Se despertó del todo, bañado de sudor, exhausto por el dolor y sus visiones. Sintió una mano fresca apoyada sobre la frente y durante unos minutos no consiguió hablar, aterrorizado por la idea que el sueño fuese eso y que pudiese desvanecerse en un instante, dejándolo hundirse otra vez en la terrible realidad anterior. Lentamente fue consciente de ello y sin abrir los ojos preguntó:
–¿Dónde estoy?
–En un hospital.
Era la voz de un hombre.
–¿Por qué estoy aquí?
–Estás de vacaciones.
Rudi permaneció indiferente a la ironía.
–¿Estoy enfermo?
–Claro que estás enfermo. Te enfermaba el aire del frente y han pensado en darte una recompensa. Parecen malvados pero son buenos nuestros comandantes.
Abrió los ojos.
–Tengo sed
–Espera ―respondió el otro.
Chasqueó los dedos y dijo en voz alta:
–Camarera ―dijo. ―Una copa de champaña para el señor…
Se acercó una mujer de la Cruz Roja. Rudi comenzaba a tomar conciencia del lugar en el que se había despertado. Vio el rostro de la muchacha acercarse al suyo y escuchó las palabras de una mujer joven
–¿Cómo se siente? ¿Necesita algo?
Antes de que pudiese responder su vecino continuó por él.
–El señor necesita urgentemente beber algo fuerte. Ha pedido champaña de la mejor añada. Enseguida, antes de que se levante y se vaya sin pagar la cuenta.
–¡Qué afortunado es que siempre tiene ganas de bromear! ―respondió sonriendo la joven.
–Tengo sed ―repitió Rudi.
La de la Cruz Roja se alejó para traerle un vaso de agua.
Cuando consiguió mirar alrededor se encontró con una habitación larga y estrecha, un gran pasillo en el que habían sido colocados de la mejor manera unas camas, tres o cuatro camillas y numerosos colchones apoyados en el suelo. Sobre cada uno de ellos estaba tumbado un herido. Había quien dormía, quien se lamentaba en un duermevela aterrador de miedo y de dolor, quien tosía hasta escupir los pulmones, quien estaba despierto y con los ojos abiertos de par en par y vacíos, mirando a su alrededor sin ver nada de lo que le circundaba.
–Bienvenido entre los vivos.
La voz del joven había abandonado el tono burlón. Se acercó hasta que fue enfocado por los ojos de Rudi que lo observaba en silencio, incrédulo por encontrarse fuera de sus anteriores pesadillas.
–Me llamo Fosco Frizmaier ―dijo alargando una mano grande y sólida.
Era un joven alto y muy delgado, con un uniforme andrajoso que llevaba encima y que, no obstante la delgadez conseguía que le colgase por todas partes, era demasiado corto. Las manos descarnadas eran elegantes con dedos largos y uñas redondas cortadas con cuidado. Las muñecas que salían de las mangas de la camisa eran huesudos pero robustos, de la misma manera que los hombros, un poco inclinados hacia delante, que sin embargo tenían una estructura vigorosa. Los cabellos largos, rubios y lisos, caían desordenados sobre la frente demasiado alta y encuadraban el rostro iluminado por unos ojos vivaces y atentos que la vida todavía no había domado, a pesar de que los años de guerra habían hecho de todo para conseguirlo. Caminaba apoyado en una muleta y el esfuerzo para sostenerse sobre una sola pierna le hacía encorvar todavía más los hombros.
Rudi lo miró sin responder a su saludo.
Frizmaier, moviendo velozmente la mano delante de los ojos, dijo riendo.
–¿Estás ahí? ¿Paso más tarde?
Rudi, finalmente, sonrió.
Fosco había sido herido en una rodillas durante un combate contra los austro-húngaros.
–Una lucha casi entre parientes ―decía dado que su abuelo había nacido en Viena y se había mudado muy joven a Milano. Era un enviado de guerra de un periódico que tenía la sede en la ciudad y lo que le ponía como una fiera era el haberse dejado pillar por una bala cuando nunca jamás había disparado un tiro.
–¡Malditos boches, ni siquiera saben disparar, de otra forma hubieran dejado fuera de combate a alguien más peligroso que yo. Así han eliminado una pluma, no una bayoneta!
En la habitación era casi imposible reposar ya fuera de día como de noche. Desde el frente llegaban continuamente nuevos heridos. Las jóvenes de la Cruz Roja trabajaban sin tregua al lado de los médicos que se alternaban para ejecutar las intervenciones con lo que tenían a mano. Muchos de los que traían al hospital eran muchachos muy jóvenes, destrozados por las bombas o dominados por un estado de terror que no conseguían vencer.
Alguno gritaba Mamá, mamá, ayúdame hasta que tenía voz. Luego el grito se convertía en un suspiro, un resoplido. La invocación que debería llegar lejos era recogida por aquellas jóvenes mujeres que acariciaban los rostros y mantenían con dulzura entre sus manos las suyas, pronunciando palabras que hubieran dicho las madres. Hasta que el resoplido se apagaba y el apretón convulso de los dedos se aflojaba con la última ilusión de haber sido acariciados por la tierna mano de la madre.
Era la otra cara de la trinchera, aquella donde la guerra podía quedar sólo interrumpida o acabar para siempre. Después de unos días Rudi comenzó a encontrarse mejor. El dolor del hombro había disminuido y aunque todavía estaba bastante débil comenzó a levantarse y a caminar. Fosco estaba todavía convaleciente pero la rodilla no quería saber nada de funcionar. Si intentaba doblarla sentía unas punzadas que lo inmovilizaban. Debido al dolor fruncía la frente y entornaba los ojos hasta que los convertía en dos ranuras, siseando con rabia.
–¡Malditos boches! ―y encendía un cigarrillo.
Fumaba a menudo, en pie, apoyado en la muleta. Con el cigarrillo entre los dedos recuperaba su actitud despreocupada, conteniendo la amargura y la preocupación en un ángulo escondido pero no del todo invisible de su mirada. Siempre tenía cigarrillos y los ofrecía a todos los que le pedían unas caladas.
Sentados sobre la misma cama Fosco y Rudi tuvieron tiempo de conocerse. Rudi contó cosas de él, de su pueblo, de sus sobrinos y lo hizo con la nostalgia de quien saborea cuán importantes son las cosas que antes dábamos por descontadas. Fosco escuchaba con la curiosidad de quien descubre la tranquila vida de provincia y preguntaba sobre Giulia y Giovanni, Ada y Maria como si los conociese. Luego habló de su vida en el periódico, de su familia tan distinta, de sus viajes detrás de un padre embajador. Rudi escuchaba lo que el compañero decía con la curiosidad de quien abre una ventana sobre un paisaje completamente nuevo. El mundo que les rodeaba desaparecía por lo menos durante el tiempo que duraban las conversaciones. La guerra, el dolor, el terror que leían en los ojos de los compañeros se perdían, lejanos de las conversaciones que los hacían retroceder en el tiempo, cuando no había nada de esto. Hablaron de mujeres, de cómo las habían conocido, de aquellas que habían creído amar al menos un poco y de aquellas con las que habían hecho el amor. De cómo ahora, el cuerpo de una mujer, su piel cálida , sutil y lisa, habría saciado la sed de sus sentidos y de cómo habrían sanado enseguida después de haber hecho el amor con ella. Luego, en el primer momento de silencio que transcurría entre los pensamientos y las palabras, la realidad reaparecía y el hedor de los cuerpos, la voces de dolor que los rodeaban volvían a existir y los desanimaban con prepotencia para anclarles a la vida real.
Capítulo VII Rudi en casa
Dos semanas después Rudi salió del hospital con un mes de permiso. Fosco fue dado de alta y había intentado convencerlo