A mediados de la década de 1920, las reseñas entusiastas de esa obra, hechas por Guillermo Manrique Terán, Antonio Gómez Restrepo, Horacio Quiroga entre otros, y los acalorados debates sobre las ideas políticas del autor catapultaron La vorágine a los ojos del público.3 El crítico y periodista brasileño Saul de Navarro, seudónimo de Álvaro Henrique Moreira de Souza, elogió al novelista colombiano en reseñas de periódicos y en su libro O Espírito Iberoamericano (1928), por haber sido capaz de combinar en su obra “belleza y justicia social”.4 Independientemente de cuál aproximación fue adoptada por los críticos, en la segunda edición de la novela, Rivera trató las reseñas más elogiosas de su libro como documentación de apoyo e instrumento de publicidad. De hecho, en una sección final titulada “Algunos conceptos de La vorágine”, incluyó pasajes de esos juicios críticos no solo en la segunda, sino también en la tercera, en la cuarta y en la quinta ediciones de su obra.5 Su deseo de promover la novela era tan fuerte que acabó publicando en esa sección no solo uno, sino dos comentarios críticos entusiastas de un mismo reseñista, Navarro: el primero, extraído de una carta que este le envió al novelista6, y el otro, publicado originalmente en la revista A Illustração brasileira7, que más tarde se publica también en su Espírito Ibero-Americano8. Esos primeros reseñistas se mostraron tan fervorosos que uno de ellos, Moisés Vicenzi, anunció: “¡No, no es un libro de vana literatura el suyo. Es un pedazo de carne que sangra y tiembla en las manos!”9.
Pese al inmenso éxito de La vorágine, algunos de los primeros críticos, como Luis Eduardo Nieto Caballero, Eduardo Castillo y Ricardo Sánchez Ramírez (este último conocido en el círculo literario de Bogotá como Luis Trigueros), optaron por enfocarse negativamente en los problemas compositivos de la novela, concentrando sus discusiones en cuestiones lingüísticas secundarias e insignificantes, casi al nivel de banalidades.10 Décadas más tarde, ciertos escritores del boom latinoamericano también vieron fallas en el libro, tales como un excesivo énfasis en la naturaleza latinoamericana y el empleo retrógrado de vocabulario regional. Para estos críticos más modernos, La vorágine simplemente no había abrazado la modernidad.
Los años treinta, prácticamente, no vieron ningún estudio relevante sobre esta novela, con excepción de un ensayo de Eduardo Neale-Silva y de algunos comentarios aislados.11 En la década de 1940, sin embargo, dejando de lado la crítica al uso inadecuado de un lenguaje poético en un libro de prosa, a la falta de sensibilidad del autor, al abuso de la lengua española, a la carencia “de método, de orden, de ilación” en sus fabulaciones —esta última es una cuestión que estuvo en el centro de la controversia que Trigueros había creado en los años veinte— los críticos pasaron después a concentrarse en el uso que Rivera hizo de las fuentes basadas en hechos y en el modo cómo se ocupó de los intertextos.12 Esa modificación en la aproximación crítica de esa obra refleja cambios más amplios en el contexto epistemológico, cultural y artístico que estaban ocurriendo en el plano internacional, muchos de los cuales fueron promovidos por la vanguardia europea. El crítico Antonio Curcio Altamar describe esa evolución en Colombia en los siguientes términos:
La exquisitez y el rebuscamiento idealista, así como la preocupación por exóticos salones académicos y por los temas o inspiraciones religiosos, se esfumaron de golpe para dejar aparecer lo orgiástico-demoníaco de las regiones inextricables y sin poetizar de Colombia.
No fue extraño, por tanto, que en la obra de Rivera se viese la primera novela específicamente americana y se registrase con su publicación el advenimiento de una literatura de verdad nuestra.13
Lógicamente, Curcio Altamar se refiere aquí al parnasianismo y al simbolismo, esos dos movimientos aparatosos que, a finales de los años de 1890 y durante la década de 1910, influenciaron a los escritores modernistas en todos los países latinoamericanos de habla española.
Una vez pasado el clamor vanguardista de las primeras dos décadas del siglo, alrededor de 1930 esos movimientos literarios fueron sustituidos por el regionalismo, con un nuevo énfasis en la representación naturalista. Curcio Altamar consideró positiva esa transformación literaria: de la orientación formal del modernismo hacia un naturalismo local que priorizaba la representación nacional. Él también defendió la novela de Rivera por reflejar ese nuevo rumbo. No obstante, en los años posteriores, el libro sería utilizado otra vez en otra transformación de las tendencias literarias. El elogio que la novela recibió en la década de 1930, de la pluma de uno de los más ilustres biógrafos del escritor colombiano, el estudioso chileno Eduardo Neale-Silva, fue, sin embargo, un tanto atenuado alrededor de 1945, por críticos como Otis H. Green, que definió La vorágine como “intrascendente e inferior”14; como William E. Bull, que afirmó, en su reseña, que “Rivera estaba un poco confundido en su tarea de novelista”15, y, por último, como Antonio Torres-Rioseco, que no consideró la obra de Rivera para el triunvirato formado por las grandes novelas regionales de su tiempo o, como fueron llamadas, novelas de la tierra.16 Alrededor de 1950, la mayoría de los críticos latinoamericanos se habían desentendido de La vorágine o ignoraban casi totalmente su relevancia. En un cuadro histórico de las novelas latinoamericanas elaborado en 1953, Luis Alberto Sánchez escribió solo algunas palabras sobre la importancia social de ese libro17 y, rápida y mecánicamente, incluyó la obra en la categoría de las novelas regionales.18 En el curso de esa década, comentarios agudos y positivos sobre la novela, como los de Agustín del Sanz, fueron una excepción a la regla.19
La diversidad de opiniones sobre La vorágine que vimos hasta ahora, indica que, independientemente de esta o de aquella inclinación que tenían los críticos, todos ellos demostraron fuertes sentimientos en relación con esa novela y, en algunos casos, incluso con respecto del novelista. Era la época en que un sentimiento visceral parecía haber dominado los círculos literarios hasta los años cincuenta, ya que a los críticos les gustaba trabar polémicas con los escritores, cuya actitud combativa parece hoy muy distante de nosotros, pero que, en el pasado, era relativamente común. En la posterior década, un número considerable de estudiosos obstinados prepararían la arena de debates para una nueva generación de escritores con fuerte sentido crítico literario. Algunos novelistas de esa época, los llamados escritores del boom latinoamericano, también se unieron al coro crítico, adoptando a veces una dura visión desaprobadora y un tono despreciativo hacia las belles lettres del pasado, en especial hacia la literatura regional, como lo veremos en los siguientes párrafos.
UNA CRÍTICA PROBLEMÁTICA
Durante el boom latinoamericano de las décadas de 1960 y 1970, algunos críticos censuraron duramente a Rivera y a otros narradores de ficción regionales por producir lo que, desde su punto de vista, era una literatura de tipo utilitario; una literatura que defendía un cierto nacionalismo o ideología política. En esos años se dio inicio a una guerra de ideologías, en la que la victoria le correspondía, en gran medida, al escritor o crítico que suplantara el pensamiento dominante del otro y asegurara el predominio de un nuevo conjunto de ideas. En 1968, por ejemplo, Luis Harss agregó La vorágine a su lista de novelas que eran “inocentemente autoritarias, declamatorias y hasta demagógicas. Era una literatura hecha más de vehemencia intelectual que de jugos gástricos, épica en su concepto, utilitaria en sus propósitos”.20 Muchos críticos de la generación del boom, hechizados por las seducciones de la modernidad, se rehusaron a reconocer a Rivera y a sus contemporáneos Rómulo Gallegos, Ciro Alegría y Jorge Icaza como novelistas notables, quienes en conjunto o separados abrazaban las estéticas románticas, modernistas, regionales o naturalistas. Criticaron al escritor colombiano principalmente por ser demasiado telúrico y passé. Otros