Manuela chillaba, reía de placer.
—Pero tú mucho discurres… Pero ¿de dónde sacaste eso… ? Pero tú creo que echas las cartas como la Sabia… ¿Quién te contó que ahí había miel?
—¡Boba! ¡Gran milagro! Supe que unos hombres de las Poldras pillaron en este sitio un enjambre… pregunté si habían registrado el nido de la miel y contestaron que no, que ellos sólo andaban muertos y penados por las abejas, para llevarlas al colmenar… Yo dije ¡tate!, pues los panales han de estar allí, en un árbol hueco… Ya ves cómo acerté. ¿Qué tal el panalito? ¡Pecan los ojos en mirarlo!
—¿Y si estuviesen en el tronco las abejas, ahora que andan tan furiosas con la borrachera de la flor del castaño? Te comían vivo.
—¡Bah! Yo sé la maña para que no piquen… Hay que meter poco ruido, moverse despacio y bajarse al suelo cuando le sienten a uno…
—¡A comer, a comer la miel! —gritó la montañesa palmoteando.
—Ven, aquí hay una sombra, ¡una sombra que da la hora!
Era la sombra la de una encina cuyas ramas formaban pabellón, y que caía sobre un ribazo todo estrellado de flores monteses, donde crecía el tojo o escajo tan nuevo y tierno, que sus pinchos no lastimaban. Además parecía como si la mano del hombre hubiese labrado allí esmeradamente un asiento, a la altura exigida por la comodidad. Perucho sacó su navaja, y del bolsillo del chaquetón hizo surgir el pedazo de brona tomado contra la voluntad de su dueña la Sabia. Partiolo en dos mitades desiguales, dando la mayor a su compañera; y el panal de miel se sometió al mismo reparto. Sentada ya, tranquila, descansando de la larga caminata y del calor sufrido, con esa sensación de bienestar físico que produce el reposo después de un violento esfuerzo muscular, y la pregustación de un manjar delicioso, virgen, fresco, sano, que hace fluir de la boca el humor de la saliva, Manuela, antes de hincar el diente en la miel puesta sobre el zoquete de pan, tocó en el hombro a su compañero:
—Mira, en comiéndola nos largamos, y vuelta a casita… ¿eh? Ya me parece que dieron las doce en el campanario de Naya… Sabe Dios a qué hora llegaremos allá, y lo que andarán preguntando por nosotros.
Él le echó el brazo al cuello, y con los dedos le daba golpecitos en la garganta.
—Hoy no se vuelve —murmuró casi a su oído.
Pegó un respingo la muchacha.
—¿Tú loqueas? Si fuese en otro tiempo… bien, nadie se amoscaría; pero ¿ahora que está el tío Gabriel? Se armaría un ruido endemoniado por toda la casa.
Perucho le tiró de la trenza.
—Hoy no se vuelve… No me repliques, que no puede ser. Hoy no se vuelve… ¿Sabes por qué? Por lo mismo, por eso… porque está tu tío, tu caballero de tío. Calla, calla, vidiña… Si quieres volver, vuélvete tú sola, muy enhorabuena; yo me quedo aquí… Yo no voy más a los Pazos.
—A mí se me figura que tú chocheaste. Lo que a ti se te ocurre, no se le ocurre ni al mismo Pateta. ¡No volver a los Pazos! Pues apenas se alborotaría aquello todo.
—¿Y qué nos importa, di? —murmuró el mancebo con ardorosa voz—. Tú eres muy mala, Manola: sí señor, muy mala; tú no me quieres a mí así, a este modo que yo te quiero. ¡Qué me has de querer! Ni siquiera sabes lo que es cariño… de este. ¿Lo entiendes? Pues no lo sabes. Vamos, yo no digo que tú no me quieras una miajita; si me muriese, llorarías, ¡quién lo duda!, llorarías una semana, un mes… y te acordarías de mí un año… y soñarías conmigo por las noches, y después… te casarías con el tío Gabriel, y se acabó… se acabó Perucho.
Su voz temblaba, enronquecida por la pasión.
—¡Qué cosas dices! ¡Con el tío Gabriel! —exclamó la montañesa dilatando las pupilas de asombro y limpiándose distraídamente con el pañuelo la boca untada de pegajosa miel.
—O con otro del pueblo, otro señor elegante y de fachenda, así por el estilo… ¡Malacaste! Oye tú: aquí en la aldea no se hace uno cargo de ciertas cosas… pero allá en el pueblo… los estudiantes… unos con otros… nos abrimos los ojos… nos despabilamos… ¿estás? Allá… cuando me preguntaban los compañeros que si tenía novia y que por qué no tomaba una en Orense… atiende, atiende… les dije así: —Tengo mi novia, ya se ve que la tengo, y es más bonita que todas las vuestras, y se llama Manuela, Manuela Ulloa… —. Y ellos a decir: —¿Quién?, ¿la hija del marqués? —La misma que viste y calza… decid ahora que no es bonita, morrales… —. Y ellos con muchísima guasa me saltan: —En la vida la vimos… pero esa no es para ti, páparo… Esa es para un señor, porque es una señorita, hija de otro señor también… y tú eres hijo de una infeliz paisana… ¿eh?, date tono, date tono… —. Le santigüé las narices al que me lo cantó, pero me quedé pensando que lo acertaba… ¿Entiendes? Y tanta rabia me entró, que me eché a llorar como si fuese yo el que hubiese atrapado los soplamocos… Mira si sería verdad… que a… aún… aún…
Manuela, que chupaba muy risueña el panal, alzó la vista y notó que su amigo tenía como una niebla ante aquellas hermosas pupilas azul celeste. En lo más profundo de su vanidad de hembra, quizás a medio dedo de las telillas del corazón, sintió algo, una punzada tan dulce, tan sabrosa… más que la propia miel que paladeaba. Volvió la cabeza, recostola en el hombro de su amigo.
—¿Quién te manda llorimiquear ni apurarte? —pronunció enfáticamente.
—Porque tenían razón —tartamudeó él.
—No señor. Yo te quiero a ti, ya se sabe. Mas que fueses hijo del verdugo. Valientes tontos, y tú más tonto por hacerles caso.
—Bien —murmuró él—; me quieres, corriente, estamos en eso; pero es allá un modo de querer que… Yo me entiendo. Es un querer, así… porque… porque uno se crió desde pequeñito junto con el otro, sin apartarse… y tienes costumbre de verme, como quien dice… y… y… Yo te voy a aclarar cómo me quieres, y si acierto, me lo confiesas. ¿Eh? ¿Me lo confiesas?
—Hombre… —clamó ella con la boca atarugada de brona— siquiera das tiempo a uno para tragar el bocado y contestar… Conformes; te lo confesaré. ¡Falta saber qué es lo que he de con—fe—saaaar!
—Tú me quieres… como quieren las hermanas a los hermanos. ¿Eh? ¿Acerté?
—Mira tú. ¡Verdad! Si yo siempre pensé de chiquilla que lo eras, no entiendo por qué… —Aquí la montañesa dio indicios de quedarse pensativa, con la brona afianzada en los dedos, sin llevarla a la boca—. Y yo no sé qué más hermanos hemos de ser. Siempre juntos, siempre, desde que yo era así… (bajó la mano indicando una estatura inverosímil, menor que la de ningún recién nacido). Aún hay hermanos que no se crían tan juntos como nosotros.
Perucho permaneció silencioso, con el pan caído a su lado sobre la hierba, una rodilla en el aire, que sostenía con las manos enclavijadas, y mirando hacia el horizonte.
—¿Qué te pasa? ¿Por qué pones esa cara de bobo?
—Eso ya lo sabía yo… —exclamó él desesperado, descargándose de golpe una puñada en el muslo—. ¿Ves… ? ¿Ves cómo tenían razón los de Orense? Lo que tú me quieres a mí… es… así… por eso, porque desde chiquillos andamos juntitos y, a menos que fueses una loba, no me habías de tener aborrecimiento… ¡Pues andando! Siga la música… Y que se lo lleven a uno los diablos.
Encarose violentamente con la niña, y tomándole las muñecas, se las apretó con toda su alma y todo su vigor montañés. Ella dio un chillido.
—Yo