Desvestir al ángel. Eleanor Rigby. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Eleanor Rigby
Издательство: Bookwire
Серия: Desde Miami con amor
Жанр произведения: Книги для детей: прочее
Год издания: 0
isbn: 9788418013416
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de rezos, suplicando no llegar nunca, hasta que el coche se paró. Se quedó quieta por costumbre. A él le gustaba rodear el vehículo para hacer el honor de ayudarla a salir, tan caballeroso como era cuando le apetecía. Pero es que, si hubiese querido contradecir su deseo, tampoco habría podido. Se había quedado atascada en el asiento. Y se quedaría en ese asiento para siempre, o por lo menos hasta que dijera que era una broma y todo estaba bien. El problema principal era que nunca hubo nada bien entre ellos, y que Caleb era más fuerte que ella. No le costó sacarla y guiarla al portal.

      —No le digas a Aiko lo que ha pasado —acotó con voz queda, sin mirarla—. Yo no lo haré.

      —¿Eso es en lo único que piensas, después de todo? ¿En no preocuparla?

      A lo mejor no era el mejor momento para seguir buscándole las cosquillas.

      —Buenas noches, Mio.

      ¿Buenas noches, Mio? Eso estaba por verse.

      Ella se adelantó y lo inmovilizó con un abrazo torpe, que le envolvió desde la espalda. No le importó si parecía suplicar una disculpa o quedaba como una trastornada bipolar. Lo único que quería era que supiera que lo adoraba, a pesar de todo. Y él se estaba dejando, inmóvil como una estatua.

      —No te enfades conmigo.

      Lo sintió suspirando bajo sus manos temblorosas, entrelazadas sobre su pecho.

      —No estoy enfadado.

      —Pues decepcionado.

      —Tampoco.

      —Pues irritado. O molesto. O… Lo que sea. No te decepcionesirritesmolestes conmigo. Yo... y-yo... Tú sabes que lo siento.

      —Sé que estás borracha, sensible y triste. Créeme, lo sé. Pero los demás también nos sentimos mal y no solo no nos dejas compadecerte, sino que nos atacas. Y… —Se quedó callado—. Da igual, Mio. Yo también lo siento, no te he tratado bien. Pero ya va. Se acabó.

      La cogió de las manos para que lo soltara. Le costó un poco, pero al final lo consiguió.

      —No puedo seguir así, ¿entiendes? —murmuraba—. Esto puede con mis nervios.

      —Si es por lo que he dicho sobre perros falderos...

      —No es por eso. Es porque te estás buscando la ruina constantemente y no puedo quedarme para verlo. Ni debo. No soy la persona paciente y comprensiva que necesitas, ni lo seré nunca. Tú me sacas de quicio y yo te hablo mal: llegará un momento en el que nos destruiremos del todo. De todos modos, no, no ayuda que me insultes.

      Mio tragó saliva, intentando deshacer el nudo de la garganta.

      —Cal, por favor… Y-yo solo lo he dicho p-porque estaba celosa —imploró, lagrimeando—. No te vayas así. Te he tratado regular por eso, porque yo solo... Quiero ser como ella, y... C-Cal, yo te quiero. Te quiero a ti.

      Caleb se dio la vuelta y la miró de una forma que nunca le había visto. No como si se hubiera vuelto loca; esa era su expresión por antonomasia cuando ella estaba en su campo de visión. El cansancio existencial suavizaba su expresión, moldeándola hacia la peor de las resignaciones. Y no era una resignación indolora, porque se notaba que la situación le producía una tristeza infinita.

      Lo vio negar con la cabeza sin dejar de mirarla con atención.

      —No, Mio, no me quieres.

      Lo aclaró con tal seguridad que Mio estuvo a punto de dudar de sus propios sentimientos. Ni se planteó rechazar su tesis, pese a su falta de argumentos. Así lo tuvo que ver dar la vuelta y volver al coche, como un resumen sin simbolismos de cómo perdía todo lo que quería y nunca tuvo. Todo lo que siempre escaparía de sus manos por no ser un poco más guapa, un poco más inteligente, un poco más responsable. Un poco más Aiko, a la que él nunca habría dado la espalda.

      1

      Los beneficios de escuchar detrás de las puertas

      No es que Mio tuviera ningún trastorno obsesivo compulsivo, pero si no encontraba los calcetines del lunes y tenía que ponerse los del martes, entraba en pánico. Su forma de lidiar con ello era o no saliendo de casa, o haciéndolo con los zapatos a pelo. Por eso había sufrido una crisis épica en los últimos cuarenta y cinco minutos, llegando a levantar los adoquines del patio de casa de su hermana para encontrar las medias del día presente: el puñetero, soleado y escurridizo sábado. Eran las blancas que combinaban con su vestido preferido, uno lila muy similar al que Aiko llevó en su graduación.

      Graduación. Eso era lo único que la salvaba del ataque de ansiedad por su enfermiza manía de conjuntar. Lo había conseguido. Un año después de su fracaso y su apoteósica borrachera, se había graduado en Leyes por la Universidad de San Diego, y aprobado con una nota bastante decente el examen que le permitiría ejercer el Derecho. Fue tercera en la lista de notables gracias a los calcetines de su correspondiente día. Así que, si pretendía tener el mismo éxito celebrándolo por todo lo alto en casa de su hermana, más le valía encontrar aquellos grabados con la ese de «sábado», «Superwoman» o «santo Dios, qué nerviosa estoy».

      Sobre todo eso último.

      No recordaba la última vez que sus padres habían organizado una fiesta para celebrar sus éxitos. Quizá porque jamás lo hicieron. Solo se esforzaron con los globos de colores y la tarta de arándanos cuando Aiko se estrenó como socia mayoritaria en su bufete de abogados, Aiko consiguió graduarse cum laude en la facultad, Aiko anunció que estaba saliendo —y en serio— con su actual pareja y, en general, Aiko había hecho algo, como, por ejemplo, limpiarse el culo con la mano izquierda. Estaba innovando; era toda una pionera en el arte de los zurdos. Los Sandoval debían estar ahí para prorrumpir en aplausos.

      Era importante no tomarse muy en serio a Mio —ni a sus pensamientos— cuando tocaba reunión familiar, porque Miss Subconcious, esa choni rencorosa que toda mujer tenía en su interior, salía a relucir. Desde que Mio se marchó a San Diego para probar suerte en otra facultad y volvió para acomodarse en el apartamento de su hermana y su novio, las visitas de mami eran pruebas de fuego que descontrolaban su vena impaciente. «Estás más delgada» —¿Perdona? ¿Es que antes estaba gorda?—, «estás más gorda» —oh, bueno, gracias, pensaba que solo estaba llena de encantos—, «a ver si te arreglas un poco el pelo» —¿Olvidaste que tengo un agaporni? Esto solo es un nido para intimar con él—, y un sinfín de comentarios sin maldad que solamente Otto, su prima menor, sabía responder con la mordacidad que merecía. Pero Otto no podía ayudarla a sobrevivir. Aparte de que vivía en Barcelona, estaba en periodo de exámenes finales, dándose golpes en la cabeza con su manual de Derecho Romano y llorando por las esquinas. No tenía tiempo de hacer un viaje de cambio de escala para darle una palmadita en la espalda.

      Sin embargo, Mio estaba contenta. Por fin lo había logrado. Tampoco es que la satisfacción la inundase, porque podría haber salido mejor. Podría haberle salido como Aiko, y así, el ático a orillas de Sunny Isles Beach, la matrícula de honor de su nombre que había en el despacho en Leighton Abogados, y el rubiazo espectacular que se paseaba por la casa como si fuera dueño del universo, serían suyos... pero bueno, por lo menos tenía una carrera universitaria.

      Siendo la verdad dicha, a Mio le daban vértigo las alturas, odiaba la playa por haber proliferado las pecas en sus mejillas, y Marc Miranda, novio oficial de Aiko desde hacía año y medio, le imponía demasiado para atreverse a respirar cerca de él. Pero aun así, le habría gustado tener las tres cosas. Debía ser muy satisfactorio poder decir que Marc la miraba como si fuera una mujer, no un tarro de pepinillos envasado al vacío.

      Que nadie se confunda aquí. Marc le interesaba lo mismo que la Fórmula 1 —nanai de la China—: la delirante obsesión de Mio por conquistar a los hombres que rondaban a Aiko empezó y seguía continuando con Caleb Leighton. Pero nunca estaba de más suplicar que un buenorro te concibiera como algo mejor que latas en conserva. No podía evitar victimizarse observando cómo Marc ponía la mesa, haciendo de yerno perfecto. Era el perfecto