Pero Robin también identifica los mecanismos de funcionamiento del miedo. En una primera dirección, nos dice, “los líderes o los militantes definen cuál es, o debe ser, el objetivo público principal de dicho miedo, y de esta forma casi siempre aprovechan alguna amenaza real […]”.46 Uribe Vélez definió, como amenaza principal de la seguridad del Estado y de los ciudadanos, y como enemigo público principal, a las FARC, no obstante existir en el escenario público del momento otras amenazas y fuentes de incertidumbre, como los grupos paramilitares, los grupos de narcotraficantes y bandas organizadas de distinto tipo.
Uribe Vélez logró capitalizar a su favor el fracaso del proceso de paz del Gobierno anterior y el rechazo de los colombianos a la violencia guerrillera. Agitando el miedo a las FARC y a la amenaza que dicho grupo representaba, consiguió cambiar la representación que los colombianos tenían respecto al conflicto armado y profundizar, para su beneficio político, la polarización social existente.
Además, Uribe consiguió tornar en su provecho el descrédito de los partidos tradicionales (liberal y conservador) y presentarse como independiente. Supo combinar hábilmente la crítica a la politiquería, con los métodos de la vieja política,47 es decir, la negociación al “menudeo” (para decirlo en términos de Malcolm Deas) con los caciques en las provincias y con los dirigentes de los partidos tradicionales para conseguir su apoyo. Si, como sostiene Francisco Gutiérrez, desde el año 1958 hasta el año 2002 el país fue “típicamente centrista” en términos de las preferencias electorales, a partir del año 2002 estas preferencias se desplazan a la derecha. Para el politólogo, Uribe supo aprovechar este cambio debido a su astucia política, pero también a su habilidad para encarar con responsabilidad “problemas reales” que los demás habían despreciado.48
Las prioridades de Estados Unidos en su lucha contra el terrorismo también favorecieron el ascenso de Uribe. Fue importante la confluencia de distintos sectores en torno al tema de seguridad. Estos sectores se mostraban menos inquietos frente a la infiltración ilegal en política, en relación con la lucha contra el terrorismo guerrillero.49
Por último, para Gutiérrez, Uribe estaba en capacidad de gobernar sin el apoyo de ningún partido, sin asumir las consecuencias por las acciones de sus copartidarios en el terreno.50 Sin embargo, esta afirmación debe ser matizada. La investigación explora otras pistas, pues si bien Uribe, a pesar de su enorme popularidad, pretendió situarse por encima de unos partidos tradicionales desprestigiados y desconocer el Congreso (una de las instituciones colombianas más desacreditadas si nos atenemos a las encuestas de opinión),51 como espacio de intermediación política y de gestión de políticas, tuvo que construirse su propio “partido”, el Partido de la U, sobre la base de propiciar la división de los partidos tradicionales y negociar el apoyo del Congreso a sus políticas, es decir, tuvo que tomar poder de las fuentes generadoras de poder, pero a condición de pagar el precio de su apoyo.
El estudio de las representaciones colectivas en torno al poder y a la legitimidad en este período de la historia colombiana nos permitió entablar un diálogo con la región suramericana, acerca de la vigencia del modelo liberal democrático, por cuanto el “príncipe” pareciera encarnarse en líderes carismáticos que establecen una relación directa con el pueblo, menosprecian los partidos, las organizaciones sociales y demás formas de intermediación propias de la democracia liberal. Estos “líderes plebiscitarios”, para decirlo también en términos de Max Weber, logran unificar y movilizar a las masas en las democracias de nuestro tiempo, a costa del retroceso de las instituciones clásicas de la democracia representativa, como la separación de poderes, el sistema de pesos y contrapesos, que garantiza el equilibrio y la cooperación entre los distintos poderes, y el acatamiento del régimen jurídico, con miras a imponer el libre arbitrio del caudillo. A este nuevo tipo de democracias, que ha venido configurándose sobre todo en los países del cono sur tras el fin de las dictaduras (pero que no se circunscribe sólo a estos), lo denomina Guillermo O’Donnell democracia delegativa (DD). Los rasgos que O’Donnell atribuye a ésta y a los líderes del Ejecutivo guardan, sin duda, fuertes “parecidos de familia” con el caso y el período estudiado,52 como se verá más adelante en el capítulo 5.
Dos hipótesis orientaron la investigación que este libro resume: la primera sostiene que la circulación reiterada de unas ideas simples, fáciles de aprehender por el público, en un contexto social y político que se percibió como de caos e inseguridad, permitió crear la imagen de un presidente casi “heroico”, que se hacía representar como irremplazable, y la de una sociedad que había superado en el imaginario, gracias a él, sus mayores problemas de seguridad, y requería de la continuidad del mandatario para no retroceder a la situación anterior, de fortalecimiento de las guerrillas y debilidad del Estado. La segunda hipótesis afirma que la lucha por imponer determinadas representaciones sociales sobre el orden, la seguridad y el enemigo, condujo a polarizar la política, a fortalecer el poder presidencial, a desequilibrar la estructura de poderes (relación entre el poder Ejecutivo, el Legislativo y Judicial) y a deslegitimar a la oposición democrática.
5. LAS REPRESENTACIONES COLECTIVAS, EL PODER Y LA LEGITIMIDAD
Las representaciones colectivas son formas de clasificación, percepción y organización del mundo social, son modelos de acción que preceden al individuo y se le imponen.53 Son, por tanto, una obra colectiva y constituyen un conocimiento común del cual no puede prescindir el individuo, pues le permiten actuar en el mundo y entenderse con los otros.
Entonces, realidad social y sociedad ideal no pueden ser separadas: la una contiene a la otra, pues como el mismo Durkheim señala, “una sociedad no está simplemente constituida por la masa de individuos que la componen, por el suelo que ocupan, por las cosas de que se sirven, por los movimientos que efectúan, sino, ante todo, por la idea que se hace de sí misma […]”.54
La duda acerca del conflicto armado y sus actores se fue instalando en el corazón de la sociedad colombiana. Desde los años ochenta, de alguna manera, el colombiano del común, así como los distintos gobiernos, habían sido persuadidos acerca de la negociación como única vía para la terminación del conflicto. La teoría del “empate negativo”55 entre Gobierno e insurgencia, puesta a circular por investigadores y analistas del conflicto, había contribuido a consolidar esta representación. En un contexto signado por la agudización del conflicto armado (desde los años noventa), por el fracaso —una vez más— de los diálogos de paz, el discurso de Uribe, que llamaba a los colombianos a creer en la capacidad del Estado para recuperar el monopolio de la violencia, a unir sus esfuerzos para superar el estado de guerra y hacer frente al “enemigo público”, que representaba la guerrilla o el terrorismo como él prefería decir, encarnado en la figura de una culebra siempre activa y al acecho, caló profundo en el imaginario de los colombianos.
Así pues, el estudio del caso colombiano permitió mostrar la fecunda capacidad heurística y la vigencia del modelo teórico hobbesiano, y confirmó, de paso, lo que estudiosos de la obra del filósofo inglés —como Wolin56 y Robin—57 reconocieron, que fue Hobbes quien más lúcidamente