prefería una «simplicidad sobria» al «brillo y la ostentación». En último término, para Weber, el espíritu del capitalismo había derivado de un protestantismo ascético y evolucionado hasta alcanzar su modo actual de «utilitarismo puro».
La opinión de Sombart era diametralmente opuesta a la de Weber. En su «impreciso y extravagante» Lujo y capitalismo, publicado en 1913, criticó a Weber sin siquiera mencionarlo. Sostenía que el gasto y el lujo eran los verdaderos motivos del desarrollo capitalista. Los grandes centros del lujo eran la corte y la ciudad, que atraían a toda la economía hacia su órbita. Sobre todo, el lujo era un espacio de las mujeres. Para Sombart, el sexo era el motor del capitalismo, en la medida en que todo consumo placentero es una forma de erotismo. Sostenía que:
Todo lujo personal deriva de un placer puramente sensual. Todo lo que hechiza a la vista, al oído, al olfato, al paladar o al tacto, tiende a encontrar una expresión cada vez más perfecta en los objetos de uso diario. Y es precisamente el gasto en dichos objetos lo que constituye el lujo. En último término, es nuestra vida sexual la que radica en el fondo del deseo de refinar y multiplicar los medios para estimular nuestros sentidos, porque el placer sensual y el placer erótico son esencialmente lo mismo. Indudablemente, la principal causa de la aparición de cualquier tipo de lujo debe buscarse más a menudo en impulsos sexuales consciente o inconscientemente operativos. Por esta razón, encontramos que el lujo aumenta allí donde la riqueza empieza a acumularse y la sexualidad de una nación se expresa libremente. Por otra parte, allí donde se niega expresión al sexo, la riqueza empieza a ser acumulada en lugar de gastada.
Quizá en cierto aspecto Weber y Sombart tuvieran mucho en común. Ambos eran románticos anticapitalistas procedentes del mismo círculo intelectual de Heidelberg. Ambos consideraban el capitalismo como algo materialista, un desprendimiento del ideal masculino romántico. Weber achacaba esto a la mecanización, a lo puritano metamorfoseado en máquina, y Sombart, a la feminización, la gratificación sensual, que acaba conduciendo a la depravación y a la perversión. Pero las concepciones que ambos tenían del espíritu capitalista esencial eran completamente opuestas: el ascetismo masculino frente a la grande cocotte. Sombart describía a la amante de corte, la cortesana y la actriz como figuras clave en la evolución del lujo, que imponían el ritmo a otras mujeres, hasta que, al final, el lujo era domesticado en el hogar: «ricos vestidos, casas cómodas, joyas preciosas». De nuevo, encontramos el contraste entre un modelo de producción y un modelo de consumo del capitalismo proyectado en la distinción de género entre lo masculino y lo femenino. Cada uno de ellos refleja una teoría distinta de la dinámica económica que subyacía a la modernidad, y estas dos teorías corresponden a los dos modelos estéticos rivales que hemos analizado.
Sombart criticaba y elogiaba a Veblen. «Para que el lujo se convierta en lujo personal y materialista, debe basarse en una sensualidad despierta y, sobre todo, en un modo de vida decisivamente influido por el erotismo.» Veblen negaba la participación del hedonismo y que la demanda contribuyese al crecimiento económico. Pero Sombart, como Veblen, resalta la importancia de la moda como fenómeno social. Aunque no hace una referencia directa a la gran renuncia masculina, podemos imaginar que la habría considerado parte de la «contratendencia» de «la respetabilidad de clase media» derivada de los sermones de los puritanos, cuya influencia ascendente él sentía, pero a la cual tachaba de diversión temporal. Quizá, pero todavía no había alcanzado su cenit.
El cuerpo femenino de 1900 estaba cubierto y rellenado. Como dijo Veblen, se había convertido en fetiche, en objeto de exhibición para el macho: el «principal ornamento» de éste, como decía Veblen. El cuerpo femenino era el objeto de la «parada» masculina, en el lenguaje de la exhibición sexual empleado por Lacan, más que sujeto de mascarada femenina. Flügel explicó esto como formación reactiva contra la represión del exhibicionismo que supuso la gran renuncia masculina. El exhibicionismo masculino fue desplazado y proyectado en el cuerpo de la mujer, en algo que Flügel consideraba una especie de travestismo por poderes. (Las otras formaciones reactivas presentes,