Durante la revolución de 1905, una exhaustiva muestra de retratos históricos rusos, organizada por Diáguilev, se presentaba en el Palace Tauride. Se exponían más de 3.000 retratos, dominados por los de los zares y la gran aristocracia. Se organizó un banquete en honor de Diáguilev, y él aprovechó la oportunidad para dar el siguiente discurso: «No cabe duda de que todo tributo es un resumen y todo resumen es un final […]. Pienso que coincidirán ustedes conmigo en que las ideas de resumen y final se vienen cada vez más a la mente en estos días». Diáguilev describió la era del absolutismo que estaba acabando en términos de lamento estético, de nostalgia por su brillantez teatral, por un encantamiento como el de las leyendas orientales, ahora reducido a cuentos de viejas en los que «ya no podíamos creer». «Aquí se revela el final de un periodo, en esos palacios melancólicos y oscuros, aterradores en su difunto esplendor, y habitados hoy por personas encantadoras y mediocres, incapaces ya de soportar el esfuerzo de antiguos desfiles. Aquí están terminando su vida no sólo las personas, sino también las páginas de la historia.» Y concluyó como sigue:
Somos testigos del mayor momento de síntesis de la historia, en nombre de una cultura nueva y desconocida, que nosotros crearemos, y que también nos barrerá. Por eso, sin temor ni recelo, brindo por las paredes ruinosas de los hermosos palacios, así como por los preceptos de la nueva estética. El único deseo que yo, como sensualista incorregible, puedo expresar, es que la próxima lucha no dañe los placeres de la vida, y que la muerte sea tan hermosa e iluminadora como la resurrección[18].
Así, con un desdén típico de un dandi, un fervor decadente y un hedonismo convencido, Diáguilev resumió su postura ante la crisis revolucionaria que afectaría a Rusia. La política del Decadentismo, como las de la modernidad en general, fue a menudo ambivalente y se mantuvo indecisa entre derecha e izquierda. Diáguilev, al considerase situado en un momento decisivo de la historia, pudo mirar hacia ambos sentidos y acomodarse a ambas tendencias.
3. «Mi revelación llegó de Oriente»
La verdadera importancia política del Decadentismo radica, por supuesto, en su política sexual, en el rechazo de lo «natural», en la retextualización del cuerpo en términos que anteriormente se habían considerado perversos. Avanza paralelamente a la obra de Freud, cuyo discurso era científico, no artístico[19]. A este respecto, el Ballet Ruso va mucho más allá que Matisse, a pesar de que podemos encontrar puntos de comparación en el orientalismo de ambos. No cabe duda de que Matisse estuvo influido por el Decadentismo (después de todo, fue alumno de Gustave Moreau), pero, aunque se apartó de la pintura descriptiva y empleó un vocabulario personal de signos pictóricos, cuidó de conservar un respeto tradicional por la belleza, la armonía y la composición. En su entusiasmo por el color audaz es donde más se acercó a Bakst.
Los sentimientos de Matisse respecto a Scheherazade eran encontrados.
El Ballet Ruso, especialmente la Scheherazade de Bakst, bullía de color. Profusión sin moderación. Se podía decir que los había arrojado por tubos […]. No es la cantidad lo que cuenta, sino la elección y la organización. La única ventaja que se sacó de él fue que, a partir de entonces, el color tuvo libertad universal, hasta en las tiendas.
Para Matisse, que también decía «mi revelación vino de Oriente», Bakst era, al mismo tiempo, un ultra y un vulgarizador. Las lecciones que Matisse aprendió de Oriente fueron el uso de las áreas planas de tonos brillantes y saturados para producir formas de un patrón decorativo y una organización espacial con pocos precedentes en Occidente, y el uso de una línea arabesca ornamental en el dibujo. Esto supuso una inversión de la relación tradicional de prioridad entre el color y el diseño, de forma que Matisse podía decir que el dibujo era «pintura realizada con medios reducidos» (Matisse creía firmemente que «el negro es un color»)[20].
Su primer encuentro significativo con el arte oriental fue en una exposición presentada en el Pavillon de Marsan en París en 1906, pero el punto de inflexión se produjo con su visita a Munich para ver la gran exposición de arte islámico organizada allí en 1910, un viaje que también realizó Roger Fry. Matisse visitó Marruecos en 1906, pero, después de la exposición de Munich, viajó al sur año tras año, primero, a Andalucía y, después, dos veces más a Marruecos.
Encontré los paisajes de Marruecos tal como se describían en los cuadros de Delacroix y en las novelas de Pierre Loti. Una mañana en Tánger, yo cabalgaba por un prado; las flores llegaban al morro del caballo. Me pregunté dónde había experimentado ya una sensación similar: fue leyendo una de las descripciones de Pierre Loti en su libro Au Maroc.
Era un contacto con la naturaleza a un tiempo déjà vu y déjà lu.
Estos cruciales años orientalizadores fijaron a Matisse como artista. En 1950, todavía produjo un recortable titulado Las mil y una noches, con palabras de Scheherazade, «en este punto vi aproximarse la mañana y me quedé discretamente en silencio». Entretanto, por supuesto, realizó una interminable serie de odaliscas. Tras las grandes primeras obras –El desnudo azul (memorias de Biskra), El estudio rojo, Los marroquíes– poco más le quedaba por hacer que aprovechar las lecciones aprendidas. En contraste con orientalistas del siglo XIX como Tissot o Gérome, pintaba significados orientales con significantes orientales, en un estilo adaptado del arte islámico contemplado a través de ojos occidentales; esto lo llevó más allá de Gauguin o Cézanne. Matisse desconfiaba del exceso, de la prodigalidad, de la «profusión sin moderación» de Bakst y el Ballet Ruso. Quería reducir la figura del caprichoso y fanático sultán (que Poiret y Diáguilev interpretaban en su vida privada además de en su escenografía de Oriente) a la del patriarca burgués en su sillón. La importancia de Matisse radica en la manera en que encontró en la pintura de caballete una expresión del mismo entusiasmo y la misma conmoción que galvanizaron las artes decorativas.
En 1927, la revista The New Yorker ofreció un perfil de Paul Poiret, convertido, entonces, en figura legendaria, observando una carrera que se aproximaba a su fin:
Poiret ha sido uno de los europeos continentales que han ayudado a cambiar la retina moderna. Trabajando más cerca del crisol que Bakst o Matisse, los otros dos grandes coloristas, reintrodujo todo el espectro en la vida del siglo XX […]. Más que Bakst o Matisse, limitados al lienzo y al bastidor, Poiret, en cuanto decorador y costurero dominante, ha conseguido que sus ideas se perciban popularmente.
Los tres –Paul Poiret, Leon Bakst y Henri Matisse– tenían más en común, y cosas más significativas, que el color, por muy importante que éste fuera. En los fundamentales años inmediatamente anteriores a la Primera Guerra Mundial, cada uno de ellos creó una escenografía de Oriente que le permitió redefinir la imagen del cuerpo, especialmente, aunque no de manera exclusiva, el cuerpo femenino.
Los tres eran artistas decorativos. «La decoración –dijo Clement Greenberg– es el espectro que persigue a la pintura contemporánea»[21]. La primera oleada de modernidad histórica desarrolló la estética del ingeniero, obsesionada por la forma de las máquinas y dirigida contra el atractivo de lo ornamental y lo superfluo. Usando los términos de Veblen, el arte de la clase ociosa, dedicada a un conspicuo derroche y a exhibirse, dio paso al arte del ingeniero: preciso, concienzudo y orientado a la producción. Esta tendencia, que creció junto a una interpretación del Cubismo, culminó en una oleada que barrió toda Europa: el Constructivismo soviético, la Bauhaus, De Stijl, el Purismo, el Esprit Nouveau. Todas ellas eran variantes de un funcionalismo subyacente que consideraba la forma artística como algo análogo (incluso idéntico) a la forma de la máquina, gobernado por la misma racionalidad funcional.
«La evolución de la cultura es sinónimo de eliminación del ornamento en los objetos utilitarios.» El grito de batalla de Adolf Loos, oído por primera vez en Viena