En vista de que la casa parecía un palacio encantado o abandonado por sus moradores, Gabriel bajó a la cocina, donde halló a la nueva hermosa fregatriz ocupada en la labor de un picadillo. Con tanta energía meneaba la media luna sobre la tabla de picar, que la había excavado por el centro, y es seguro que en albondiguillas o chulas se tragarían los señores, a vuelta de pocos años, un castaño o roble enterito. Cuando Gabriel preguntó por el hidalgo, la moza dio paz a la media luna y le miró, abriendo la boca de un palmo.
—Le está en la era… ¡con los que majan! —exclamó al fin asombrada de la pregunta.
No comprendía Gabriel el asombro de la chica, ni toda la importancia de la gran faena de la maja, esa faena en que se asocian el cielo y la estación estival al trabajo del hombre, esa faena que no puede realizarse sino en el corazón del año, en mitad de la canícula, en los brevísimos días, que en Galicia apenas llegarán a ocho, cuando el agricultor, pasándose el revés de la mano por la empapada frente y respirando fuerte, exclama:
—¡Qué día de maja nos manda hoy Dios!
A la entrada de la era de los Pazos, el comandante se paró sorprendido por el cuadro, para él novísimo, que se le ofrecía. No era posible imaginarlo más animado, más bucólico, más digno de un pintor colorista, alumno de la naturaleza y fiel a la realidad, enemigo de afeminaciones de dibujo y falsas luces cernidas por cortinas de taller. No siendo de piedra la era, habíanla barnizado con una costra espesa de boñiga de vaca, a fin de que el fruto no se confundiese entre la arena y el polvo, y rodeándola de sábanas sostenidas por cuerdas, con objeto de que el mismo grano no rebasase del circuito donde se majaba. Las camadas de pan, ópimas, gruesas, mullidas, se tendían sobre el espacio cuadrilongo, en correcta formación: y los membrudos gañanes, remangados, en dos hileras situadas frente a frente, aporreaban con sus pértigas, a compás, la extendida mies, haciendo saltar las perlas de oro del trigo, impacientes ya por salirse, con el menor pretexto, del estuche bruñido que las contiene. El sol, implacable, metálico, se bebía el sudor de los trabajadores apenas brotaba de los dilatados poros; y sin embargo, la faena seguía y seguía, que para sostener el esfuerzo allí estaban, entre camada y camada, los jarros de vino corriendo de mano en mano. Las jornaleras, vestidas con sayas angostas de zaraza desteñida, que les señalan los recios muslos, sacuden la paja, la colocan en rimeros grandes, preparan la camada nueva, y entretanto el hombre, de pie, apoyado en el mallo, ebrio de sol, despechugado, con la camisa de estopa pegada al cuerpo, despacha aprisa el espeque o cigarro, y ya se escupe en la palma de las manos para volver a blandir el instrumento cuando suene la hora del combate. ¡Hora terrible, en que se gastan energía y vigor suficientes para vivir un mes! La luz deslumbra y ciega; el ambiente es de boca de horno, no corre ni el soplo de aire suficiente a inclinar el tallo de la más endeble gramínea: las hojas de las higueras que rodean la era de los Pazos permanecen inmóviles, como recortadas en hoja de lata, y los verdes higos, tiesos, a modo de pencas de metal: a veces un pajarillo cae al suelo agonizando de sofoco, con el pico desesperadamente abierto y la pluma erizada: en el lindero más cercano, la víbora saca su cabeza chata, enciende su ojillo de azabache, resbala sobre la hierba escandecida, y los abejorros, aturdidos, no aciertan a salir del cáliz de flor en que hundieron la trompa… ¡Y en el desmayo general de la naturaleza, que desfallece y expira de calor, sólo el hombre reconoce su condición servil y cumple el precepto del Génesis, azotando la mies que le ha de dar sustento!
Gabriel, en cuya presencia nadie reparaba, porque el interés de la faena absorbía a todos, permanecía a la entrada de la era, protegido por la sombra del hórreo, y deteniéndose en ir a saludar a su cuñado: verdad que este tenía el rostro más ceñudo y avinagrado que de costumbre, leyéndose en él cierta sombría preocupación, debida a circunstancias que merecen referirse.
Todos los años, al abrirse la maja, acostumbraba el señor de Ulloa sacudir la primera camada, demostrando así a sus gañanes que si no ganaba el mismo jornal que ellos, no era por falta de aptitud. Cuando el descendiente de aquellos Moscosos que habían lidiado calzando espuela de oro en los días, azarosos para el país gallego, del reinado de Urraca y Alfonso de Aragón; de aquellos Moscosos que se distinguieron entre los paladines portugueses en la ardiente África; de aquellos Moscosos que hasta mediados del siglo XIX conservaron en el límite de sus dominios erectos los maderos de la horca, como protesta muda contra la supresión de los derechos señoriales; de aquellos Moscosos… en fin, de aquellos Moscosos de Ulloa, que si no en caudal en sangre azul podían competir con lo más añejo y calificado de la infanzonía española… cuando el descendiente, digo, de tan claro linaje empuñaba el mallo y a la voz de a la una… a las dos… a las tres… se santiguaba, lo vibraba en el aire y lo derrumbaba sobre la espiga, corría entre los malladores halagüeño murmullo, que crecía a medida que el señor, con compás admirable y pulso de atleta, reiteraba los golpes, sin cejar un punto, poniendo la ceniza en la frente al más alentado de sus mozos. Su abierta camisa descubría el esternón bien desarrollado, blanco, saliente, que con el trajín de la labor iba sonroseándose como el cutis de una doncella a quien agita la danza: sus mangas vueltas por más arriba del codo permitían ver las montañuelas de carne que el ejercicio alzaba y deprimía en los robustos brazos. Y así que terminaba el vapuleo por no quedar ni sombra de grano en la espiga tendida, y don Pedro, sudoroso, humeante, pero con la respiración igual y desahogada, se quedaba apoyado en su mallo y gritaba con firme voz —¡Ea!, ¡day un jarro de vino, retaco! ¡Los majadores tenemos que mojar la palabra!— ya no era murmullo, sino tempestad atronadora de plácemes, de alabanzas, de requiebros si así puede decirse, dirigidos a lo que más admira el labriego en las personas nacidas en esfera superior: la fuerza física. Don Pedro sonreía, guiñaba el ojo, dejaba escurrir suavemente el mallo sobre la paja, se atizaba el jarro de una sentada no sin decir antes «hasta verte, Jesús mío», y consumada esta segunda hazaña, que no se celebraba menos que la primera, echábase la chaqueta por los hombros, se encasquetaba el sombrero, y sentado en las gavillas de mies, fumaba como los otros trabajadores, pero con placer sereno e íntimo orgullo.
Este año observaban atónitos los gañanes que el marqués no seguía la ya inveterada costumbre. Sentado estaba allí lo mismo que siempre; ¿cómo sería no coger el mallo? Hasta parece que no se le alegraba la cara viendo aquella gloria de Dios de los haces, nunca más lucidos ni de más limpia espiga, y aquel sol hecho de encargo para desprender el fruto, y aquel mar de oro donde los mallos, al precipitarse, producían un ruido apagado, mate y sedoso que regocijaba el corazón. Lejos de manifestar el contento de otras veces, hasta se podía jurar que el hidalgo de Ulloa había exhalado media docena de suspiros. De tiempo en tiempo cruzaba las manos y se tentaba los brazos, y fruncía el entrecejo, como el que no sabe a qué santo encomendarse. De repente Gabriel, desde su atalaya, vio que el marqués se levantaba resuelto, se despojaba de la americana a toda prisa, se remangaba…
—¿Qué barbaridad irá a hacer este? —pensó Pardo.
Se admiró más al verle