En cuanto fue capaz de seguirlo fue con él al campo. No fue ni un sólo día a la escuela y nadie se preocupó jamás por ella. Fueron los Barrieri la primera familia para la que trabajó y con ella se había quedado, creciendo en sus campos año tras año.
La primera vez que entró en la gran casa tenía unos siete años. Debía coger el agua para llevar a los hombres que trabajaban cerca de allí. Aquella casa siempre la había visto desde fuera, de varios pisos, con las cortinas en las ventanas y la gran puerta de entrada. Casi le parecía un castillo. En el pueblo no había otra tan hermosa. Se acercó tímida con el fiasco recubierto de tallos de mijo para que el agua se mantuviese fresca. Se quedó quieta, dudando si empujar la puerta semiabierta o tocar golpeando aquel grueso anillo de hierro que terminaba con una cabeza de león. Desde la penumbra del pasillo apareció una señora alta, severa, que abriendo de par en par la puerta se encontró delante.
–¿Qué haces aquí?
La mujer se había inclinado hacia ella, le había puesto una mano sobre la cabeza y así tan cerca su rostro se había iluminado con una sonrisa que había hecho desaparecer la rigidez anterior. El corazón de Lucia, hasta hacía poco un potrillo enloquecido, con aquel contacto se calmó un poco. Manteniendo los ojos bajos y adelantando el fiasco consiguió decir:
–El agua…
A María aquel ser asustado le produjo ternura.
–¿Cómo te llamas?
–Lucia ―la cabeza continuaba inclinada y las palabras casi susurradas.
–Entra ―le dijo empujándola despacio hacia la entrada. ―Lucia, ¿qué más?
La pequeña se quedó en silencio.
–¿Tu mamá cómo se llama?
Siempre con la cabeza inclinada la niña seguía sin responder. María la guiaba hacia la cocina manteniendo una mano sobre la espalda. A través del pequeño delantal podía sentir todos los huesos.
–¿Y tú papá, tu papá cómo se llama?
–Adolfo…
Comprendió quién era la Lucia de aquel Adolfo que había perdido la mujer demasiado pronto y que aquella niña había crecido en la miseria y la soledad. Llenó el fiasco de agua,
–¿Estás segura que te las apañarás para llevarla? Es pesada…
–Sí, sí ―la voz casi no se oía.
–¿Quieres comer una manzana?
Siempre con el mentón que casi le tocaba el pecho la pequeña dijo no con la cabeza.
–Entonces métela en el bolsillo, la comerás después ―y diciendo esto se la metió en el bolsillo del largo delantal.
–Es más, toma dos, de esta manera podrás dar una de ellas a quien te parezca.
La volvió a acompañar hacia la salida y la vio irse corriendo, como liberada de un peso a pesar del fiasco apoyado en la cadera.
Tan novedosa había sido aquella aventura que Lucia ni siquiera había visto la cocina en la que había entrado. En cuanto estuvo sola la sangre comenzó a latir velozmente en las venas y a colorear el rostro mientras un sentimiento de placer la invadía. Mientras corría sentía las dos manzanas batirle contra las piernas y con la mano libre las tocaba teniendo cuidado para no perderlas. Llegó jadeante, dejó el fiasco cerca de su padre sin decir palabra y se alejó unos pasos. Cogió una manzana, la frotó contra la manga hasta convertirla en brillante y preciosa y a pequeños bocados se la comió como si hubiera sido la manzana de oro de Paris.
Desde ese día era Lucia la que se ofrecía para hacer los pequeños recados a la gran casa y poco a poco comenzó a levantar la mirada cuando se dirigían a ella. Más tarde fueron los Barrieri mismos, si necesitaban ayuda, la llamaban.
Más tarde se casó y nació Andrea y todo pareció distinto. Pero la guerra, de repente primer año, cuando llegó una postal que fue Giulia la que la había leído por ella, le quitó aquella ilusión para siempre. Ahora estaba de nuevo sola trabajando para vivir, para ella misma y para aquel niño que todavía la tenía anclada a la vida. Y los Barrieri acogieron a Andrea siempre con afecto y mientras la madre trabajaba en la casa o en los campos, el niño a menudo estaba con ellos y tomaba la merienda con los gemelos, comiendo grandes rodajas de pan con mermelada.
Capítulo V Antonino y Clara
A pesar de la maternidad Giulia no había engordado y su cuerpo, pequeño y bien proporcionado, había mantenido un aspecto juvenil, adquiriendo una madurez de rasgos y di movimientos que a los ojos de Giovanni la convertían en todavía más hermosa. Más que su aspecto, lo que amaba de ella era el aplomo de los gestos y las palabras, casi una dignidad que no era nunca monotonía o desapego sino una innata capacidad para dar la debida importancia a las situaciones y comprender el momento en el que hablar o deber callar. Era las cualidades que desde el inicio había intuido y que ahora, conociéndola mejor, la convertían en única. Se fiaba de sus juicios y por la noche, finalmente solos en su habitación, mientras contaba con todo lujo de detalles su trabajo, ella lo escuchaba atenta y Giovanni se sentía capaz de compartir un peso. La parte secreta de Giulia estaba escondida muy adentro y se mostraba sólo por ciertas miradas intensas y distantes que desaparecían con un destello repentino de un objeto no visto, como si por un instante hubiese retenido, en un lugar íntimo y remoto, pensamientos intraducibles a los otros. Aquel imperceptible sobresalto, al principio casi atemorizó a Giovanni, luego se había sentido celoso porque intuía que un lugar sepultado en el alma de ella le estaba prohibido, lejano e inalcanzable. Había renunciado a preguntar ¿En qué piensas?, esperando que aquel sobresalto pasase tan de repente como había surgido, un paréntesis del que se sentía dolorosamente excluido, breve inciso de soledad plenamente compensado por la Giulia que aparecía poco después.
Aquella parte de su carácter que habría podido ser tan propenso al desasosiego, había sido atenuado por la vitalidad y el brío de Giovanni. En los tiempos en que el amor de una mujer era medido por la dedicación y la sumisión a un hombre, Giulia había sentido enseguida por él una fortísima atracción física que la había hecho descubrir la pasión todavía incipiente y reprimida de su cuerpo. Al principio de su noviazgo, cuando lo veía llegar desde lejos, sentía las piernas temblar nerviosas y el esfuerzo para dominarse la dejaba sin palabras. Experimentaba casi una sensación de incomodidad cuando pensaba en él, consciente como era de que este sentimiento tan nuevo escapaba a su control y la convertía en más frágil. Después de la boda sus noches enseguida estuvieron desprovistas de cualquier tipo de vergüenza. Felices de gozar el uno del otro sin reservas, guardaban durante el día, a los ojos de la familia, un secreto inconfesable, escondido en el rostro severo de ella y apenas perceptible en los gestos y las miradas de Giovanni.
Giulia sabía que había transmitido a Clara mucho de sí misma, intuía sus pensamientos que, desde joven, había conseguido controlar. Los percibía extenderse incontenibles en la intimidad de aquella adolescente a la que le costaba dominarlos y se encerraba en silencios imperceptibles, casi hostiles. Cuando se dio cuenta de la predilección de Clara por el padre, con alivio había delegado en él el estar en contacto con el alma de la hija, tomando para ella el rol de mera observadora. Esta propensión era compartida secretamente por Giovanni, aunque nunca había surgido de manera racional, y era un gozo, porque con él Clara conseguía abandonarse a juegos infantiles sin la necesidad de esconder aquella inquietudes que él había aprendido a comprender y respetar en Giulia. Clara recibía de su proximidad el calmante para sus ansiedades, no se sentía observada como ocurría con la madre, ni en parte incomprendida como con las tías. Podía ser únicamente Clara, en la sencillez de sus silencios y en la lejanía de sus pensamientos.
La tranquilidad de Antonino era, por el contrario, la felicidad de Giulia. Sociable y afectuoso había hecho brotar todo el instinto maternal de las mujeres de la familia. Era fácil mimarlo y besarle hasta casi no dejarle respirar. No se resistía a los abrazos que lo estrechaban y reía de la misma manera en que se escuchaba a Clara sólo en sus juegos con el papá. Era por Antonino que Giulia abandonaba cada ocupación, cada pensamiento escondido que hubiese podido alterar