Subió lentamente la pareja, no apremiada ya por la angustia de hallarse cerca de sitio habitado que desde por la mañana impulsaba a Perucho a desviarse del caserón. Iban los dos montañeses radiantes de alegría, con el desahogo de la confesión y las promesas anteriores. Parecíales que sin más que trocar aquellas cuatro frases, se les había quitado de delante un estorbo grandísimo, y ensanchándoseles el corazón, y arreglado todo el porvenir a gusto y voluntad suya. En especial el galán no cabía en sí de gozo y orgullo, y sostenía a Manuela y la empujaba por la cintura con la tierna autoridad del que cuida y atiende a una cosa absolutamente propia. Tranquilo y sosegado, hablaba de las cosas acostumbradas y se entregaba a las ocupaciones y a las investigaciones habituales en la pareja. Aquella corredoira de los Castros, en las actuales circunstancias, era para él un descubrimiento. ¡Qué filón! Olvidados de todo el mundo, amontonábanse allá tesoros que no habían de desdeñar nuestros exploradores. Hacia la parte que forma la solana de la colina, las moras se hallaban ya en estado de perfecta madurez, y millares de dulces bolitas negras acribillaban el verde oscuro de los zarzales. En los sitios de más sombra y humedad, las perfumadas fresillas o amores abundaban, y las delataba su aroma. Nidos, era una bendición de Dios los que aquella maleza cobijaba. Porque, desnuda de arbolado la cima de los Castros desde cerca de veinte siglos que sin duda sus árboles habían sido cortados para levantar empalizadas, las aves no tenían más refugio que la zanja misteriosa, donde les sobraba pasto de insectos y caudal de hierbas secas y plantas filamentosas para tejer la cuna de su prole. Así es que tras cada matorral un poco tupido, en cada rinconada favorable, se descubrían redondas y breves camas, unas con huevos, cuatro o seis perlitas verdosas, otras con la cría, medio ciega, vestida de plumón amarillento. Y al entreabrir Manuela el ramaje para sorprender el secreto nupcial, no sólo volaba el pájaro palpitante de terror, sino que se oía corretear despavorida a la lagartija, y el gusano se detenía paralizado de miedo, enroscándose al borde de una hoja con sus innumerables patitas rudimentarias.
En la exploración y saqueo de la zanja gastarían más de hora y media los fugitivos. En la falda remangada de Manuela se amontonaban moras, fresas, frambuesas, mezcladas y revueltas con alguna flor que Perucho le había echado allí como por broma. Manuela prefería coger los frutos, y su amigo era siempre el encargado de obsequiarla con las orquídeas aromosas o con las largas ramas de madreselva. Andando, andando, la carga de fresas desaparecía y el delantal se aligeraba: picaban por turno los dos enamorados, y al llegar a la cima del Castro pequeño, la merienda de fruta silvestre había pasado a los estómagos.
La cima del Castro pequeño, donde empezaba a asomar el tierno maíz, era una meseta circular, perfectamente nivelada, como picadero gigantesco donde podían maniobrar todos los jinetes de la orden ecuestre. Las necesidades del cultivo habían abierto senderitos entre heredad y heredad, y a no ser por ellos, el Castro pequeño sería raso como la palma de la mano. Desde su altura se divisaba una hermosa extensión de tierra, y seguíase el curso del Avieiro, distinguiéndose claramente y como próximas, pero a vista de pájaro, las Poldras, con el penachillo de espuma que a cada losa ponía el remolino y el batir colérico de la corriente. Ni un árbol, ni una mata alta en aquella gran planicie del Castro, que rasa, monda, lisa e igual, parecería recién abandonada por sus belicosos inquilinos de otros días, a no verse en su terreno los golpes del azadón y a no cubrirla, como velo uniforme, las tiernas plantas del maíz nuevo.
Mas no era allí todavía donde Perucho y Manuela se creían dueños del campo y situados a su gusto para reposar un poco después de tanto correr. Aspiraban a subir al Castro mayor, ascensión difícil para otros, porque la trinchera, menos honda allí, dejaba de ser corredoira y estaba literalmente obstruida por los tojos recios, feroces y altísimos. Casi impracticable hacían la subida sus ramas entretejidas y espinosas. Perucho, con sus pantalones de paño fuerte, podría arriesgarse llevando en brazos a Manuela; pero era el trayecto del rodeo de la zanja larguísimo, y a pesar del vigor del rapaz, bien podría cansarse antes de recorrer el hemiciclo que conducía a la entrada del Castro. Tendió la vista, y sus ojos linces de montañés distinguieron al punto un senderito casi invisible, en el cual no cabía el pie de un hombre, y que serpeaba atrevidamente por el talud más vertical de la base del Castro, yendo a parar en el matorral que guarnecía la cúspide.
—¡El camino del zorro! —exclamó Perucho, señalando a su compañera, allá en lo alto, la boca de la madriguera, que se entreparecía oculta por las zarzas y escajos—. Por ahí vamos a subir nosotros, que si no es el cuento de nunca acabar y de quedarse sin carne en las pantorrillas.
Para llevar a cabo la difícil hazaña, yendo el montañés delante y colocando el pie en las levísimas desigualdades que daban señal del paso del zorro cuando subía y bajaba a su oculto asilo, Manuela, que seguía a Perucho, se le cogía no de la mano, pero de los faldones de la americana, y a veces del paño del pantalón. El apuro fue grande en algunos puntos del trayecto, y grandes también las risas con que celebraron lo crítico de la situación aquella. Perucho se asía con las uñas a la tierra, a las plantas, a todo cuanto podía servirle de asidero, y al avanzar el pie hincaba la punta de golpe en la montaña, para dejar hecho sitio al pie de la niña. Al fin, sudorosos, encarnados y alegres, llegaron a la última etapa de la jornada, y agarrándose a unos menudos pinos que crecían desplomados sobre el talud, saltaron triunfantes dentro del Castro Mayor.
La impresión que producía este segundo reducto fortificado era harto diferente de la del primero. En éste el cultivo suavizaba el aspecto militar, y el alegre y fresco verdor del maíz no permitía que acudiesen al ánimo ideas de antiguas batallas, de sangre y defensas heroicas; sobre la honda trinchera había tendido la naturaleza velo de florida vegetación, y las huellas de la vida humana, de la actividad rústica, el manto amigo de la agricultura, daban al viejo anfiteatro aspecto risueño y apacible. En el Castro Mayor, al contrario, se advertía cierta salvaje grandeza y desolación trágica, muy en armonía con su destino y su puesto en la historia. Era aún, después de veinte siglos, el sitio de las defensas heroicas, de las resistencias supremas; el sitio donde, rotas ya las empalizadas, invadido el Castro de abajo, se refugiaría la destrozada legión, llevándose sus muertos y sus heridos para darles, a falta de honrosa pira, túmulo en aquella elevada cumbre, y resuelta a vender caras las vidas a la hueste cántabro—galaica. La vegetación, los brezos altísimos y tostados por el sol, las carrascas, los tojos, todo adquiría allí entonación rojiza, despertando la idea de un rocío de sangre que los hubiese bañado: a trechos, rompían la lisura del inmenso circuito pequeñísimas eminencias, donde las plantas eran más lozanas todavía, y que a juzgar por su hechura cónica serían acaso túmulos. ¿Quién sabe si un investigador, un arqueólogo, un curioso, cavando en aquel suelo vestido de plantas monteses y de ruda y selvática flora, descubriría ánforas, monedas, hierros de lanza, huesos humanos?
La soledad era absoluta en aquel lugar elevado y casi inaccesible; el cielo parecía a la vez muy alto y muy próximo, y como nada limitaba la vista, horizonte inmenso lo rodeaba por todas partes, resultando el firmamento verdadera bóveda de azul infinito y profundo, que encerraba a manera de fanal el inmenso anfiteatro. Las lejanías, más bajas que el Castro, se perdían gradualmente en tales tintas rosadas y cenicientas, que formaban la ilusión de un lago, o del mar, cuya extensión se divisase lejos, muy lejos. Parecía que el Castro fuese una isla, suspendida sobre un océano de vapores. La calma y el silencio rayaban en fantásticos: allí no había pájaros, sea porque sólo un árbol —un viejo roble, digno de ser contemporáneo de los druidas— se alzaba en la gigantesca plataforma, como respetado por la pala de los soldados que habían nivelado el monte para fortificarlo, sea porque la altura, gravedad y solemnidad misteriosa de aquel sitio intimidase a las aves. Una liebre, galopando entre los brezos, fue el único ser viviente que encontraron los fugitivos.
Divirtiéronse estos durante un buen rato en otear todo el país circunvecino, que desde la estratégica altura se dominaba completamente. El caserío de Naya se les presentaba a sus pies como esparcida bandada de palomas; más lejos las Poldras y el río espejeaban al sol; eran un hilo verdoso, roto a trechos por blancos espumarajos; y allá remoto, remoto, se hundía el valle de los Pazos, donde la casa solariega era un punto rojo, el color de sus tejas. Manuela mostró una especie de terror a la vista.
—¡Madre mía del Corpiño,