Desvestir al ángel. Eleanor Rigby. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Eleanor Rigby
Издательство: Bookwire
Серия: Desde Miami con amor
Жанр произведения: Книги для детей: прочее
Год издания: 0
isbn: 9788418013416
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animar a Perro a subirse a sus dedos. ¿Quién no quería subirse a ellos?

      «Mio, tía».

      Caleb se sumió en uno de sus silencios reflexivos, breves periodos de concienciación que le asaltaban a diario. Mio estaba acostumbrada a verlo fijarse en un detalle, y, sobre él, meditar para sus adentros. En esos momentos, ella solo quería apoyar la cabeza en su hombro y robarle un beso en la mejilla, o abrazarlo. Quería abrazarlo, a cualquier hora, sin importar dónde, o cómo, o quiénes asistieran. Sabía cómo se sentían sus labios sobre la piel, pero no cómo era que la arroparan sus brazos. Ni Aiko tampoco. Nadie había logrado aún ser blanco de sus gestos cariñosos. Como mucho, abrazaba por la obligación de ser educado.

      —¿Dejaré alguna vez de querer lo que quiero? —preguntó de repente. Mio no se atrevió a respirar, por si se perdía el «pío» de Perro. En voz baja, añadió—: ¿Dejará de doler?

      El pájaro movió la cabeza como si no entendiera nada, y por estúpido que fuera —porque, en realidad, no era una fuente fiable—, su silencio le rompió el corazón. Caleb quería dejar de amar a alguien que no le correspondía, y lo quería más de lo que ella necesitaba que borraran su nombre del alma. Era duro verlo machacándose en el trabajo porque no encontraba emoción en nada más, porque Aiko se lo había quitado todo al buscar su felicidad. Pero era todavía más duro no verlo, no estar con él para ofrecerle un mínimo consuelo. Por eso, porque era una gran oportunidad y porque quería demostrar que podía ser excelente, aceptó su ofrecimiento y acabó fijando una hora para citarse al día siguiente.

      2

      El verano más largo

      Caleb respiró hondo y enfrentó su mirada en el espejo. Sentía la falta de seguridad en la rigidez de los hombros. Y esa vez no podía culpar a las constrictoras hombreras de la americana. También le sudaban las manos y su corazón latía desenfrenado.

      Carraspeó.

      —Bienvenida —entonó en voz baja—. No, así no. Con ese tono de enmascarado de Saw se va a asustar... Hazlo con propiedad. Bienvenida —repitió más alto. Torció la boca en una especie de sonrisa. Patética. Bufó y se pasó una mano por el pelo—. Maldita mierda. Relájate un poco, Leighton.

      No lo consiguió. Apoyó la espalda en la pared, rendido. El cansancio de no haber dormido en toda la noche empezaba a pasarle factura. Pero al mismo tiempo, estaba tan excitado que no podía parar de moverse, como un niño a punto de subir al autobús que lo llevaría al campamento. Esa era más o menos su emoción al volver a ver a aquella revolución de piernas larguísimas y faldas cortas: a veces, era un adolescente regresando con sus viejos amigos de verano, sufriendo el flechazo de siempre con la chica que no lograba sacarse de la cabeza el resto del año. Otras, un veterano de guerra que, cada noche, agradecía no haber muerto en medio de la nada.

      Ese día se sentía más identificado con el segundo caso. No podía evitar ir al frente otra vez, aun sabiendo que un día acabaría matándole. Un día, Mio Sandoval lo destruiría. Su artillería era el encanto personal, y la metralla dentro de su cuerpo tenía la forma de los anhelos reprimidos. La mañana anterior, en cambio, cuando le llegó su voz tranquila desde el salón... Fue, definitivamente, el flechazo.

      El de siempre. Del que no se podía librar.

      —Bienvenida —repitió en un murmullo tímido—. Qué raro, hoy no llegas tarde... Me alegra verte por aquí, pensé que tardarías un par de semana en aparecer. ¿Qué tal...? No, no, no.

      Se dio una palmada en la frente y negó. Ahuecó el cuello de la camisa, que no sabía ni para qué se había puesto.

      —¿Por qué coño accediste a esto, Cal?

      Esa era la gran pregunta. Se estaba tomando demasiado en serio eso de recibir a Mio, tanto que había decidido seguir el código de vestimenta por una vez en su vida y ponerse lo que los grandes bufetes ordenaban: traje y corbata. Para haceros una idea, digamos que, para Caleb, tener un trozo de satén anudado a la garganta era tan cómodo como graparse los testículos. Pero era un día importante, el día en que tendría que acostumbrarse a tener a la hermana de su mejor amiga revoloteando por su oficina como el pájaro que no dejaba de pensar en enjaular. Y teniendo en cuenta que no sabía si sobreviviría, el evento merecía un poco de solemnidad.

      Cerró los ojos y la visualizó tal cual la vio el día anterior. Bailarinas de charol, vestido de ante morado oscuro. El pintalabios a juego. Las medias nuevas por encima de la rodilla, que se mantenían en su sitio gracias a un liguero. Pensó en esa pieza de lencería, y se preguntó de qué color sería. El lila era su preferido, pero no lila lavanda, sino lila amatista, como las piedras falsas de esa diadema que le vino con el número diecisiete de una revista adolescente. Esa que le gustaba hojear, y de la que sacaba sus pósteres de ídolos masculinos cuando tenía doce años.

      —Mucha suerte en tu primer día —le susurró al aire, congelando con el pensamiento a esa Mio que le hablaba a Perro con naturalidad. Ella se giró hacia él, en contra de que la visualizara sin movimiento, y rememoró el momento de su encuentro—. Joder, Mio... ¿No me vas a dar un abrazo como los de antes?

      «Ya soy abogada... Y estas medias son nuevas».

      «Genial, pecosa, genial. Ahora no podré parar de mirarlas, pensando en lo bien que quedarían en una esquina de mi habitación, por fin rotas por una buena causa».

      Caleb se pasó una mano por la cara y volvió a tirarse del cuello de la camisa. En cuanto llegara a su apartamento, haría una hoguera con aquel traje de mierda, especialmente porque acabaría oliendo a Mio. Su perfume era una encerrona, como cada gesto, cada movimiento en ella. Se acababa pegando a su piel, a su nariz, incluso a su mente. Volviéndole loco.

      —Bienv...

      —Pero bueno, zorrillo, ¿a quién vamos a contratar, que andas tan nervioso? ¿A Brigitte Bardot? —se carcajeó una nueva presencia. Caleb transformó el susto en una mirada agresiva—. No te he visto tan alterado desde que tuviste que hacer de juez en el primer juicio-simulacro de los juniores.

      Jesse Miranda cruzó el despacho, ignorando las reglas de Caleb de no entrar sin tocar antes a la puerta. Se despatarró en el sillón del cliente, algo que tampoco le había permitido nunca. Y tocó un par de teclas del reproductor de música, cosa que también tenía especificada como prohibición. Había algo que Jesse y aquel desgraciado de Marc tenían en común al compartir sangre, y era, aparte de su falta de vergüenza, su poco respeto por la autoridad.

      —Antes de que me preguntes qué hago aquí tan temprano, respondo: adelantarme a mi adjunta. La muy cabrona es peor que Dexter, ya sabes, el dibujito del niño de laboratorio que tenía una hermana pesada. Siempre llega antes que yo y eso me hace sentir ridículo, además de que me huelo que actúa con tanta formalidad porque quiere pedirme que le suba el sueldo. Y si no quiero ser un nazi como tú, tendré que darle ese aumento... Por encima de mi cadáver dejaré que eso suceda, claro. Estuve esperando mi invitación al almuerzo con los Sandoval, por cierto —continuó, ejemplificando una de sus grandes virtudes que a veces eran defectos: la facilidad para hilar un tema con otro, deteniéndose solo para coger grandes bocanadas de aire—, pero supongo que eso no depende de ti. Estoy muy ofendido, zorrillo. ¿Acaso no soy parte de la familia? Ya conozco a Aiko, incluso soñaba con acostarme con ella... De acuerdo, me callo, sé que no te hacen gracia estos comentarios. Pero por favor, soy el padrino del novio. Debería haber estado ahí cuando daban la noticia.

      Levantó las manos.

      —Y juro que este interés familiar no tiene nada que ver con que quisiera meter mis bolas moradas de tanto trabajo y represión sexual en su jacuzzi.

      —Por supuesto que no, no eres esa clase de hombre —ironizó Caleb. Fingió acomodarse la chaqueta—. La reunión de ayer no fue para celebrar ningún compromiso; supongo que por eso no te invitaron, y no porque seas un molesto grano en el culo —puntualizó, estirando los labios—. Celebrábamos la graduación de la hermana menor.

      Jesse