Desvestir al ángel. Eleanor Rigby. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Eleanor Rigby
Издательство: Bookwire
Серия: Desde Miami con amor
Жанр произведения: Книги для детей: прочее
Год издания: 0
isbn: 9788418013416
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trabajo esta noche, no quiero pasarla peleando contigo.

      —¿Y para qué has venido? —espetó ella a la defensiva—. ¿Cómo sabías dónde estaba?

      —No lo sabía. He tenido que patearme todos los bares en diez kilómetros a la redonda. Llevo una hora buscándote.

      Sonó tan cansado que ella se sintió una auténtica hidra. Con sus tres cabezas y todo. Luego recordó que nadie le había llamado, y que le acababa de soltar que era ridícula.

      Se cruzó de brazos.

      —Yo no te dije que vinieras a buscarme.

      —Me lo dijo Aiko. Está preocupada por ti.

      Ni medio litro de alcohol en el estómago pudo amortiguar el dolor. Por supuesto que se lo había dicho su hermana. Si Aiko no descolgaba el teléfono y entonaba sus porfavores, Mio podría aparecer al día siguiente en una cuneta; si no desmembrada, al menos desnuda. Por Caleb, como si la despedazaban los perros salvajes del sur de África. Le importaba una mierda cómo estuviera. Lo que sí le preocupaba era cómo se sintiera su amor platónico.

      —Pues claro que te lo dijo ella. ¿Por qué iría Caleb Leighton a perder el tiempo conmigo, la ridícula y pesada hermana pequeña de su adorada Aiko?

      Vio que entornaba los ojos, pero no le prestó ninguna atención y se dirigió a su público, que parecía muy entretenido con la escena. Recordó lo que su prima Otto le decía regularmente: «Regla número uno del millenial: haz de tus desgracias todo un circo para que al menos alguien saque provecho de ellas». Ambas eran las reinas haciendo locuras que enmascarasen sus desengaños.

      —Si pensáis que esto es una pelea de novios, estáis muy equivocados. Este señor de aquí solo se preocupa por mí cuando su querida Aiko lo manda a rescatarme. Es su perro faldero. Le lamería las botitas si ella lo pidiese. Seguro que está cabreado porque le estoy quitando tiempo al lado de su adorada, perfecta y preciosa Kiko, que lo recibirá con una palmadita en la cabeza. —Alargó el brazo y le revolvió el pelo a Caleb como si fuese un perro—. ¡Misión cumplida! ¡Qué bien lo has hecho, lassie...!

      Él la miraba con la mandíbula desencajada.

      —¿Con qué te paga cuando vuelves? ¿Te da galletitas sin azúcar?

      Por sus ojos verdes cruzó una sombra de decepción que ella no supo apreciar.

      —¿Te deja dormir en su camita?

      —Basta ya, Mio —cortó, furioso—. Tienes una edad para volcar tus frustraciones sobre los demás. Sea lo que sea que te haya salido mal, yo no soy tu saco de boxeo.

      —¡Y yo no soy ningún saco de mierda para que me hagas sentir así con tu condescendencia!

      —Deja de ponerte a la defensiva. Nadie está intentando hacerte sentir de ninguna manera, pero te estás buscando una buena haciendo gilipolleces de este estilo.

      —¿Beber en un bar es hacer una gilipollez? Ah, claro, supongo que por eso todo el mundo es gilipollas menos tú. Tú eres el más responsable, centrado, inteligente y maduro del universo.

      —Más maduro de lo que tú estás demostrando, desde luego. Respétate un poco y baja de ahí. No voy a decírtelo más.

      —¿Me estás llamando inmadura?

      —No le hagas ningún caso, cerecita —exclamó un tipo—. Aquí todos los encantos de tu personalidad van a ser muy bien valorados, empezando por lo que hay debajo de tu falda…

      Caleb lo calló de una sola mirada fulminante.

      —Si no cierras la boca…

      Pero el que la cerró fue él mismo, cuando observó que Mio iba a concluir el desafío entregando una prenda. «Respétate un poco», le había dicho. ¿Qué clase de héroe denostaba y rompía el corazón a la princesa cuando iba a su rescate? Solo de pensar en la penosa idea que tenía de ella, se vino abajo. Y la única forma que se le ocurrió de elevarse, fue complaciendo a los que la estaban apoyando.

      Se agachó para que los espectadores no vieran cómo metía los pulgares entre las tiras del tanga. Lejos de la constricción de sus caderas, permitió que descendiera lentamente por sus largas piernas. Aterrizó en los tobillos, aunque no permaneció ahí mucho tiempo. Mio tomó la pieza de tela y la levantó entre los dedos índice y pulgar, sacudiéndolo en las narices infladas de Caleb.

      Uno de los tipos silbó.

      —Chaval, ¿no ves que no es ninguna niñita para que la tengas que recoger antes de medianoche? Fíjate en las bragas que se pone...

      Eso solo lo lleva una mujer. ¿Por qué no las lanzas para ver quién las coge, nenita? Como los ramos de flores en las bodas.

      Mio agradeció la idea con un guiño, mientras que el rincón de Caleb se iba oscureciendo cada vez más y más, como en los dibujos de anime. Le lanzó un último aviso, en formato mirada ojerosa: «no te atrevas a hacerlo, Mio». Pero ella se atrevió..., y tanto que se atrevió. Sacudió el tanga como un pañuelo rojo delante de un toro, como la mediadora en las carreras de motos ilegales, como las chicas del round en el boxeo, que se lucían con sus tops deportivos y sus paseítos en tacones.

      Antes de que pudiera soplar para que cayera sobre alguno de sus fans, unos brazos la agarraron por las piernas. Mio se golpeó el estómago con un hombro muy duro. Sintió unos dedos en el trasero que intentaban cubrir su desnudez sin mucho éxito.

      —¡Yo me follaba ese culo! —rio uno de ellos.

      —Repite eso y te juro que te arranco la cabeza —retó su captor, temblando de furia. Mio sintió el pecho de Caleb vibrar contra los muslos, y enseguida, su propia rabia cortándole la respiración.

      —¡¡Caleb!!

      Le golpeó la espalda para afianzar sus órdenes, sin ningún éxito. Caleb la sacó del bar siguiendo la ley del mínimo esfuerzo. Ya imaginaba que a un tío de metro noventa y cinco no le supondría un gran sacrificio cargar con un saquito de huesos veinte centímetros más bajo, pero fue igualmente denigrante que no pudiera hacer nada para zafarse de él.

      —¡¡Bájame ahora mismo!! ¡Capullo de mierda! ¡¡Socorro!! ¡¡¡Soco...!!!

      Abrió los ojos como platos al recibir un fuerte azote en el cachete. El golpe resonó entre las paredes de la calle como la correa de una fusta.

      Mio descolgó la mandíbula, sin poder creérselo, y se quedó muy quieta mientras masticaba toda la rabia. El pequeño hijo de puta —que de pequeño no tenía nada, y en realidad, su madre tampoco tenía la culpa— la soltó como a un animal en medio de la acera, justo delante de su coche.

      En cuanto se miraron a los ojos, Mio asimiló lo que había ocurrido.

      —¡¿Me acabas de pegar?!

      —Y te estrangularía si pudiera —juró en tono beligerante. Señaló la puerta del Audi—. Ahora cállate de una puta vez y métete en el coche.

      Mio hizo un mohín que se columpiaba entre el puchero y la mueca de desdén.

      —No pienso ir contigo a ninguna parte... No eres nadie para sacarme de una fiesta por orden de mi hermana y tratarme como si fuera tu plumero. Arranca tu carcasa de mierda y vete a tomar por culo. Yo me quedo. ¡Y no tienes derecho a enfadarte! —añadió, apuntándolo con el dedo.

      Un músculo palpitó en la mejilla oscura de Caleb.

      —¿Que no tengo derecho a enfadarme? ¡Tengo la obligación de enfadarme! ¿Es que no eres consciente de lo que ha salido por tu boca ahí dentro, o de lo que estabas a punto de hacer?

      —¿Qué he dicho? ¿Acaso te jode la verdad? Claro que no —se respondió—. A ti te da igual lo que yo diga. Solo soy la hermana pequeña, la pesada, la que os perseguía y os copiaba, la que os molestaba cuando queríais daros besitos detrás de un árbol...

      —¿Qué diablos tiene que ver nuestra infancia con tu afán suicida?