–¡Giulia! ―en cuanto se liberó de los brazos que lo rodeaban se acercó a ella y se estrecharon con fuerza sin hablar.
Los días que transcurrió en casa pasaron rápidamente, rodeado por las atenciones de los adultos y por el afecto de los niños. A pesar del baño caliente, la cena abundante y el perfume olvidado de las sábanas frescas recién lavadas, la primera noche no consiguió liberarse del cansancio mortal que lo oprimía. Con los ojos cerrados, inmerso en el silencio de la oscuridad de la habitación, intentaba gozar de aquella paz pero enseguida el vacío se llenaba con los ruidos y los gritos, los gemidos y el fango, hasta que el rostro putrefacto de un compañero caído lo sobresaltaba con la sensación de caerse en un pozo. Bañado de sudor abría los ojos de par en par y se encontraba atenazado a las mantas intentando parar aquel descenso destructivo, con el hombro dolorido por el esfuerzo de aferrarse a un punto de apoyo. Jadeaba fatigosamente e intentaba calmar los latidos del corazón esperando no haber gritado y no haber despertado a alguien.
Al alba escuchó los primeros ruidos suaves de la casa. La luz que se filtraba desde las ventanas lo ayudó a expulsar las visiones de la noche y finalmente consiguió dormirse. Se volvió a despertar cuando los muchachos mayores ya habían vuelto de la escuela y todos lo estaban esperando para comer.
Día tras día reponía las fuerzas y recobraba su color natural. Giulia lo observaba con atención cuando él no la miraba, anhelante por tirar abajo aquel muro involuntario que la separaba dolorosamente de él, en busca de una grieta que pudiese hacerla penetrar en su alma turbada e inquieta. Rudi sentía aquella mirada introducirse en sus silencios e imaginaba con dolor su preocupación. Fingía no darse cuenta de nada hasta que conseguía sacársela de encima y participar en la vida cotidiana, dejando en ella la esperanza de que antes o después todo pasaría y que sólo era necesario esperar.
El físico joven le ayudó a reponerse enseguida y de su rostro parecieron desaparecer los signos del sufrimiento más profundo. Después de tres semanas comunicó que se iría anticipadamente para quedarse algunos días en casa de un amigo antes de volver al batallón.
Capítulo VIII Rudi y Fosco en Milano
Fosco lo esperaba en la estación central. Apoyado en el estribo del tren Rudi vio la figura desgarbada de él que sobrepasaba la multitud y repasaba con los ojos las ventanillas de los vagones.
–¡Fosco! ―gritó mientras agitaba la mano.
El amigo se giró y sonriendo levantó el bastón en señal de saludo.
Su forma de caminar era todavía deficiente.
–Viejo pirata, pensaba que ya no venías. Estoy contento de verte aquí. ¿Cómo estás? ¿En casa están todos bien?
–Sí, gracias… ¿y tú? ¿Cuándo tirarás este trozo de palo? ¿O se ha convertido en un signo de distinción…? me apuesto los que sea a que así eres más interesante.
–¡Justo,tengo a mis pies todas las bellezas de Milano, sobre todo las casadas!
–¿No hay nada para mí?
–Tranquilo, te dejo alguna.
Se fueron hacia la salida dándose golpecitos sobre la espalda y riendo como quien desde hace tiempo espera verse, mientras la fría noche de primeros de diciembre se iluminada lentamente con las farolas de las calles.
Fosco vivía solo. La casa, en el corazón de la ciudad vieja, era un pequeño apartamento de tres habitaciones, tapizado de libros y revistas esparcidas por todas partes, en un desorden no querido pero que estaba de acuerdo con su propietario. A pesar de las protestas insistentes para dejarle el dormitorio, a él le bastaría con el sofá del estudio en el que dormía a menudo hasta la mañana.
–¿Cuanto te puedes quedar? ―le dijo.
–Pocos días, dentro de una semana me debo presentar en el cuartel
–Yo no vuelvo más… ―dijo en tono serio ―la pierna me duele todavía… no creo que vuelva a ser como antes… ¡malditos boches! ―la afirmación, ahora ya habitual, tenía el poder de alejar los pensamientos más tristes y devolverle la sonrisa.
–Es tarde, vamos a cenar. Hay un sitio justo aquí abajo. Con la cocina soy un desastre.
La zona de la cocina era, realmente, pura desolación y Rudi, que no despreciaba una buena comida, apoyó la idea con decisión.
La trattoria estaba cerca de casa, al dar la vuelta a la esquina. Un pequeño local en el que se respiraba un placentero aire familiar. Se sentaron en una mesa al lado de la pared. Rudi observó los cuadros colgados de los muros: dibujos, caricaturas, autógrafos, tan numerosos que casi la cubrían totalmente.
–Los dejan los pintores para cancelar sus deudas ―explicó Fosco. ―Totò, el propietario, no se lamenta, dice que antes o después alguno se convertirá en famoso y con su cuadro pagará también por los otros.
–¡Es fantástico Totò!
–Es simpático pero no te creas, como buen napolitano sabe lo que se hace. ¿Te gusta el estofado? No lo preparan nada mal.
Totò había subido los dos escalones que separaban la cocina de la sala y había aparecido en el umbral de la puerta.
–Buenos días, licenciado5 ―dijo volviéndose hacia Fosco.
El tono amigable se adaptaba perfectamente a su figura corpulenta. La cabeza redonda y casi sin cuello estaba derecha y atenta, encuadrada por cabellos un poco largos, negros y rizados. Los ojos, grandes y además oscuros, con un vistazo habían atravesado toda la sala y se habían parado en ellos. Era verdad, el aspecto astuto que revelaba el sentido práctico el comerciante, suscitaba simpatía porque no estaba escondido sino que se revelaba abiertamente.
Fosco respondió en tono también familiar.
–Buenos días, Totò, hoy hay un amigo conmigo. Lo habitual, para dos, y vino tinto, ¡del bueno, eh!
–¡Cómo no! ―respondió el tabernero riendo y volvió a bajar.
Se había sentado manteniendo la pierna rígida apoyada en el bastón puesto de través. Durante toda la cena, en la que comió poco pero en compensación bebió bastante, habló del trabajo con el que se había reincorporado a la redacción y con la esperanza de poder volver a trabajar de enviado especial. Dijo que estaba intentando escribir los recuerdos de lo que había visto y vivido y que, junto con los artículos expedidos al periódico durante la permanencia en el frente, querría recopilar en un libro.
Los cuatro días que Rudi estuvo en Milano los ocuparon visitando la ciudad. El amigo le mostraba los rincones escondidos a la mayoría, ligados a recuerdos personales, a eventos trágicos o curiosos. Era un buen conversador, agudo y vivaz, al que se escuchaba con atención y curiosidad. Rudi se sentía en plena sintonía con su visión aparentemente despreocupada del mundo. Había comprendido como bastaba mirar más allá de aquella fachada para detectar el deseo de conocer y analizar los acontecimientos, una capacidad de trabajar hasta la extenuación sometiendo a esta necesidad cualquier exigencia personal.
Hablaron de los últimos acontecimientos de la guerra, de los horrores que habían conocido y Fosco reafirmó con pasión las razones que lo habían llevado a defender la no intervención en una empresa que costaba tantos sacrificios.
Se despidieron en la estación. Fosco parecía más sereno como si en aquellos cuatro días hubiese podido aligerar la mente de visiones y palabras demasiado tiempo contenidas. Rudi, por su parte, ocultaba la clara conciencia de haber descubierto un territorio ignorado y de haber conocido al guía justo para introducirse en él.
Capítulo IX 1918
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