Desvestir al ángel. Eleanor Rigby. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Eleanor Rigby
Издательство: Bookwire
Серия: Desde Miami con amor
Жанр произведения: Книги для детей: прочее
Год издания: 0
isbn: 9788418013416
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de sus labios en la mejilla. Mio estuvo segura de que le palpitaría aquella zona de la cara durante el resto de su vida. Tensa de la emoción, pero con los ojos cerrados y un suspiro atascado en la garganta, formó un estrangulado «gracias» que no llegó a sonar.

      —¡¡Cal, corazón mío!! ¡Ven aquí que te coma a besos!

      Mio se separó de él como si acabaran de cazarlos en medio de un juego sexual. Era tan ridículo que hasta le hacía gracia. Ella hiperventilando por un beso en la mejilla, y Caleb saludando a su madre con esa contenida expresividad que tan hablaba de sí mismo. Ese era él, el hombre que te abrazaba evitando que sintieras sus dedos, practicaba caridad a partir de dos besos educados y sonreía con la misma calidez casi a todo el mundo: ninguna. No era frío, sino comedido, educado, y con un sentido de la justicia apabullante. Pero a Mio no la engañaba. Sabía de sus preferencias porque, aparte de notarse lo bastante para sufrirlas, las había vivido en directo y diferido durante muchos años. Sabía que la única persona que quería más que a su madre, la matriarca Sandoval, era Aiko.

      Mio estaba con él en eso. Aunque su madre era asidua a las críticas y la ignoraba olímpicamente, no podía evitar adorarla. ¿Cómo no hacerlo? Empezando por su desenvuelta manera de ser, pasando por la historia de su vida y terminando en que solo por ser su madre debía quererla, Aiko I era la niña de sus ojos. Para las hermanas Sandoval, el gran defecto era el padre, con el que mantenía una tempestuosa relación. Se habían separado para volver cientos de veces. Gracias a Dios, en los últimos tiempos —y después de una seria discusión entre los dos y la hija mayor—, lograron asentarse y vivían, más o menos, como una pareja corriente. O eso es lo que ellos contaban. A saber si era cierto… Costaba saberlo cuando decidieron trasladarse a la ciudad natal de su padre, Barcelona.

      —Pero mira qué guapo estás —decía la Aiko primera de su nombre, revolviéndole el pelo a Caleb—. ¿Te lo has dejado crecer? Fíjate, seguro que has estado haciendo ejercicio... Oye, este color te sienta genial.

      Eso de las críticas no aplicaba a Caleb. No aplicó nunca, en realidad. Ni siquiera cuando eran niños y derramaba la leche, o agarraba una pataleta. A ojos de su madre, Caleb siempre fue un niño que necesitaba exclusivamente amor y comprensión. Y era verdad. Ya era «el amigo de la escuela de Aiko» cuando perdió a sus padres en un accidente cuando se conocieron. A raíz de la tragedia y que no pudieron contactar con ningún familiar cercano, tuvo que vivir con diversos padres adoptivos. La mayoría no le cuidó bien. No lo quisieron. Mio no lo sabía porque él lo dijera, porque ese tema era terreno pedregoso y lo esquivaba como un profesional… Sino porque Aiko I se lo contaba. Como recibía suficientes desprecios por parte de sus tutores, mamá se controlaba y lo educaba a su manera durante los veranos, sin varas ni castigos.

      —Lo del pelo... —Se pasó una mano por la cabeza. Mio reconoció la ligerísima tendencia a la timidez que afloraba en él cuando su madre estaba allí, y tuvo que contener una sonrisa—. He pedido cita mil veces con el peluquero, pero se me olvida ir.

      —Si es que te pasas todo el día trabajando, y eso no puede ser. La vida es muy larga, hay tiempo para hacerlo todo, cariño. No pierdas tus horas libres en el despacho. ¡Estás en la flor de la vida! —Se giró, al fin, hacia Mio. Sus labios dibujaron una sonrisa gigantesca—. Cielo, me alegro muchísimo de verte… ¿Eso que llevas es un vestido de tu hermana?

      —Pero bueno, ¿qué es toda esta multitud? —interrumpió Marc. Se echó el paño con el que se secaba las manos sobre el hombro y miró a Caleb—. Ha debido costarte un gran esfuerzo venir.

      Mio reconoció a través del autocontrol de Caleb que no se tensaba de milagro.

      —¿Y eso por qué? —preguntó el moreno.

      —Oh, por nada. Sé que eres un hombre ocupado —concretó Marc.

      No le sacaba los ojos de encima a su rival.

      Mio sabía muy bien de dónde salían esas miradas despectivas el uno al otro. Caleb, celos. Marc, recochineo por haberse quedado a la chica. Sabía poco al respecto, puesto que durante la época en que Aiko y Marc empezaron, se preocupó más por la salud de su hermana que de cómo se sintiera Cal respecto a la relación, pero era evidente que este no podía soportar al hombre que le había levantado al amor de su vida. Mio entendía sus sentimientos, aunque tampoco estaba de su parte. Era la vida de su hermana, podía hacer lo que quisiera. Caleb debía rehacer la suya. A poder ser, con ella.

      «Mio, por favor».

      —¿A qué esperáis para venir a comer? —exclamó Aiko II desde la terraza—. ¡La mesa lleva preparada media hora!

      Marc sonrió a Caleb.

      —Los últimos serán los primeros —dijo, haciendo una reverencia para que cruzara a la sala.

      Las pullas eran tan sutiles que nadie se daría cuenta si no estuvieran al tanto de la historia. Ese era el talento de Marc, socio del bufete de abogados más brillante de Miami, quizá incluso de toda Florida. Ser implacable sin perder el estilo.

      Mio se giró hacia su madre buscando ese abrazo parental que tanto necesitaba para cubrir sus inseguridades. Ella se lo ofreció, pero duró apenas unos instantes. Enseguida buscó la voz de la primogénita al grito de «¿dónde está mi niña?».

      «Pues aquí, justo detrás de ti, que tienes dos. Podrías hacer el favor de acordarte de vez en cuando».

      Suspiró y siguió a su madre a la terraza. Las vistas eran alucipantes desde allí. Kiko y papá, Raúl, conversaban mientras la primera colocaba los platos con un delantal sobre el vestido veraniego. Era la clase de mujer a la que le quedaba de maravilla un pantalón de cuero, un traje de chaqueta, un pijama y el uniforme de ama de casa. En cuanto a ella, pues... Mio podía decir que (aún) no se había cargado las medias, y que no le sentaban del todo mal. Porque eran constrictoras, como las boas, y la hacían parecer más delgada.

      —No me digas que has cocinado tú —exclamó la madre, emocionada.

      Aiko esbozó una sonrisa de circunstancia que Mio conocía muy bien. La desarrolló a raíz de la última discusión seria que tuvieron, hacía año y medio, en la que confesó que se sentía la segundona de la familia. A partir de entonces, su hermana mayor se esforzó por difuminar esa línea separadora. Lamentablemente no había tenido grandes resultados.

      —Sí… Quería celebrar esto a lo grande, haciendo la comida preferida de Miau. Estamos aquí por ella, ¿recuerdas? Ya es una abogada con todas las de la ley. —Y sonrió con cariño, esta vez de verdad. Mio tuvo que contenerse para no tirarse encima, agarrarse a su pierna y comérsela a besos—. Por favor, sentaos.

      Aiko no sabía cocinar. Era lo único que le salía mal, y lo único con lo que se dio por vencida. Pero el acontecimiento debía ser importante si se había tomado la molestia de entrar en la cocina para hacer algo que no fuese coger el matamoscas. Incluso había tenido la amabilidad de ponerse un vestido cualquiera, no maquillarse e ir por ahí descalza, en un intento por pasar desapercibida. Pero daba igual lo que hiciera, porque en cuanto se sentaron, su madre no tardó en dirigir la conversación a ella.

      —Me encanta la casa. No imaginaba que os iríais a vivir juntos definitivamente —decía Aiko I—. Vais en serio de verdad.

      —Por supuesto —dijo Marc, acomodándose en la silla—. No puedo perder a una mujer que cocina tan bien.

      Su sonrisa se hizo socarrona al mirar a Aiko, que solo entornó los ojos.

      Traducción: se había encargado él hasta del espolvoreado del postre.

      —Machista de mierda —masculló Caleb, tan bajo que solo Mio pudo escucharlo.

      —Oh, entonces... —continuó la madre—. ¿Has aprendido a cocinar?

      Aiko lanzó una mirada incómoda a Mio, que acariciaba el rabillo de los cubiertos con aparente indiferencia. Bueno, no era nada nuevo que dieran prioridad a las pequeñeces de su vida diaria. Sería deprimente que después de años, décadas, no se hubiera acostumbrado.

      —Hago