El Ballet Ruso fue, a un tiempo, «ultranatural» (salvaje, indómito, apasionado, caótico, animal) y «ultraartificial» (fantástico, andrógino, enjoyado, decorativo, decadente). Fue calificado de bárbaro y de civilizado, de salvaje y de refinado, de inconexo y de disciplinado. Así, Vogue, en 1913, publicó lo siguiente:
La barbarie de estos bailarines rusos es joven, con la juventud del mundo […], pero la técnica de su arte es adiestrada y civilizada. Aquí, como en el caso de la música rusa, observamos el enorme y desaforado impulso refrenado y enjaezado por un sentido de la ley. El mensaje de este arte puede ser semiasiático; el método es más semieuropeo. El material puede ser bárbaro; la destreza, de ser algo, es supercivilizada[42].
Para el ancien régime, el espectáculo era demasiado desordenado, demasiado desaforado, demasiado sensual, liberaba demasiados anhelos ocultos dentro del fetiche. Era demasiado natural, en el sentido de «pasiones animales», o de impulsos libidinosos manifiestos. Para la modernidad, por otra parte, era demasiado artificial, demasiado decorativo, demasiado afectado (es decir, demasiado textualizado), demasiado extravagante[43].
Extravagancia, derroche, exceso: éste es el ámbito erótico-político del que se apropió Georges Bataille[44]. Bataille sostenía que toda «economía restringida» basada en la producción, la utilidad y el intercambio es ensombrecida por una «economía general», en la que el exceso o superávit se gasta o despilfarra libremente, sin esperanza de beneficio. Éste es el ámbito de lo sagrado y lo erótico, en cuya economía «el sacrificio humano, la construcción de un templo o el regalo de una joya no tienen menos importancia que la venta de grano». Bataille se basó en la costumbre del potlatch mantenida por los nativos de la costa noroccidental estadounidense, el gasto voluntario del excedente por parte de un jefe, en lugar de su uso para el intercambio o la inversión productiva, para crear un modelo de «economía general» que pudiera contrastarse con la «economía restringida» del capitalismo contemporáneo.
«El odio al gasto es la raison d’être y la justificación de la burguesía; es, al mismo tiempo, el principio de su horrible hipocresía.» Así, Bataille le daba la vuelta a Veblen. Como señala Allan Stoekl, «para Bataille, el “consumo conspicuo” no es un remanente pernicioso del feudalismo que deba ser sustituido por la utilidad total». Por el contrario, es una perversión del impulso de gastar, de derrochar y, en último término, de destruir[45]. Lo que Bataille celebraba es esta negatividad transgresora, no la negatividad dialéctica de Hegel y Marx. La revolución, para Bataille, era una forma de gasto desde abajo, liberar a las masas de las restricciones impuestas por la economía de intercambio, en una orgía de dépense.
Bataille proyectó una apasionada economía política sobre la teoría del erotismo anal. La mierda es la forma física del gasto y de la pérdida. El placer que produce la prodigalidad deriva del «placer de evacuar», por usar la expresión de Borneman, un placer que debe ser reprimido si se quiere inscribir en la psique los rasgos obsesivos necesarios para fomentar la frugalidad, la disciplina de trabajo y la acumulación[46]. El burgués ascético de Weber es un personaje de ese tipo, ahorrador más que despilfarrador, regular más que irregular, higiénico y preciso en lugar de delincuente y profuso. Desde este punto de vista, la renuncia al ornamento no sólo constituye una negación del exhibicionismo, sino, también, un rasgo de erotismo anal, una limpieza ordenada de lo superfluo y una aversión mezquina hacia lo excesivo y lo innecesario. Para Bataille, por el contrario, el derroche es un placer, una huida de la disciplina y la regulación propias de la economía del intercambio. Defiende las joyas: «Las joyas, como el excremento, son la materia maldita que fluye de una herida». Las joyas son, a un tiempo, materia baja, siempre preferible a los ideales elevados, y derroche brillante.
Bataille combinó la nostalgia por los excesos y la fastuosidad medievales con el optimismo acerca de la multitud revolucionaria[47]. Como señala Michèle Richman en su libro Reading Georges Bataille, «en nuestra propia cultura, la adolescencia manifiesta una dépense susceptible de interpretación psicoanalítica. Su prodigalidad “juvenil”, sin embargo, apenas intuye las consecuencias del éxtasis de dar en “un cierto estado orgiástico”»[48]. Pero, a través de Georges Bataille, quizá podamos percibir una relación entre el Ballet Ruso y el movimiento punk, entre el exceso radical de los últimos años del ancien régime y el de la cultura callejera posmoderna, con su propia escenografía de sumisión, exhibición osada y redistribución decorativa de la desnudez corporal.
De hecho, cuando el Ballet Ruso llegó a Londres, inmediatamente antes de la Primera Guerra Mundial, los alumnos de la escuela Slade que formaron el «grupo marcial» que sobresaltó Londres con un «sabbath de brujas del Fauvismo», los «terrores del Soho», eran entusiastas de Bakst y Fokine, al menos de acuerdo con Ezra Pound, quién escribió en su poema «Les Millwin» que
La turbulenta e indisciplinada hueste de estudiantes de arte –
la rigurosa diputación de «Slade» –
estaba ante ellos.
Con los brazos exaltados, con los antebrazos
cruzados en grandes X futuristas, los estudiantes de arte
se regocijaban, contemplaban los esplendores de Cleopatra[49].
La extravagancia del Ballet Ruso fue también, por supuesto, una premonición del camp. (No olvidemos que Erté trabajó como ayudante de Poiret en 1912-1914, y fue responsable de buena parte del «estilo minarete», incluido, por ejemplo, uno de los diseños de más éxito de Poiret, «Sorbete». Vio muchos de los ballets de Diáguilev, incluida la Scheherazade de París, y le fascinaba Rubinstein.)[50] En la década de 1960 se produjo la segunda revuelta contra la gran renuncia masculina, esta vez en el crepúsculo, no en la aurora, de la modernidad. Se recuperó, nuevamente, la moda oriental, con muchas de las mismas ambigüedades. Warhol parecía un Diáguilev de bajo cuño; Jagger desempeñaba, más o menos, el papel de Nijinski pastiche. En un nuevo despliegue de consumismo hedonista, mientras las antiguas industrias fabriles decaían, aparecieron, una vez más, la fascinación por la androginia, la vuelta de lo decorativo y lo ornamental, y la insistencia en el deseo femenino, celebrado o problematizado.
No deseo ni convertirme en un nuevo Veblen desencantado (como el primer Baudrillard, con sus interminables, amargas pero cómplices denuncias contra el fetichismo de la mercancía y contra el espectáculo)[51], ni adoptar la actitud de un iluso partidario de la posmodernidad, siguiendo los gestos surrealistas y disidentes de Bataille. La recuperación de lo decorativo y lo extravagante es sintomática del declive de la modernidad, pero no una alternativa ejemplar ni un antídoto. Fue la sombra sintomática de la modernidad desde el principio. El problema al final, sin embargo, es cómo encontrar modos de desenmarañar y desglosar la cascada de antinomias que constituyeron la identidad de la modernidad y cuyos hilos he ido siguiendo: funcional/decorativo, útil/derrochador, natural/artificial, máquina/cuerpo, masculino/femenino, Occidente/Oriente. Pero el desglose siempre tiene que empezar desde el lado de lo negativo, el Otro, lo suplementario: lo decorativo, lo derrochador, lo hedonista…, lo femenino, Oriente. (Se podría decir, desde la proyección más que desde la negación del deseo.) La