Fosco había estado silencioso durante buena parte de la cena, casi arrepentido de haberse querido confundir en aquel sufrimiento tan privado pero Rudi y Giovanni habían conseguido incluirlo en su conversación y sólo entonces, también Giulia, había parado de estudiarlo. Durante toda la comida había sentido una pequeña incomodidad cada vez que intuía su mirada posarse en cada uno de ellos, una violación inconsciente de la intimidad familiar. Advertía, no sólo la curiosidad normal de un extraño sino también el deseo de penetrar a fondo en cada uno de ellos, casi como pidiendo confirmación de una convicción precedente.
María tenía un color terroso y el vestido negro resaltaba la palidez violácea del rostro. Se había quedado encerrada en sí misma, aislada de los otros, buscando con los ojos a la cuñada para que le diese instrucciones de cómo comportarse. Nada de lo que se dijo pudo atravesar su dolor.
–Nos vamos arriba, si no os importa .
Había sido Giulia la que había hablado por las dos. Fosco se levantó para despedirlas y todos les desearon una buena noche después de días y días de fatiga.
En cuanto los hombres se quedaron solos en la gran cocina, ahora ya silenciosa, el tono de la conversación cambió, como si hasta ese momento hubiesen querido evitar a las mujeres el peso de sus preocupaciones.
Después de unos minutos de silencio, casi en voz baja, Giovanni dijo:
–¿Qué se dice en Milano sobre este armisticio?
–Bueno… por ahora hay sólo entusiasmo por el fin de la guerra ―respondió Rudi.
–Sí, es verdad. En Villa Giusti ha terminado una larga pesadilla.
–Debemos prepararnos para grandes cambios ―dijo Fosco
–¿En qué sentido? ¿Qué cambios? ¿No hemos vivido ya bastantes? ―Giovanni se había dirigido al joven que, de repente, se había convertido en más atento y serio.
–No volveremos a ser ya los mismos. No hablo de nosotros que hemos vivido la guerra en las trincheras, sino de toda la sociedad.
–Y yo que había pensado que había ido a liberar Trento y Trieste… ―dijo con tranquilidad Rudi.
–Tú, como tantos otros muchachos ―respondió Giovanni, casi como queriendo consolarlo.
–Nadie, la haya querido o no, habría pensado nunca en una guerra de tan vastas proporciones. Nunca había ocurrido nada así en la historia. Millones de muertos… millones… pensadlo, millones de muertos y de inválidos ―Fosco parecía que estaba hablando consigo mismo,. ―Los Estados Unidos, que entran en una guerra europea con toda su potencia económica… mundos tan distintos que se tocan. Quién sabe cuáles serán las consecuencias…
–¿Y lo que ha sucedido en Rusia? ¿Os dais cuenta a que tipo de revolución hemos asistido? ―añadió Rudi.
–Es verdad, parece como si no hubieran transcurrido tres años sino un siglo…
–Esta alteración transformará la manera de ver el mundo, cambiará nuestra existencia… vosotros en el pueblo quizás no habéis sido del todo conscientes… para vosotros la vida ha permanecido la misma y la guerra ha traído sólo dolor, sin cambiar mucho las cosas. Pero en la ciudad ha sido distinto. Muchas mujeres han hecho el trabajo de los hombres y no se vuelve atrás. Será esto y otras muchas cosas lo que hará cambiar nuestros valores, nuestras costumbres…
Giovanni escuchaba en silencio. Por las preocupaciones de los dos jóvenes, por primera vez, parecía entender que estaban sólo al comienzo de un nuevo mundo, nuevo y lleno de incógnitas. Casi se sintió viejo. Más que viejo, se sintió anclado a un tiempo que ya no sería el mismo y que le podría fácilmente escapársele de las manos. Vio a sus hijos proyectados hacia un futuro desconocido y, como cualquier padre, tuvo miedo de no conseguir protegerlos bastante.
Rudi y Fosco se fueron unos días después. Ahora ya Rudi había decidido mudarse a Milano. Fosco le ayudaría a encontrar un trabajo en su mismo periódico.
Capítulo XII 1919
El piso de Fosco era pequeño, eternamente en desorden. Bastaba muy poco para que platos y vasos llenasen de repente la cocina, elevada por dos escalones con respecto al resto de la casa. El escritorio, repleto de papeles, enorme en comparación con el resto del mobiliario, había sido movido hasta debajo de la ventana del salón y su lugar ahora lo ocupaba una cama para el nuevo huésped. Fosco había insistido en cederle la única habitación, de todas formas, él dormía muy poco.
–Mira que con todo el follón que hay te arriesgas a que por la noche, en la oscuridad, te caiga encima. Mejor ponte en un lugar seguro.
Rudi había permanecido inflexible.
En efecto Fosco dormía muy poco. En las noches más cálidas permanecía durante horas asomado a la ventana fumando, espiando la vida de una Milano nocturna donde, de vez en cuando, un borracho silencioso se dejaba caer al suelo cerca de una farola para levantarse a duras penas farfullando frases incoherentes. Mujeres con vestidos vistosos y escotados pasaban riendo demasiado alegremente, cogidas a hombres de cualquier edad que se paraban para estrecharlas en abrazos lujuriosos y besarlas en el cuello. A Fosco le bastaba un gesto, una palabra dicha en el silencio piadoso de la noche, para encontrarse imaginando la vida de desconocidos peatones, seguir sus pensamientos y las costumbres en la sordidez de sus casas o en la cotidiana respetabilidad de una existencia burguesa.
Los susurros de la ciudad nocturna, llenos de humedad, entraban en la habitación y la impregnaban de una extraña melancolía que se mezclaba con el humo de los cigarrillos. Hasta que el malestar que lo asaltaba se convertía en intolerable. Entonces cerraba la ventana para mantenerlo fuera.
Sólo con las primeras luces del alba la ciudad comenzaba a cambiar. Las puertas de las casas se abrían y se cerraban suavemente. Hombres y mujeres salían perezosos para ir al trabajo, en una promiscuidad de obligaciones impensables antes de la guerra. Quienes se conocían hacían un gesto de saludo con la cabeza, los otros se rozaban sin mirarse, todavía con las sábanas pegadas y soñolientos. A menudo era a aquella hora que Fosco se iba a la cama para despertarse poco después, reposado como si hubiese dormido toda la noche. Otras veces el amanecer llegaba de repente, casi por sorpresa, y lo encontraba absorto escribiendo.
Rudi había aprendido a conocerlo y no quería que renunciase a sus costumbres. Por esto habían llevado otra mesa a la habitación para que se convirtiese en el nuevo escritorio de Fosco sobre el que pasar las largas noches de insomnio.
Fosco no tuvo que insistir demasiado en el periódico para que contratasen a su amigo. Necesitaban gente joven dispuesta a seguir los acontecimientos acelerados que conmocionaban a la ciudad. Rudi se había presentado como un muchacho apropiado para seguir la crónica ciudadana. El nuevo trabajo le hacía estar todo el día recorriendo la ciudad y por la noche, en casa, comentaban juntos los acontecimientos cotidianos, cada vez más preocupados por el clima de agitación que repercutía sobre la ciudad.
–Hoy he visto a un grupo de mujeres que protestaban delante de un horno. Gritaban que el pan no puede costar cuatro veces más que hace cuatro meses. El panadero ha tenido miedo y ha cerrado la tienda.
–Desde el fin de la guerra la vida se ha complicado. Con la paz no ha vuelto la normalidad que habíamos esperado. Demasiados descontentos, demasiadas promesas no mantenidas. Temo que este clima de exasperación nos traerá lo peor.
–Por todas partes encuentras grupos de gente que habla de salarios que disminuyen, del coste de la vida que ha aumentado de manera desproporcionada, de los nuevos impuestos y de que, quien ha vuelto del frente después de tanto tiempo, ya no tiene su puesto de trabajo.
–Debemos esperar muchos y nuevos cambios sociales, Rudi, muchos y nuevos.
–Ayer he pasado al lado de la sede de ese nuevo movimiento.
–¿Cuál?
–Los bandas6 italianas de combate.
–¿Has visto algo raro?
–No,