—Y… ¿acostumbra Manuela salir así muchas mañanas, y no volver a la hora de la comida?
—Pocas… ¡Hombre!, ¿ha de vivir ella en el monte como vivía yo? No se le ocurre a nadie eso. Pero a veces, en tiempo de verano (ya se sabe) y estando Perucho, les ha sucedido cogerles lejos un chubasco, o una tormenta, y entonces, ¿sabes qué hacen? Se meten a comer en casa del cura de Naya, o del pobre de Boán, que en paz descanse, cuando vivía… ¡Cura más templado! Se defendió él solo contra una gavilla de más de veinte ladrones, que al fin me lo despacharon para el otro mundo; pero antes despachó él a uno de los galopines, y malhirió a media docena… ¡Era más perro!
—Hoy ni llueve ni hay señales de borrasca —insistió con firmeza Gabriel—. Manuela no se habrá ido a comer a casa de nadie.
—Eso es verdad… pero los chiquillos, viendo que ayer no pudieron andar juntos, tal día como hoy se habrán querido desquitar tomándolo por suyo todo.
El artillero sintió algo molesto, agudo y frío en el corazón; algo que era inquietud, pena y susto a la vez. Dominando su turbación involuntaria, dijo en voz reposada y entera:
—Yo, en tu caso, no lo consentiría. Parece mal que una señorita de los años de Manuela ande por los montes sin más compañía que un mocito poco mayor. Es inconveniente por todos estilos, y hasta es exponerla, con este sol de justicia, a que coja un tabardillo pintado.
No obstante la moderación con que hablaba Gabriel, fuese por estar el hidalgo en punto de caramelo o porque le moviese una secreta antipatía contra su cuñado, lo cierto es que exclamó casi a gritos, con bronca descortesía y despreciativo acento:
—¡Allá en los pueblos se educa a las muchachas de un modo y por aquí las educamos de otro!… Allá queréis unas mojigatas, unas mírame y no me toques, que estén siempre haciendo remilgos, que no sirvan para nada, que se pongan a morir en cuanto mueven un pie de aquí a la escalera de la cocina… y luego mucho de sí señor, de gran virtud y gran aquel, y luego sabe Dios lo que hay por dentro, que detrás de la cruz anda el diablo, y las que parecen unas santas… más vale callar. Y luego, al primer hijo, se emplastan, se acoquinan, y luego, revientan, ¡revientan de puro maulas!…
Escuchaba Gabriel trémulo y bajando los ojos. Se sentía palidecer de ira; notaba y reprimía el temblor de sus labios, la llama que se le asomaba a las pupilas, y el impulso de sus nervios que le crispaban los puños. Un fuerte dolor en el epigastrio, el síntoma indudable de la cólera rugiente, le decía que si aguardaba dos minutos más, no seguiría oyendo injuriar la memoria de su hermana sin cometer un disparate gordo. Tendió la mano derecha, y sin mirar al marqués, alcanzó un vaso lleno de agua y lo apuró de un trago. Con la frescura del líquido, la voluntad vino en su ayuda: se incorporó, y dando la vuelta a la mesa, se llegó a don Pedro con la sonrisa en los labios, y le puso las manos en los hombros, no sin visible sorpresa del hidalgo.
—Si no fueses todavía más bárbaro que malo (y empleaba el tono humorístico que había usado ya para pedirle a Manuela), lograrías sacarme de mis casillas, y que me volviese tan incapaz y tan desatinado como tú… La suerte que te conozco, y te tomo a beneficio de inventario, ¿has oído? Puedes echar por esa boca sapos y culebras: por un oído me entran y por otro me salen. No tienes pizca de trastienda, y no eres tú el que has de excitarme a mí y hacerme saltar… Eso quisieras. ¿Cargarme yo? Si me das lástima, fantasmón; si esta mañana no pudiste levantar el palitroque aquel para tundir el trigo… No cierres los puños, que no te hago maldito el caso; además, que no puedo reñir contigo: somos yerno y suegro, como quien dice padre e hijo… y ya que tú no cuidas, como debieras, de mi futura esposa, yo voy a buscarla, ¿entiendes tú?, y a fe de Gabriel Pardo de la Lage, ¡te juro que no volverá a suceder que ande por los montes sin que se sepa su paradero!
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