Hay muchas formas de interpretar Scheherazade alegóricamente. En un nivel, es un drama contemporáneo: el esposo ausente en el trabajo, el deseo de la esposa, el criado erotizado (una premonición de El amante de lady Chatterley). En otro nivel, se podría interpretar como un festival orgiástico de los oprimidos, las mujeres y los esclavos, seguido de una sangrienta contrarrevolución. En esta lectura, recuerda a 1905 y anticipa en la fantasía a 1917. En el tercer nivel, se podría contemplar en función del propio Ballet Ruso, recordando la función tradicional del Ballet Imperial de San Petersburgo prácticamente como un harén para el zar y su familia, así como la propia relación de Diáguilev con Nijinsky, como mecenas y amante. Como su amigo y asesor musical Nouvel le preguntó: «¿Por qué siempre le haces interpretar a un esclavo? Espero que lo emancipes algún día». Todos estos niveles están presentes en una compleja imbricación de lo sexual y lo político, reflejando la crisis del Estado y la de la familia (la amenaza que suponen el deseo femenino y la homosexualidad).
Toda la acción de Scheherazade giraba en torno al papel decisivo de Zobeida, la reina. Ida Rubinstein no era una bailarina profesional, sino una rica heredera decidida a usar su inmensa fortuna personal para convertirse en estrella por derecho propio. Dejó la compañía de Diáguilev después del éxito de Scheherazade, para financiar y protagonizar una serie de «dramas mímicos» en los que interpretó a san Sebastián, Salomé y La Pisanelle (asfixiada por las flores). Sus nuevos asociados fueron los sumos sacerdotes del Decadentismo, de Montesquieu y d’Annunzio. También fue amiga íntima de Romaine Brooks y figura dominante en el medio lésbico que abarcaba desde Brooks y Natalie Barney (amante de la esposa del Dr. Mardrus, Lucie Delarue) hasta Gertrude Stein, homólogo femenino del mundo homosexual masculino que Diáguilev dominaba.
Rubinstein había comenzado su carrera en San Petersburgo, donde fue, primero, presentada a Fokine (por Bakst) porque quería que éste le diera clases de baile para poder interpretar el papel de Salomé en la versión que ella misma produjo de la obra de Oscar Wilde. Ansiaba especialmente, recordaba Fokine, aparecer en la Danza de los Siete Velos. Fokine «sentía que podría hacer algo inusual con ella, al estilo de Botticelli», es decir, tanto el Botticelli gracioso que influyó en Isadora Duncan como el Botticcelli «satánico, irresistible, aterrador» del fin de siècle que inspiró el Hermaphroditus de Beardsley[15]. Al final, la producción se prohibió debido a los rumores de que Rubinstein aparecería desnuda después de retirar el último velo, «una situación inusual para una joven perteneciente a una familia convencional y acomodada», como señaló Benois.
Al año siguiente, 1909, Bakst y Fokine convencieron a Diáguilev, tras cierta oposición, de que se arriesgara a contratar a Rubinstein para que representara el papel protagonista de Cleopatra (basada en Las noches egipcias de Pushkin) en la primera temporada del productor en París. Después, transpusieron la Danza de los Siete Velos al nuevo ballet, convirtiendo en 12 el número de velos. Rubinstein era transportada a hombros de seis esclavos, en un sarcófago que, cuando se abría, la mostraba vendada de pies a cabeza como una momia. Cocteau describió la escena: «Cada uno de los velos se desenvolvía de una manera propia; uno exigía innumerables toques sutiles; otro, la deliberación necesaria para pelar una nuez; el tercero, el etéreo deshoje de los pétalos de una rosa, y el undécimo, el más difícil, salía de una pieza, como la corteza de un eucalipto». Rubinstein se quitaba el último velo y se mantenía «inclinada hacia delante con un movimiento parecido al de las alas del ibis»[16]. Cecil Beaton describió su memorable aparición:
Mujer increíblemente alta y delgada, el proverbial «saco de huesos», la esbelta estatura de Ida Rubinstein le permitía llevar los trajes más extravagantemente llamativos, a menudo con faldas de tres capas que partirían en dos cualquier otra figura. En la vida privada era tan espectacular como en el escenario, y conseguía parar el tráfico en Piccadilly o en la Place Vendôme cuando aparecía como una amazona, calzada con zapatos largos y puntiagudos, cola y plumas muy altas en la cabeza, que no hacían sino aumentar su ya gigantesca figura[17].
La vestían Bakst y Poiret (la falda de tres capas, un tocado en forma de lira). Rubinstein se convirtió de por sí en objeto de fascinación, una trampa para la mirada, tanto fuera como dentro del escenario. Con ojos redondos y alcohólicos, y el pelo «como un nido de serpientes negras», a Beaton le recordaba a la Medusa. Fokine comentaba la importancia de la «falta de masculinidad» de Nijinksy para el éxito de Scheherazade, en contraste con la «majestad» y las «líneas hermosamente alargadas» de Rubinstein. «Junto a la altísima Rubinstein, sentía que él habría parecido ridículo si hubiera actuado de manera masculina.» Esta inversión sexual fue crucial para el efecto abrumador del ballet. Al mismo tiempo, Fokine sintió que la escena más dramática era la de la «completa quietud» de Zobeida durante la masacre. «Espera majestuosamente su destino; en una pose inmóvil.» Aquí, «majestuosamente» califica a la misma «frialdad superior ante la provocación sensual extrema» que Sardanápalo muestra en el gran cuadro de Delacroix que Fokine tanto admiraba. A un tiempo petrificadora y petrificada, castradora y castrada, Rubinstein encarnaba a la mujer fálica del Decadentismo, rodeada de energía, color y «barbarie».
Los orígenes del Ballet Ruso eran tanto la cultura rusa (la tradición orientalista nativa de Pushkin y Rimski-Korsakov) como la francesa, especialmente, el Simbolismo francés. Ya en San Petersburgo, quienes pertenecían al grupo de El mundo del arte que rodeaba a Diáguilev leían la Revue Blanche, empapándose de Baudelaire, Huysmans y Verlaine. (Eran placeres prohibidos: tanto Las flores del mal como Al revés estaban prohibidos en Rusia.) El San Petersburgo «civilizado» y «occidental» era el centro de la importación clandestina de la cultura francesa más actual. Benois siempre contrastó San Petersburgo con Moscú, la odiada rival «oriental», que representaba a «los elementos oscuros» frente a la ilustración y el cosmopolitismo de la primera. «Por naturaleza, todos pertenecíamos a Europa, no a Rusia.» Pero, por una extraña reversión, la tendencia cambió y, en forma de Ballet Ruso, París (capital cultural de Europa, «Occidente») empezó a importar Rusia y el «Este», en una inundación de orientalismo exagerado.
El Este conquistado. Beaton describió cómo «el mundo de la moda, que había estado dominado por corsés, encajes, plumas y tonos pastel, pronto se encontró en una ciudad que, de la noche a la mañana, se había convertido en un serrallo de colores vivos, faldas de harén, cuentas, flecos y voluptuosidad». Benois, como podríamos esperar, reaccionó a este triunfo con sentimientos encontrados:
El lector sabe que soy occidental […]. Pero, ahogando en mi corazón el resentimiento por la próxima victoria de los «bárbaros», sentí, desde nuestros primeros días de trabajo en París, que los salvajes rusos, los escitas, habían traído a la «capital mundial», para que lo juzgase, el mejor arte que existía en el mundo.
Por supuesto, los «bárbaros», los «escitas», eran presagios de los revolucionarios que se habían levantado en 1905 y que, finalmente, triunfarían en octubre de 1917, menos de una década más tarde.
Diáguilev consiguió llevar a los parisinos una versión del propio pasado absolutista de Francia, combinada con los recuerdos de las propias revoluciones francesas. Llegó a Francia atravesando un bucle en el tiempo, de un país en el que el absolutismo seguía siendo el presente y en el que el futuro próximo de los escitas podía anticiparse en términos reales. No se trataba, meramente, de una escenografía de temor y deseo, sino también de nostalgia política desplazada y de presentimiento político, desplazado no sólo de Francia a Rusia, el «preoriente», sino, también, al propio «Oriente», un Este doblemente fantasmagórico. La propia política de Diáguilev