Manuela oyó todo esto derramándose en risa, porque el enfado de su amigo le gustaba; y sobre todo, encantábale la idea de calmarlo con unas cuantas frases cariñosas, que sin esfuerzo, antes muy a gusto suyo, le salían del corazón.
—Lo dicho: a ti hoy picote una avispa o un alacrán en el monte… Yo quisiera saber de dónde sacas tanto disparate… ¿Quién te viene a quitar la novia, ni quién me coge a mí, ni me lleva, ni todas esas barbaridades que sueñas tú?
—El tío Gabriel te quiere; está enamorado de ti. Ha venido a casarse contigo. No me lo niegues.
—Vaya, lo dicho.
Manuela se tocó la frente con el dedo y meneó la cabeza.
—No, no me llames loco; porque me parece que haces risa de mí o que me quieres engañar. Dime sólo una cosa. ¿Te gusta tu tío Gabriel?
—¿Gustar?… ¿Qué sé yo lo que es gustar, como tú dices? El tío Gabriel me parece muy bueno, muy listo, y un señor así… no sé cómo te diga… muy fino, y que sabe mucho de muchísimas cosas… Un señor diferente de los de por acá, de Ramón Limioso, del sobrino del cura de Boán, Javier, de los de Valeiro… de todos.
—Ya lo ves —exclamó con aflicción el mancebo—; ya lo estás viendo… Tu tío… ¡te gusta!
—Pues sí; claro que me gusta… ¡No tiene por qué no gustarme!
Las correctas líneas del rostro de Perucho se crisparon. Las raras veces que tal sucedía, palidecían sus mejillas un poco, dilatábansele las fosas nasales, se oscurecían y centelleaban sus ojos de zafiro, poníase más guapo que nunca, y era notable su parecido con las estampas de la Biblia que representan al ángel exterminador o a los vengadores arcángeles que se hospedaron en casa de Lot el patriarca. Manuela lo contemplaba con placer, a hurtadillas; y de pronto, pasándole suavemente una mano por detrás de la cabeza y atrayéndolo a sí, murmuró:
—Tú me gustas más, queridiño.
—A ver, dilo otra vez.
—Te lo daré por escrito. —Hizo ademán de escribir en el suelo con el dedo, y deletreó: Me—gus—tas—más.
—Manola, vidiña… A mí, ¿me quieres más a mí?
—Más, más.
—¿Te casarás conmigo?
—Contigo.
—¿Conmigo? ¿Aunque tú seas señorita y yo… un labrador?
—Aunque fueses el último pobre de la parroquia. Yo no soy tampoco una señorita… como las demás. Soy una montañesa, criada entre las vacas. Estaría yo bonita allá en pueblos de no sé. Más señorito pareces tú que yo.
—Y si tu padre…
Manuela miró al suelo; su boca se contrajo por espacio de un segundo. Luego suspiró levemente:
—Para el caso que me hace papá… Yo no sé de qué le sirvo… ¡Bah! Desde pequeñita sólo tú hiciste caso de mí, y me cumpliste los caprichos y me mimaste… Cuando necesitaba dos cuartos… ¿te acuerdas?, me los prestabas… o me los regalabas… Tú me traías los juguetes y las rosquillas de la feria… En el invierno, cuando te vas, parece que se me va lo mejor que tengo y me quedo sin sombra.
—¡Qué gusto! —exclamó él, y con ímpetu irresistible se levantó, le apoyó las manos en los hombros, y la zarandeó como se zarandea al árbol para que suelte el fruto. Luego se le hincó de rodillas delante, sin el menor propósito de galantería.
—Manola, ruliña, dame palabra de que nos hemos de casar tan pronto podamos. ¿Me la das, mujer?
—Doy, hombre, doy.
—Y de que hasta la tarde no volvemos a los Pazos.
—¡Uy! Reñirán, se enfadarán, armarán un Cristo.
—Que lo armen. Que riñan. Hoy el día es nuestro. Que nos busquen en la montaña. Aquí corre fresco, da gusto estar. ¿No comiste bastante? ¿Tienes hambre? Ahí va el pan, y más miel.
—¿Y qué vamos a hacer aquí todo el día de Dios? —preguntó ella risueña y gozosa, como si la pregunta estuviese contestada de antemano.
—Andar juntos —respondió él decisivamente—. Y subir a los Castros. Desde aquí todavía estamos cerca de Naya.
Capítulo 3
Para subir a los Castros, había que dejar a un lado el monte y el encinar, torcer a la izquierda, y penetrar en uno de esos caminos hondos, característicos de Galicia, sepultados entre dos heredades altas, y cubiertos por el pabellón de maleza que crece en sus bordes: caminos generalmente difíciles, porque la llanta del carro los surca de profundas zanjas, de indelebles arrugas; porque a ellos ha arrojado el labrador todos los guijarros con que la reja del arado o la pala tropezó en las heredades limítrofes; porque allí se detiene y se encharca el agua y se forma el barro; los peores caminos del mundo en suma, y sin embargo encantadores, poéticos, abrigados en invierno porque almacenan el calor solar, y protegidos del calor en verano por la sombra de las plantas que se cruzan cerrándolos como tupido mosquitero; encantadores porque están llenos de blancuras verdosas de saúco, palideces rosadas de flor de zarza, elegancias airosas de digital, enredadas cabelleras de madreselva que vierten fragancia, cuentas de coral de fresilla, negruras apetitosas de mora madura, plumas finas de helecho, revoloteos y píos y caricias de pájaros, serpenteos perezosos de orugas, escapes de lagartos, contradanzas de mariposas, encajes de telarañas sujetos con broches de rocío, y desmelenaduras fantásticas de rojas barbas de capuchino, que allí, colgadas entre zarzas y matorrales, parecen ex—votos de faunos que inmolaron su pelaje rudo al capricho de una ninfa. Y aquel camino en que penetró la pareja montañesa añadía a estos méritos, comunes a todas las corredoiras, un misterio especial, debido a que era muy poco frecuentado de carros y de labriegos, y conservaba todo el mullido suave de su hierba virgen, que literalmente era un tapiz verde clarísimo, salpicado de esas orquídeas color entre lila y rosa que asoman fuera de tierra sólo los pétalos, sin hoja verde alguna; y como además era estrecho, y muy hondo, la vegetación de sus bordes, viciosa y lozana como ninguna, se había unido, y sólo a duras penas se filtraba de la bóveda una misteriosa y vaga claridad, una luz disuelta en oro y pasada al través de una cortina de tafetán verde.
Quien estuviese hecho a conocer estos caminos hondos, y el país gallego en general, no se admiraría de las particularidades que presentaba aquella corredoira, así en su virginidad y misterio como en ser más honda que ninguna y en estar trazada con extraña regularidad, como obra donde no sólo se descubría la mano del hombre, sino una mano ducha y hábil, que da a sus obras proporción y simetría. El nombre de Los Castros que lleva el lugar le explicaría bien, si antes no se lo dijese su pericia, por qué estaba allí aquella zanja abierta como por la pala del ingeniero militar de hoy, que ciertamente no la abriría más perfecta.
Dos eran los Castros: Castro Pequeño y Castro Mayor, y se elevaban en doble colina escalonada, facilitando la ascensión del uno al otro la trinchera, aunque también haciéndola más larga, pues era preciso seguirla y dar la vuelta a toda la base del Castro Pequeño para intentar la ascensión al grande, muchísimo más elevado y vasto. El estado de conservación de los dos campamentos era tan maravilloso; se veían tan claras las líneas del reducto y el círculo perfecto de la profunda zanja que en torno lo defendía, que aquella fortificación de tierra, levantada probablemente por legionarios romanos anteriores a Cristo, si es que no fue en tiempos aún más remotos trabajo de defensa practicado para sustentar la independencia galaica, aparecía más entero y robusto que las fortalezas, relativamente jóvenes, de la Edad—media. Ni el arado, ni el agua del cielo, habían mordido la esbelta cortadura que a modo de verde culebra se enrosca al pie de los Castros.