La noche es interminable. Avanzamos unas decenas de metros pero cuando parece que la posición se ha consolidado los enemigos aparecen enfrente de nosotros, preparados para un asalto. Reúno a mis hombres, ahora ya son tan pocos que veo inútil toda tentativa de resistencia, sin embargo se combate, se avanza sin pensar, luego nos replegamos de nuevo, de nuevo sobre los cadáveres de los compañeros muertos. Y de repente, de este infierno no recuerdo nada, a no ser un calor que del hombro desciende hasta el brazo y un vértigo casi placentero que ya no me deja escuchar los ruidos del miedo.
Me desperté en un hospital y aquí me han puesto al corriente de la tragedia que ha conmocionado a nuestro ejército y he sabido de esta retirada que ha destruido todos nuestros esfuerzos de estos años.
Yo estoy mejor y no debéis preocuparos por mí.
Ahora esta guerra ya no me da ni miedo. Es como si la derrota me hubiese hecho consciente de que, ahora, después de tantos sufrimientos, es todavía más necesario defender nuestro país para no convertir en inútil el sacrificio de tantos compañeros. Espero que acabe pronto y que pronto podré volver con vosotros pero no ante de haber cumplido con mi deber.
Dad un beso a los niños. Parra vosotros un abrazo.
Vuestro Rudi.
María levantó los ojos de la carta y miró con consternación a Giovanni.
–¿Rudi está herido?¿… Estamos perdiendo la guerra?
Las noticias llegaban a casa sólo por los periódicos que Giovanni compraba siempre cuando había algo especialmente importante y aquel día en primera página se mostraban perfectamente los comunicados sobre la retirada de nuestra línea y la sustitución en el Comando Supremo del general Cadorna por el general Díaz.
–Pienso que sí ―respondió preocupado ―Está yendo peor de como podíamos imaginar.
Las palabras, finalmente dichas, fueron acogidas en silencio, casi como certificando los pensamientos de todos ellos. Ahora, cada tarea cotidiana se veía como un peso que soportar y un alivio al mismo tiempo, un modo para deberse mover y sacarse de encima la angustia de horas interminables.
Capítulo IV Agnese y Luciano
Los gemelos, como eran llamados en la familia, habían cumplido cinco años. Para todos eran los gemelos y no sólo porque lo eran sino porque estaban unidos el uno a la otra de aquella manera que parecía no haberse disuelto desde su nacimiento.
–Los gemelos no han comido
–Los gemelos tienen fiebre
–Mira dónde están los gemelos
Nunca nadie los llamaba por su nombre. La diferencia de edad con los hermanos mayores los había convertido en un núcleo cerrado y, sobre todo desde que los mayores iban a la escuela, transcurrían sus días constantemente juntos, completándose en una simbiosis que, a veces, los aislaba tanto que se olvidaban casi de ellos. Raramente se les sentía pelear y en el intercambio de juguetes o en los roles que se atribuían era difícil que surgiese una disputa.
–Haz esto
–No, hazlo tú.
–Vale, entonces lo hago yo
O
–Yo ahora juego con esto
–Y yo con esto, luego nos los cambiamos
Cualquier compromiso, con tal de estar juntos. Y no porque, habitando un poco en las afueras del pueblo, no tuviesen otros compañeros de juegos. Los labriegos a menudo traían a sus hijos con ellos y éstos, aunque intimidados, se quedaban en casa junto con ellos pero, sobre todo, porque para los dos era fácil comunicarse incluso sin palabras, sin necesidad de muchas explicaciones. Todo era más sencillo.
De los gemelos la más robusta era Agnese. Lo había sido desde el nacimiento y también al crecer había mantenido su corpulencia. Era una niña alegre pero no ruidosa, con grandes ojos oscuros que se iluminaban cuando sonreía y casi desaparecían escondidos por las mejillas mofletudas si reía de corazón. Más que con su muñeca le gustaba jugar más con la que había sido de Clara porque pertenecía a la hermana mayor que había renunciado a ella sin arrepentirse. Por su cumpleaños el padre le había traído de la feria del pueblo un cochecito, en todo igual al que realmente había sido suyo. Ahora la pequeña mamá cuidaba a su niña llevándola de paseo por el porche, cubierta con una pequeña colcha amarilla que la tía María había confeccionado para ella y mientras paseaba sentía que todo era perfecto: una casa, una mamá, una niña y el papá que la esperaba.
El papá era siempre y en cualquier caso, Luciano. Su papel era el de volver a caballo con un corcel de madera, el de comer en una mesa donde todo era muy bueno y el de volver al trabajo, siempre a caballo, al trote o al galope, según las ocasiones. Un papel que resultaba bastante marginal en la marcha cotidiana de su casa, en la que las tareas más exigentes las llevaba a cabo la patrona. Mientras que ella limpiaba, cocinaba, paseaba, para él quedaban unos tiempos muertos que no sabía cómo llenar y entonces:
–¿Ahora qué hago? ―decía.
–Tú trabajas la tierra.
Y él venga a sachar con un bastoncito. Poco tiempo después el labriego se aburría y volvía a casa diciendo que ahora debían dibujar y de esta forma venían abandonadas de inmediato la cocina con las cacerolas sobre el fuego y la pobre muñeca, era abandonada sola en medio del porche.
El tiempo transcurrido en dibujar volaba, sobre todo para él. En esa actividad era Agnese la que preguntaba:
–¿Y ahora?
Sin levantar los ojos del folio, tumbado en el suelo o arrodillado en una silla demasiado cerca de la mesa, Luciano le daba indicaciones y consejos.
Era un niño alto, bastante delgado, parecido, digamos, a la tía María. Su físico era el opuesto al de Agnese y los cabellos, oscuros y lisos, cortados mucho en la nuca, formaban delante una especie de coma que los hacia ir hacia arriba y caer en un mechón rebelde sobre la frente. El rostro no estaba tan dispuesto a la sonrisa como el de la gemela. No tenía un aspecto gruñón, en cambio sí un interés por todo lo que le rodeaba y una manera particular de comprender las situaciones manteniendo un cierto distanciamiento. Con Agnese había momentos en los que parecía depender totalmente de ella, otros en los que era la pequeña quien se confiaba al hermano, y este equilibrio, creado de manera tan natural, los volvía a ambos seguros y, para su edad, bastante independientes.
Había otro niño que era a menudo su compañero de juegos: Andrea, el hijo de Lucia.
Lucia era una mujer joven que los Barrieri conocían bien. Hacía poco que había superado los veinte años pero desde hacía seis o siete trabajaba en sus campos junto con su padre. La madre había muerto en el momento del parto; padre e hija, desde ese momento, se habían quedado huérfanos, perdidos en un mundo que a ellos no les había concedido mucho y que parecía prometerles todavía menos. Lucia había crecido más que en su casa en las de sus vecinas que la cuidaban, unas un día, otras otro día, apiadadas por sus condiciones de miseria y desorden. El padre era un hombre bueno, sencillo, gran trabajador, nacido en un mundo en el que el trabajar mucho apenas permitía para sobrevivir. Salía al amanecer y volvía después de la caída del sol y por la noche no conseguía llevar a cabo todas las tareas de una mujer que no ya no estaba. Su casa estaba en la planta baja, un largo pasillo que cogía la luz sólo desde la puerta de entrada y, al fondo, separado por una cortina, estaba el dormitorio de matrimonio. Las noches de invierno eran largas y frías y la chimenea a menudo estaba apagada. En cuanto caía la oscuridad, antes de tener que encender una vela, se iban a dormir, de esta