—Rapaces… Ya pasé de mozo. No sirvo… No darme el jarro.
Cuchichearon los gañanes; algunos sacudieron la cabeza entre burlones y compasivos, no sabiendo si era prudente tomar el caso a risa o dolerse mucho de él. Don Pedro, desplomado en los haces, se enjugaba el sudor con un pañuelo amarillo; sus labios temblaban, su rostro estaba demudado, y un dolor real, acerbo y hosco, se pintaba en él. Parecía como si el fracaso de su intento le echase de golpe diez años encima. Sus arrugas, su pelo gris, todas las señales de vejez se hacían más visibles. Y con los ojos cerrados, cubiertos por el pañuelo, la otra mano caída, la espalda encorvada y la cabeza temblorosa, el marqués se veía ya inútil para todo, baldado, preso en una silla, tendido después en la caja, entre cuatro cirios, en la pobre iglesia de Ulloa, o pudriéndose en el cementerio, donde hacía tiempo le aguardaba su mujer.
Así se estuvo unos cuantos minutos, sin que los gañanes se atreviesen a continuar la tarea, ni casi a chistar. Un rumor profundo, contenido, salió de la multitud cuando don Pedro, levantándose impetuosamente, listo como un muchacho y con un semblante bien distinto, alegre y satisfecho, llamó con imperio al Gallo, que, ojo avizor, muy currutaco de traje, muy digno de apostura, asistía a la faena.
—¡Ángel! ¡Ángel!
—Señor…
—Busca al señorito Perucho… Tráelo volando aquí… De mi parte, ¡que venga a majar la camada!
Jamás impensado reconocimiento de príncipe heredero produjo en corte alguna tan extraordinaria impresión como aquellas explícitas y graves palabras del marqués de Ulloa. Inequívoca era la actitud; claro el sentido de la orden; elocuente hasta no más el hecho; y si alguna duda les pudiese quedar a los maliciosos y a los murmuradores de aldea acerca del hijo de Sabel, ¿qué pedían para convencerse? Llamarle a que majase la camada en lugar del hidalgo, era lo mismo que decirle ya sin rodeos ni tapujos: —Ulloa eres, y Ulloa quien te engendró.
Todos miraron al Gallo, a ver qué gesto ponía. Nunca el semblante patilludo del rústico buen mozo y su engallada apostura expresaron mayor majestad y convencimiento de la alta importancia de su misión en la señorial morada de los Pazos. Se enderezó más, brilló su redonda pupila, y respondió con tono victorioso:
—Se hará conforme al gusto de Usía.
Salir el Gallo por un lado y entrar Gabriel por otro, fue simultáneo. Acercose a su cuñado, y hechos los saludos de ordenanza, sentose en los haces, y pidió noticias de su sobrina.
—¿Quién sabe de ella? —respondió el padre—. Andará por ahí… ¿Has visto la maja? —añadió revelando sumo interés en la pregunta.
—Sí, te he visto hecho un valiente…
—¿A mí? ¡A mí me viste acabado, derreado! Ya no sirve uno sino para echar al montón del abono… A cada cerdo le llega su San Martín… Ya verás a Perucho majar la camada, que será la gloria del mundo… Ey, Ángel… ¿Viene o no viene? ¿Qué… no está?
—Dice que no… que salió tempranito con Manola… Que no voltaron aún.
—¡Por vida de… ! ¡Mal rayo!
Volvió a encapotarse el rostro y a anudarse de veras el ceño del hidalgo de Ulloa.
Capítulo 6
Comieron solos los dos cuñados. Al sentarse a la mesa, Gabriel manifestó extrañeza grande por la ausencia de Manola, y don Pedro preguntó a los criados si los rapaces no parecían; la respuesta negativa no le despejó el severo entrecejo. Érale difícil al hidalgo conservar muchas horas seguidas la afable disposición de los primeros momentos de hospitalidad; no sabía ejercitar la simpática virtud de la eutrapelia, que en resumen es cortesía y buena crianza, y al poco tiempo de tratar a una persona, se creía autorizado para obligarla a que le sufriese su mal humor, así como a imponerle su jovialidad, cuando estaba alegre, que no era cosa que ocurriese todos los días. Por su parte Gabriel, aunque siempre atento y sin prescindir de sus corteses maneras, también se mantenía serio, como hombre que tiene algo grave en qué pensar.
Sus porqués y cavilaciones salieron a relucir a la hora del café, cuando ya la moza en pernetas y el tagarote del criado no tenían necesidad de entrar en el comedor. Hacíase el café allí mismo, en la mesa; lo preparaba don Pedro —único modo de que saliese a su gusto— en una maquinilla de hojalata toda desestañada, derrotadísima, con lágrimas de estaño colgando a lo largo de su cilindro superior; artefacto casi inservible, pero irreemplazable para don Pedro, habituado a semejante chisme y persuadido de que en una cafetera nueva no le saldría bien la operación. Se filtraba el café lentamente, gota a gota, y en realidad resultaba fuerte, oscuro, aromático, exquisito. El marqués de Ulloa era inteligente en la materia; porque merece notarse que aquel burdo hidalgote, ajeno no sólo a la idea de lo que espiritualmente embellece y poetiza, sino de lo que hace materialmente grata la existencia, tenía en dos o tres ramos afinadísimo el sentido y el conocimiento, hasta rayar en sibarita: nadie como él distinguía un legítimo habano de primera, de las imitaciones más o menos hábiles; nadie entendía mejor el intríngulis del café; nadie conocía tan perfectamente dos o tres clases de licores y vinos; y así como entendía fallaba, y que no le viniesen con cigarros del estanco ni con Jerez de marcas inferiores. Ni él mismo podía decir dónde había adquirido esta ciencia: acaso le venía de casta, como el gitano ser chalán y al árabe apreciar armas y caballos.
Mientras se destilaba el rico néctar, Gabriel, sin acritud ni severidad, antes con cierta blandura encaminada a hacerse los lares propicios, dijo a su cuñado:
—Oye tú… ¿No le habrá sucedido a Manuela cosa mala? ¿Estás seguro?
—Va con Perucho —respondió lacónicamente el marqués, dando vuelta a la llave, y acercando a la villa la taza de Gabriel, donde cayó un chorro negro, que despedía balsámicos efluvios.
—Perucho… —murmuró Gabriel Pardo como si se le atragantase el nombre— Perucho… es un muchacho de muy poca edad.
—Poca edad… ¡Quién me diera en la suya! —exclamó el hidalgo, respirando por la herida de su decadencia física—. ¡A esa edad, que le echen a uno encima disgustos y leguas de mal camino! A esa edad… salía yo para el monte a las cuatro de la mañana, que aún no se veía luz; y me estaba allí a pie firme hasta las ocho de la noche, que volvía para casa con el morral atacado de perdices… Y desde las cuatro de la madrugada hasta las ocho de la noche llevaba aguantada toda la lluvia, que se me había secado encima del cuerpo, y todo el sol, que maldito si le hacía yo más caso que a este café que bebo ahora, y todo el frío, y todas las brétemas, y los orvallos, y el pedrisco, y los demonios que me lleven… A veces no me contentaba con las horas del día… ¡buena gana de contentarme! ¡Cuántas noches de invierno tengo salido a las liebres, que andaban pastando en las viñas! Allí… con el tío Gabriel, tu tocayo… los dos escondiditos tras de un pino… tendidos boca abajo… con un papel tapando la boca de la carabina para que las condenadas no olfateasen la pólvora… ¿Quieres más azúcar?… No… ¡Lo que es del tiempo de Perucho… que me diesen a mí caza que matar y monte por donde andar y una empanada que comer y un jarro de mosto, que me sabía todo a gloria… ! Ahora… ¡se acabó!… Ya no está uno de recibo más que para sentarse en una silla… o para que le tiren al basurero.
—Pues yo —declaró Gabriel, bebiendo aprisa el último sorbo de café— no estoy tan tranquilo como tú: a los enamorados (y aquí se sonrió) algunas impaciencias hay que perdonarnos. Si sabes poco más o menos hacia qué parte suele ir tu hija, me lo dices y salgo allá.
—¿Y