—Esto ya no se puede aguantar —exclamó Gabriel en alta y colérica voz; y saltando furioso de la cama o más bien del potro del martirio, echó mano a la caja de los fósforos y encendió la vela. El aposento quedó débilmente iluminado, con claridad triste, y el insomne experimentó, al arder la luz, la impresión desapacible de un hombre a quien despiertan al coger el primer sueño: parecíale antes estar completamente desvelado, excitadísimo, y ahora, la lumbre de la bujía, el movimiento de saltar de la cama, le revelaban que, al contrario, se encontraba medio adormecido, y a dos dedos de quedarse traspuesto. No obstante, apenas se echó otra vez y apoyó el rostro en la almohada sin apagar la luz y con un cigarrillo recién encendido en el canto de la boca, de nuevo se halló perfectamente despabilado y en disposición de lavarse, ponerse el frac e irse a un baile, o salir para una cazata. Y claro está que los ruidos habían cesado, los olores también, y la picazón de la epidermis desaparecido por completo, no sintiendo Gabriel en ella sino bienestar, sin que ronchas ni otros indicios delatasen el paso de la cohorte enemiga.
Lo que sintió a poco rato fue amargura y constricción en el paladar; sed ardiente.
—¿Qué demonios voy a beber ahora? —pensó—. Aquí no se acostumbra dejar chisme, botellita, ni cosa que lo valga.
Levantose y se dirigió al lavabo, resuelto a refrigerarse, en la última extremidad, con agua de la jarra; pero la había gastado toda en sus abluciones matinales, y como en las aldeas no se sospecha ni remotamente que un hombre, después del refinamiento de lavarse bien por la mañana, pueda incurrir en el inaudito sibaritismo de volver a chapotear otra vez por la tarde o la noche, no es costumbre renovar la provisión. De mal humor con este incidente regresó Gabriel al lecho; la saliva le sabía a acíbar, el cuerpo le parecía que se lo habían puesto a secar en un horno, tal era la calentura que empezaba a abrasarle.
—¡Noche toledana! —exclamó al tenderse, no debajo, sino encima ya de las sábanas—. Daría cinco duros por un vaso de agua. ¡Mal tratan al rey don Pedro, en la torre de Argelez! —añadió riéndose a pesar suyo de las contrariedades mínimas que le traían a mal traer desde hacía algunas horas—. Dudo que pueda ya dormir en todo lo que falta de noche.
Recordó que sobre una mesa tenía algunos libros de aquellos rancios y mohosos encontrados en la biblioteca del caserón. Levantose y tomó uno de ellos, el que estaba encima, Los Nombres de Cristo. Al abrirlo y descifrar la portada, lo soltó murmurando:
—¡Filosofías a estas horas! ¿A ver el otro?
El otro era una edición de Salamanca de 1798; Traducción literal y declaración del libro de los Cantares de Salomón. Al lado de la portada se veía, en un grabado en madera, la faz pensativa y melancólica, la espaciosa y abovedada frente del Maestro León; debajo un emblema, un árbol con el hacha al pie y la leyenda siguiente: ab ipso ferro. La polilla se había ensañado en el volumen, recortando caprichosos calados al través de las hojas.
—Aquí tiene usted un libro curioso, el que le costó la cárcel a su autor —pensó el comandante—. Veremos si a mí me trae el sueño.
Echado ya y vuelto hacia la luz, abrió con interés el delgado volumen. Lo primero que le llamó la atención, en la primera hoja, fueron algunos garrapatos informes, que delataban la mano de un niño, y el nombre de Pedro escrito con enormes y dificultosas letrazas. Gabriel comenzó la lectura. A los pocos minutos, el interés de lo que iba leyendo le hizo insensiblemente olvidar la sed y el desasosiego nervioso; funcionó con gran actividad su imaginación y se tranquilizó su cuerpo. De dos cosas estaba pasmado el comandante, y al paso que iba leyendo, se las comunicaba a sí mismo en interior monólogo.
—¡Demonio… qué retebién escribía el fraile! Tienen razón en decir que estos moldes se han perdido… ¡Zape, zape! Y no se mordía la lengua… Vaya unos comentarios, vaya unos escolios y aclaraciones, ¡como si la cosa de por sí no estuviese bastante clara ya! ¡Mire usted que estas metafísicas acerca del beso! No, y es que ningún poeta ni ningún escritor de ahora discurriría explicación más bonita: está oliendo a Platón desde cien leguas… ¡Qué lindo! Este deseo de cobrar cada uno que ama su alma, que siente serle robada por el otro, e irla a buscar en la boca y en el aliento ajeno, para restituirse de ella o acabar de entregarla toda… ¡Mire usted que es bonito, y endiablado, y poético, y todo lo demás que usted quiera! Ah… pues no digo nada los detalles de… ¡Santo Dios, santo fuerte! No, lo que es este libro… Luego se andan escandalizando de cualquier cosa que hoy se escriba, que ninguna tiene ni este fuego, ni esta fuerza, ni esta hermosura, ni esta… ¡acción comunicativa! ¡Pero qué hermosura tan grande, qué lenguaje y… qué diabluras para libro piadoso… !
Se hundió completamente en la lectura, embelesado, con el alma y los sentidos pendientes del admirable cuanto breve poema. Una aspiración profana a la dicha amorosa llenaba todo su ser, y creía oír de los puros labios de la montañesita aquellas embriagadoras palabras: «No me mires, que soy algo morena, que mirome el sol: los hijos de mi madre porfiaron contra mí, pusiéronme por guarda de viñas: la mi viña no guardé… ». Acabose el libro antes que las ganas de leer, y el artillero apagó de un rápido soplo la luz, quedándose embelesado en dulces representaciones y en proyectos sabrosos. La sed se le había calmado del todo; la fantasía, aunque excitada por la lectura, cayó en esas vaguedades precursoras del descanso; las ideas perdieron su enlace y continuidad, se deslizaron, se hicieron flotantes e inconsistentes como el humo; Gabriel vio viñas y prados, campos de mies opulenta, un mar de mies que no concluía nunca; su sobrina le guiaba al través de él, diciéndole mil ternezas en bíblico estilo y en primorosa lengua castellana; el cura de Ulloa estaba allí, no austero y triste, sino paternal y venerable, con un jarro de agua fresca en la mano… Gabriel pegaba la boca al jarro, bebía, bebía… ¡Qué agua tan delgada, tan refrigerante y deliciosa!
Oyose la clara y atrevida voz del gallo; un reflejo blanquecino penetró por las rendijas de las ventanas. El comandante Pardo dormía a pierna suelta.
Capítulo 5
Se despertó muy tarde, rendido de su lucha con el insomnio. Cuando la cocinera, mocita frescachona, rubia, de buenas carnes —que desde la mudanza de estado de Sabel desempeñaba el negociado de los pucheros— le subió el chocolate a petición suya, eran cerca de las nueve y media: hora extraordinaria para los Pazos, donde todo el mundo madrugaba siguiendo el ejemplo del amo, a quien antes despertaban con la aurora sus aficiones de cazador y ahora su consagración a las faenas agrícolas.
Los pensamientos de Gabriel al dejar las ociosas plumas, desayunarse y asearse, fueron sobremanera halagüeños. Su sobrina le esperaría ya, y en tan amable compañía prometíase otra jornada como la de la víspera, otro viaje de exploración por los alrededores de los Pazos y, al mismo tiempo, por los repliegues de un corazón candoroso, tierno y franco, donde el artillero quería penetrar a toda costa. Y no sólo por inclinación, sino por deber, fundiéndose en su deseo los más egoístas y los más nobles sentimientos del alma, que eso suele ser, bien mirado, el amor. Gabriel se atusó y acicaló lo mejor posible, y se peinó de manera que el pelo le adornase