A Fosco la rodilla continuaba doliéndole. Antes de irse había regalado todos los cigarrillos a los muchachos que quedaban y apoyándose en la muleta, todavía cojeando, se había despedido de las muchachas de la Cruz Roja más jóvenes besando a cada una en la mejilla. Aprovechando su proximidad y la espontaneidad con que se abandonaban a aquel gesto de despedida, las había estrechado contra él y había apoyado sus labios en los suyos, dejándolas desconcertadas y divertidas.
–Esto para que os acordéis de mí. Cuando acabe la guerra venid a buscarme a Milano.
Inclinando ligeramente la cabeza había liberado sus manos, mantenidas en un apretón más amigable que una simple despedida.
–Hasta pronto ―había susurrado mirándolas a los ojos.
En el umbral de la puerta, volviéndose hacia atrás, levantó la muleta hacia lo alto y girándose hacia todos gritó.
–¡Memento gaudere semper!
Muchos no lo habían entendido, quien podía lo había despedido con cordialidad y Rudi había reído por aquel augurio tan fuera de lugar.
Después de unos días también él fue dado de alta. En el bolsillo el permiso y en el hombro bueno la mochila con las pocas cosas que poseía. Llegó a Verona a bordo de un camión militar S.P.A. 8000 destinado al transporte de municiones que iba de aquí para allá desde el frente a la retaguardia y allí cogió el tren hasta Orte. Intentaba tener el brazo en cabestrillo lo más inmóvil posible, pero sentía que repercutían en la herida los saltos del camión. El joven conductor recorría las carreteras accidentadas y llenas de agujeros con el entusiasmo de los veinte años. A pesar de que le había pedido continuamente que corriese menos y disminuía la velocidad por un par de kilómetros, luego, sin darse cuenta, volvía a lo de antes. Más de una vez Rudi dijo palabrotas y temió desmayarse de dolor. El viaje en tren le pareció, en comparación, tranquilísimo.
Llegó una mañana de lluvia helada, se incrustó en la cabeza el gorro para protegerse del aguacero y esperó una media hora a que llegase el autobús para Viterbo. Sentado en el banco de madera de la estación sintió que el frío le llegaba hasta los huesos. En el vehículo casi vacío subió junto con él una mujer anciana vestida de negro, el rostro demacrado y sin expresión, los ojos hundidos escondidos detrás de una telaraña de arrugas. Puesto en el brazo llevaba un gran pañuelo recogido en las cuatro puntas, del que salían las hojas de una coliflor y el olor fuerte del queso. Se sentó enfrente con los ojos bajos, absorta quién sabe en qué pensamientos. Rudi se encontró pensando en ella y a quién iba dirigido aquel grueso fardo: ¿a un hijo que vivía en otra ciudad? … no… no habría tenido un aire tan triste… quizás a alguien a quien era necesario pedir un favor… quizás a quien podía hacer volver a casa a aquel hijo lejos desde hacía años… o quizás a un doctor de ciudad al que no se podía pagar los honorarios con dinero…
Desde la ventanilla veía el campo que costeaba la carretera. Las tierras oscuras impregnadas de agua y los árboles desnudos recordaban que estaban en pleno otoño. En el pueblo era el momento de la recogida de las aceitunas y aquella lluvia pararía el trabajo durante días. Por primera vez después de casi tres años se dio cuenta de que no pensaba en su vida, en su dolor, en su miedo. Se sintió proyectado fuera de sí mismo y al percatarse de esto comprendió que era feliz por el solo hecho de haber olvidado su cuerpo empapado y aterido, los gemidos de los compañeros y el olor a éter que cubría el de la muerte. Miró hacia el bosque oscuro que desfilaba delante de sus ojos, reconoció el olor húmedo de la madera mojada y se apoderó de aquella parte de si mismo antes sumergida por el ímpetu de la juventud, luego del dolor, y que ahora sentía descubrir por primera vez.
Con una carta había avisado a Giovanni de su llegada. Cuando descendió en Viterbo vio que le estaba esperando. No lo reconoció, cubierto como estaba por un gran abrigo negro y con un sombrero ancho para resguardarse de la lluvia. Luego cruzaron sus miradas y le sonrió. Fue entonces cuando él lo vio. Ni siquiera Giovanni lo había reconocido. Se había acercado después de darse cuenta de que era el único militar que descendía y se había encontrado delante de un hombre joven, delgado y pálido, que miraba a su alrededor casi temeroso, cansado y torpe de movimientos, cuya mirada había perdido la brillantez de la juventud. Sólo después de haberlo mirado fijamente más atentamente había visto la sonrisa dolorosa iluminar los rasgos del muchacho que había partido vivaz años antes. Se acercaron y finalmente se abrazaron, el cuerpo robusto de Giovanni, apenas engordado en aquellos años, y el demacrado de Rudi.
–¡Ya era hora, has llegado! ―exclamó alegre escondiendo sus impresiones.
–Sí, finalmente en casa.
–Te están esperando todos, non ven la hora de volverte a ver. Hace días que te esperamos…
–También a mí las últimas horas no me pasaban…
–Tienes un aire cansado…
–Sí, estoy cansado. El viaje ha sido interminable.
–Tengo la carreta ahí fuera. Ten, ponte la capota, hoy hace frío. Giulia te manda algo para llevarte a la boca. Pensó que no habrías comido en todo el viaje.
Giulia.
Rudi sonrió al pensar en Giulia, tan responsable y segura, en su sentido práctico que emergía en cada ocasión. Era verdad, no había comido desde hacía horas y hasta ese momento no le había hecho ni caso, habituado como estaba a las privaciones de la trinchera. El perfume que salía del contenedor despertó de repente su apetito y, sentado sobre la carreta al lado del cuñado, lo primero que hizo fue abrir el recipiente de metal y saciarse.
El viaje duraría unas dos horas. En el camino de tierra batida las piedras hacían saltar el vehículo y Rudi no conseguía esconder alguna mueca de dolor.
–¿Cómo estás? ―le preguntaba Giovanni, pesaroso por su aspecto de sufrimiento.
–No te preocupes, perfecto, en cuanto lleguemos a casa pasará todo.
Los dos caballos, mojados por la lluvia y por el sudor, trotaban sin necesidad de ser guiados. Conocían el camino por haberlo hecho muchas veces cuando se desplazaban a las ferias y la vuelta era siempre más alegre que la ida, sobre todo en los períodos en los que la inclemencia del tiempo hacía desear el calor del establo.
Giovanni habría querido averiguar muchas cosas pero viéndole cansado se limitó a preguntar lo indispensable. El mismo Rudi, en cuanto estuvo seguro de cómo se encontraba la familia, prefirió el silencio.
Llegaron a la hora de comer.
El primero que vio la carreta que entraba en el camino fue Antonino. Desde hacía unas horas iba de aquí para allá, entre la puerta y la ventana de la cocina, en unas eternas idas y venidas que ponían nerviosos a todos. Había insistido para que el padre lo llevase con él pero Giovanni ni había querido saber nada de eso y él no había hecho otra cosa que engañar al tiempo esperando, de alguna forma, al tiempo su vuelta.
Las mujeres, desde la mañana, se habían puesto en acción para preparar lo mejor de sus manjares. Giulia escondía ansia y agitación en un silencio ocupado que le hacía comprobar sin ningún motivo las cacerolas en el fuego y volver continuamente la mirada a la ventana, sabiendo que la hora en que llegarían todavía estaba lejos.
–¡Ahí están, ahí están! ―la voz de Antonino resonó alegre y todos corrieron hacia la puerta de entrada.
Los niños, en un abrir y cerrar de ojos, salieron al exterior y saltaron alrededor de la carreta antes incluso de que se parase totalmente. Ada y María salieron al porche y Giulia se quedó inmóvil en el umbral de la puerta, casi como queriendo asegurarse de que fuese él realmente, antes de correr a su encuentro.
–Despacio, despacio ―Giovanni intentaba calmarlos y salvar a Rudi de sus efusiones.
–Tened cuidado, el tío está herido, tened cuidado…
Rudi se había inclinado y no se substraía a sus abrazos, aunque intentando defender el hombro dolorido.
–Antonino, eres ya un hombre…