La humedad que siempre sube de los ríos y la frescura de la vegetación despabilaron más y más a la niña.
—Ya sé a dónde vamos —exclamó— a las Poldras. ¿Y después de pasado el Avieiro, adónde? Me lo dices, ¿o está de Dios que no lo he de saber?
—Calla… Ya verás.
—Yo pensé que íbamos a Naya.
—¿Para qué? ¿Para encontrarnos con el cura y que nos llevase por fuerza a comer consigo?
—Pero… es que… comer, de todas maneras hay que comer en casa; y ya debe de ser tarde, tarde… No puedo tal día como hoy faltar de la mesa…
—A ver si te callas, tonta. ¡Eh… cuidado con caerte de hocicos por la rama del pino! Yo iré delante… La mano… ¡Así!
Con efecto, en las púas secas del pino los pies resbalaban como si el terreno estuviese untado de jabón.
Capítulo 2
Patinando sobre aquellas púas endiabladas, se deslizaron y corrieron hasta un grupo de salces inclinado hacia el borde del Avieiro. Oíase el murmurio musical del agua, y el ambiente, tan abrasador arriba, allí era casi benigno. Cruzaron por entre los salces desviando la maleza tupida de los renuevos, y vieron tenderse ante sus ojos toda la anchura del río, que allí era mucha, cortándola a modo de irregular calzada las pasaderas o poldras.
En torno y por cima de las anchas losas oscuras, desgastadas y pulidas como piedras de chispa por la incesante y envolvedora caricia de la corriente, el río se destrenzaba en madejas de verdoso cristal, se aplanaba en delgadas láminas, bebidas por el ardor del sol apenas hacían brillar la bruñida superficie. Para una persona poco acostumbrada a tales aventuras, no dejaba de ofrecer peligro el paso de las poldras. Sobre que se movían y danzaban al menor contacto, no eran menos resbaladizas que la rama del pino. Nada más fácil allí que tomarse un baño involuntario.
—¿Hemos de pasarlas? —preguntó la montañesa, con una sonrisa que significaba —a ver cuándo determinas que paremos en alguna parte.
—Las pasamos —ordenó Perucho con el tono mandón y despótico que había adoptado desde por la mañana.
Manuela tendió la vista alrededor, y eligiendo un sitio favorable, la sombra de un árbol, se dejó caer en un ribacillo, y resignadamente comenzó a desabrocharse las botas. Ni un segundo tardó Perucho en hincársele de rodillas delante.
—Yo te descalzo… yo. Como cuando eras una cativa, ¿te acuerdas?, un tapón así… y yo te descalzaba y vestía… y hasta te tengo peinado mil veces.
Medio riendo, medio enfadándose, la muchacha no retiró el pie de las manos de su amigo. Este hacía ya saltar uno tras otro los botoncitos de la botina de casimir, mal hecha, muy redonda de punta contra todas las leyes de moda. Tiró después delicadamente, con un pellizco fino, del talón de la media de algodón, y la media bajó; arrollola en el tobillo, y con un nuevo tirón dejó el pie desnudo. Sus palmas se distrajeron y embelesaron en acariciar aquel pie, que le recordaba la patita rosada y regordeta de la nené a quien tanto había traído en brazos. Era un pie de montañesa que se calza siempre y que tiene en las venas sangre patricia; no muy grande, algo encallecido por la planta, pero arqueado de empeine, con venillas azules, suave de talón y calcañar, redondo de tobillo, blanco de cutis, con los dedos rosados o más bien rojizos de la presión de la bota, y un poco montado el segundo sobre el gordo. El pie transpiraba, por haber andado mucho y aprisa.
—Enfríate un poco… —murmuró el mancebo—. No puedes meter el pie en el agua estando así; te va a dar un mal.
—Que me haces cosquillas —exclamaba ella con nerviosa risa tratando de esconder el pie bajo las enaguas—. Suelta, o te arrimo un cachete que te ha de saber a gloria.
—Déjame verlo… ¡Qué bonito es! Lo tienes más blanco que la cara, Manola… Pero mucho más blanco.
—¡Vaya un milagro! Como que la cara va por ahí destapadita papando soles y lluvias. ¡Pasmón! ¿Es la primera vez que ves un pie en tu vida? ¡Soltando!
Soltó el que tenía asido, pero fue para descalzar el otro con el mismo cariño y religiosa devoción, y abarcar ambos con una mano, uniéndolos por la planta.
—Que me aprietas… que me rompes un dedo… ¡Bruto!
—¡Ay!, perdón —murmuró él; y bajándose, halagó con el rostro, sin besarlos, los pies desnudos. La montañesa se incorporó pegando un brinco, y echó a correr, y sentó la planta descalza en la primer pasadera. Su amigo le gritó:
—Chica, aguárdate… Déjame recoger las medias y las botas… Allá voy a darte la mano… Vas a caerte de cabeza en el río… ¡Loca de atar!
Con saltos ligeros, volviendo la cabeza a cada brinco lo mismo que los pájaros, Manuela salvaba ya las poldras eligiendo diestramente el trecho seco a fin de caer en él. Dos o tres veces estuvo a punto de dar la zambullida, y la daría de fijo a no ser tan grande su agilidad: saltaba largo, y era su ligereza la ligereza del ave, de la golondrina que vuela rasando el agua. Remangaba las faldas al brincar, y su pierna, no torneada aún, pero de una magrez llena, donde las redondeces futuras apuntaban ya, tenía al herirla el sol, la firmeza y granillo algo duro de una pierna acabada de esculpir en mármol y no pulimentada aún.
Casi había alcanzado la otra orilla, cuando Perucho voló tras ella. El muchacho, calzado con duros zapatos de doble suela, desdeñaba descalzarse, habiéndose contentado con remangar los pantalones.
La chiquilla comprendió que llevaba ventaja a su compañero, y excitada por el juego, quiso hacerle correr un poco. Como una saeta se emboscó entre los árboles de la orilla, y desapareció en la espesura dándose traza para que Perucho no supiese dónde se había metido. Pero al muchacho le asustó aquella pequeña contrariedad como si realmente su amiga se le perdiese de vista, y gritó llamándola con oprimido corazón y angustiada voz: tan angustiada, que Manuela salió al punto de los matorrales, renunciando a continuar el juego.
—¿Qué te pasa? —dijo riéndose al ver el semblante demudado de Perucho.
—¿Qué… ? Que no me hagas judiadas… Vamos juntos, ¿entiendes? Tú no te apartes de mí. ¿Dónde estabas? No, no sirve esconderse.
—Pues cálzame —exclamó ella sentándose en un peñasco.
La calzó enjugándole antes los pies húmedos con la falda de su americana, y bromeando ya sobre el enfado y el susto del escondite.
—Y ahora… —murmuró la niña mientras él lidiaba con un botón empeñado en resbalarse del ojal —¿a dónde vamos? ¿Seguimos como locos?
—Ahora… ahora ven conmigo… Ya pararemos, mujer.
Echaron monte arriba, alejándose de la refrigerante atmósfera del río. Aquella montaña era más áspera aún, y en el suelo dominaban las carrascas y las encinas, que daban alguna sombra; pero siendo muy agria la subida, en los puntos descubiertos quemaba el sol de un modo insufrible. Manuela jadeaba siguiendo a Perucho, que parecía llevar un objeto determinado, pues miraba a un lado y a otro para orientarse. Al fin, divisó una encina vieja, un tronco perforado y hueco donde aún gallardeaba algún ramaje verde en lugar de la copa desmochada; dio un grito de júbilo, metió la