–Dadle quinina por la mañana y por la noche. Esperemos que no sea tan virulenta como al principio.
–¿Y los niños? ―preguntó Giulia.
–Es inútil llevarlos a otro sitio. La posibilidad del contagio está por todas partes. Intentad mantenerlos alejados de la tía y ventilad a menudo las habitaciones. No se puede hacer más. Mañana vendré a verla de nuevo.
Acompañado por Giovanni el doctor se dirigió hacia la salida dejando a las mujeres con su silencio.
–Lo sabes mejor que yo ―le dijo cuando estuvieron en el umbral ―no se puede esperar mucho. En estos últimos tiempos he visto morir en pocos días a gente muy joven que rebosaba salud. Esta es la última tragedia de la guerra. Quizás ha sido justo esta la guerra que hemos combatido en casa. Valor. Nos vemos mañana.
Se despidieron con un apretón de manos. A Giovanni se le había encogido el corazón por la preocupación. Marinucci lo había visto nacer a él y a sus hijos, era un viejo médico que había desarrollado su trabajo con dignidad, sufriendo con los medios limitados que la medicina ponía a su disposición. En aquellas pocas palabras habían aflorado el cansancio y la desesperación de quien no consigue ya soportar la carga de tanto dolor que, sumado al lastre de los años, estaban convirtiéndose en un fardo tan pesado que le obligaría a jubilarse.
La epidemia había sido terrible y había golpeado por igual niños, jóvenes y ancianos. Habían muerto en el pueblo tanto que no había cajas para enterrarlos y los cadáveres eran llevados al cementerio en un carro y depositados bajo tierra. Se había abatido como algo horrible y oscuro sobre la población ya duramente castigada por los años de guerra. Familias enteras habían sido diezmadas. Sólo algunas semanas antes habían muerto, en el arco de pocos días, dos hermanas muy jóvenes y el dolor de la madre, entre otros muchos, había conmocionado a todos los ciudadanos.
La mente de Giovanni fue atravesada por estos pensamientos y su peso pareció recaer de repente sobre sus hombros. Luchó consigo mismo para intentar alejarlos y recuperar un poco de esperanza que le permitiese volver a entrar en casa y difundir un poco de ésta entre los otros.
Capítulo X Ada
Los días siguientes estuvieron repletos del ir y venir de las mujeres que se turnaban para asistir a la enferma.
Las condiciones de Ada empeoraban. La fiebre muy alta no le daba tregua y en poco tiempo su hermoso cuerpo se había consumido tanto como para no ser reconocido. Habían llamado a Lucia para que ayudase en casa. Se ocupaba de los más pequeños mandándoles a menudo fuera, aunque los días días eran demasiado fríos. Si Antonino y Clara, conscientes de lo que estaba sucediendo, se movían silenciosos entre los adultos, los gemelos intentaban enseguida sacarse de encima la tristeza que advertían dentro de los muros de casa. Bastaba que saliesen para volver a su vitalidad y despreocupación. A ellos se les unía Andrea ya que la madre, no teniendo a nadie con quien dejarlo, lo llevaba consigo cuando iba con los Barrieri, y esto se convertía en motivo de vivacidad adicional. Por la noche, más cansados de lo normal por los juegos al aire libre, eran mandados a dormir más temprano.
Durante la noche las mujeres se alternaban en el lecho de la enferma. Intentaban aliviar su sufrimiento poniendo en la frente paños húmedos. La fiebre la devoraba y en los últimos dos días los estertores de su respiración parecían expandirse por el aire, agigantase y llenar toda la casa. La muerte de Ada dejó el tremendo vacío de las muertes inesperadas y un sentimiento de incredulidad. El hecho, tan imprevisto y trágico, obligó a los adultos a convivir con el pensamiento de la precariedad de la existencia. Este sentimiento, unido al cansancio y a la consternación, vaciaba sus cuerpos de toda energía. Giovanni daba vueltas por la casa sin decidirse a volver a trabajar, María pareció en pocos días envejecer años, silenciosa y muy delgada en su vestido negro. Giulia, de repente, había tomado el toro por los cuernos y se había encerrado en un silencio doloroso y eficiente. Cuando comprendió que no había nada más que hacer, había cambiado inmediatamente de actitud. Sin tener en cuenta ningún tipo de consideración, a la que, a hechos consumados, tendría todo el tiempo para dedicarse, organizó la vida de la familia de manera que pudiesen sobrevivir todos de la mejor manera a aquellos días de tempestad. Hablaba muy poco e incansablemente, día y noche, siguió cada instante de la enfermedad. María y los otros seguían sus órdenes, como marineros que, en situación de peligro, reconocen en el capitán, no a aquel que da las órdenes, sino al único en que poder confiar completamente.
Los chicos habían reaccionado de distinta manera ante la noticia de la muerte. Antonino había llorado mucho y, perdido en su dolor, se había refugiado muchas veces entre los brazos de la madre y de la tía. Nunca había entrado en la habitación de la enferma y tampoco ahora, después de muerta, quería verla. Clara se había quedado casi apartada. No preguntaba nada. Miraba a su alrededor cada vez más silenciosa, que se encerraba todas las tardes en su habitación, olvidada por todos, para salir sólo cuando el hermano iba a verla para buscar compañía y consuelo, y juntos bajaban a comer. A la pregunta del padre de si quería despedirse por última vez de la tía, había respondido que sí. Con él de la mano se había acercado al lecho en el que el cuerpo de tía Ada reposaba ya sin vida, vestida como la había visto en los días de fiesta, con el chal negro en la cabeza y el rosario entre las manos. La observó durante un rato y pensó que parecía de cera, la nariz delgada y el cuerpo suave, siempre dispuesto para un abrazo cálido, ahora rígido y hostil. Advirtió su alejamiento y Giovanni sintió que la mano encerrada en la suya era recorrida por un ligero temblor nervioso. Le rodeó los hombros y la acercó hacia él, intentando protegerla de aquel dolor que por primera vez, sin lágrimas, le rompía el alma. La hizo salir de la habitación manteniéndola apoyada a su pierna y ella pudo advertir el olor cálido que la consolaba imperceptiblemente.
Capítulo XI Preocupaciones
En el funeral no había mucha gente. El miedo al contagio flotaba en el aire y muchos debían volver de la guerra. En la iglesia, sentadas en los primeros bancos estaban sobre todo las mujeres, vestidas de negro con grandes pañuelos oscuros que cubrían sus cabellos. Unos poco hombres permanecían en el fondo, en pie, con los sombreros en la mano. Antes de que el féretro saliese de casa había vuelto Rudi. Se había enterado de la noticia a través de Fosco, con quien se había hospedado los días siguientes al fin de la guerra. Se había marchado enseguida y el amigo no había querido dejarlo solo así que lo había acompañado hasta Viterbo.
Giulia se lo encontró en el umbral de la puerta.
–Rudi… has llegado a tiempo…
–Giulia…
Se abrazaron con fuerza, en silencio y durante un instante ella pensó que aquel ya no era el muchacho que había partido unos años antes.
–He traído conmigo a Fosco… estaba en su casa… fue allí donde el ejército me ha comunicado la noticia… había dejado su dirección…
–Has hecho bien… no sabíamos cómo encontrarte y…
–Giovanni…
Rudi se acercó al cuñado que estaba bajando las escaleras de las habitaciones y se intercambiaron un apretón de manos que no necesitaba de las palabras.
–¿Los niños y María están bien?
–Sí, están bien ―respondió Giulia ―Ya se han ido a la iglesia. Queríamos evitar que vieran…
–Es mejor así, es mejor así… Perdona, Giovanni, no te he presentado todavía a Fosco Frizmaier…
Un poco alejado Fosco observaba la escena de la que era espectador, a la espera de poder formar parte de ella. Bien abrigado en su gran gabán negro parecía todavía más alto y más delgado. El apretón de la mano delgada en el momento de la presentación le pareció a Giovanni vigoroso y sincero. Giulia advirtió su mirada indagadora cuando se inclinó hacia ella para saludarle.
En la iglesia los sobrinos habrían querido estar con Rudi y a Antonino se le había escapado una sonrisa y un brillo de alegría le había atravesado los ojos. Había sido suficiente la mirada elocuente de la tía para disuadirlo de hacer nada más.
Por