Desvestir al ángel. Eleanor Rigby. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Eleanor Rigby
Издательство: Bookwire
Серия: Desde Miami con amor
Жанр произведения: Книги для детей: прочее
Год издания: 0
isbn: 9788418013416
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de los capuccinos. Que tratas a las secretarias, juniores y auxiliares como seres humanos, lo que no suele ser común. Que ordenas las carpetas de los informes por colores, según cuales sean tus Power Rangers preferidos. Que robas la canela de la despensa de la cafetería, porque si no, Jesse se la traga a buches, y que te encanta ponerte morado con las quesadillas del restaurante de la tercera planta. Y me ha dicho que, si alguien me ordena que le traiga un café, les haga un corte de mangas.

      —Preferiría que no. Pero sí puedes mandarlas con mucha amabilidad al carajo. No hace falta levantar la voz para ser contundente. Toma esto... Póntelo y luego te explicaré lo que tendrás que hacer.

      Le tendió una de sus camisas, que ella se quedó contemplando como si fuera la sábana que envolvió al Salvador. Caleb procuró no prestar atención a la expresividad con la que aceptó el ofrecimiento y sonrió.

      —Oye, Cal... —empezó.

      —La ropa —cortó—, y luego hablamos.

      —No es como si fuera a enfermar, no estoy tan mojada.

      «Bueno, nena, el problema es que yo sí, y no me gusta».

      Le señaló la puerta contigua al baño y se desplazó hasta su sillón. Lentamente se fue dejando escurrir. No se tranquilizaba. No podía dejar de pensar que era una pésima idea. Estaba bien mientras los encuentros con Mio fueran puntuales y estuvieran controlados: su indiferencia podía servir para una jornada, pero no todos los días... Y eso era lo que le esperaba. Se consolaba sabiendo que Mio necesitaba esa oportunidad, y que tal vez, si demostraba merecerla... Si demostraba no ser una veleta, y haberse encontrado a sí misma durante el proceso de convertirse en Aiko... Quizás podría cumplir su condena y acercarse a ella como quería.

      Aunque no quería hacerse ilusiones. Mio llevaba casi treinta años sin desear nada por sí misma, y no iba a aplicarse con alguien para que luego le diera la patada por no estar segura de quererlo.

      En teoría era fácil. Pero luego, Mio abrió la puerta y salió ajustándose su camisa con un nudo sobre la cintura, y el corazón se le paró.

      —Me gusta que los azulejos sean morados —dijo tímidamente. Caleb se levantó maldiciendo esos tres botones desabrochados—. Lo que te quería decir antes... No me interrumpas. Llevo mucho tiempo pensando en cómo abordarlo.

      Caleb asintió. No estaba preparado para lo que diría, aunque sabía qué tema iba a tratar. Era fácil meterse en su cabeza. Nunca le dio miedo decir lo que pensaba, y gracias a eso conocía su patrón mental. Por eso, en parte, la admiraba: no temía decir su verdad, y nunca dejaba de ser ella misma, aunque intentara desprenderse de lo que hacía único su espíritu. Todo lo contrario a él, que no se atrevía a hacer nada si no le aseguraban el éxito.

      —Sé que lo de antes ha sido una estupidez, pero no volverá a pasar, lo juro. Y... Antes de que digas nada, quiero darte las gracias por darme esta oportunidad. Ayer escuché parte de tu conversación con Kiko y, bueno, no es ningún secreto que no me quieres aquí. Yo lo entiendo —aseguró, avanzando con torpeza—. Sé que desde lo que pasó el año pasado no... No podrá ser lo mismo entre nosotros, y estás en tu derecho de evitarme. Fui injusta contigo, no debí hablarte así cuando solo querías ayudarme.

      —No te traté de la mejor manera —repuso él con suavidad—. Sobre eso no es necesario disculparse.

      «Además de porque sé que no te acuerdas de nada y lo haces sin saber».

      —Pero yo me reí de tus sentimientos y eso no está bien. Quería que supieras que fue por las circunstancias y por el alcohol. No pienso que seas nada malo. Todo lo contrario.

      Caleb desvió la mirada a su bolsillo, como si fuera primordial encontrar algo allí. Odiaba recordar ese día. Lo odiaba porque significaba para él mucho más de lo que Mio podría llegar a imaginar. Odiaba pensar en lo que podría haber sucedido si no hubiese aparecido a tiempo, odiaba haber perdido el control gritándole y zarandeándola, odiaba que ella lo hubiera tratado así, y, joder, sí, odiaba la burla que hizo sobre sus sentimientos. Pero por encima de todo, Caleb no podía soportar los recuerdos de esa noche porque reafirmaron su mayor temor. Ella lo hizo de nuevo. Le dijo que lo quería, otra vez, y lo olvidó después.

      No fue agradable traer al presente sus frases concretas, su vestido blanco o el tanga que se dejó en el asiento del copiloto, porque le daba razones para correrla de allí y pedirle que no volviera. Caleb tenía cosas muy importantes en las que pensar: el caso de su vida. Después de que Aiko se comprometiera, se volcó en la demanda que aún estaba perfilando. Y esta no era un ejemplo más de lo que le gustaba el trabajo bien hecho, ni tampoco una vía de escape, sino su justicia. Algo que le devolvería la tranquilidad. Mio allí era la gran distracción que podría desviarlo de su proyecto.

      —Mio, eso ya no importa. Pasó, y se acabó. No hay que darle más vueltas. Yo no pienso en ello, así que no lo hagas tú.

      Ella asintió, no muy convencida.

      —Bueno... El tema es que oí lo que decías y sé que no me crees cualificada, ni seria, entre otros motivos... Pero quiero demostrarte que puedo hacerlo. Y demostrármelo a mí. Necesito encajar en algún sitio, hacer algo bien y que me lo reconozcan. Así que te doy las gracias por dejarme estar aquí, y también te pido que no me subestimes.

      Caleb inspiró hondo.

      «Si no te subestimaras tú... Y si solo pudiera creerte...»

      —Que no te crea cualificada para un puesto relevante no significa que no lo estés para comenzar en el mundo legal. Aquí trabajan graduados en Harvard, gente con una amplia trayectoria profesional: busco personas con vocación y talento. Si tú los tienes —continuó, mirándola de hito en hito—, parte del trabajo está hecho. Me refería a que necesitas experiencia, y tomártelo en serio. Puedes adquirir esa experiencia aquí, no tengo problema con eso. Pero de verdad necesito que demuestres que puedo confiar en tus objetivos —casi lo suplicó. Apoyó los nudillos sobre la mesa y se inclinó hacia delante, mirándola muy serio—. Necesito que no cambies de opinión, que seas firme al tomar decisiones, y que no te arrepientas. Si puedes hacer eso, retiraré todo lo que escuchaste y te pediré perdón, porque no voy a negar que lo dije. No era mi secreto, y no te escondo mis percepciones.

      —Claro que no me voy a arrepentir.

      «Eso dijiste cuando empezaste enfermería, e idiomas, y aquel curso de informática, y ese grado superior en Barcelona sobre administración; y cuando salías con un tal Bruce del que luego hablabas pestes, y sobre ese Dan, o Don, al que pusiste los cuernos con Gabriel, y cuando te compraste cuatro vestidos para la fiesta de fin de año, alegando que el segundo era el que llevarías... Cuando al final te pusiste uno de tu hermana». Todo aquello solo eran alegorías que concluían en una sola verdad, y es que Mio no era alguien a quien pudieran tomarse en serio. Era tan indecisa que, directamente, jamás decidía: lo quería todo a la vez, y Caleb quería que se conformara solo con él. En vista de que no podía ser porque violaba todos sus juramentos, no pensaba tener a alguien así en su firma. Ni en su vida.

      Pero seguía siendo Mio, y por eso daba igual lo que él quisiera. La adoraba y mataría por ella, y eso estaba muy por encima sus idas y venidas, de lo malo que era para él que nunca supiera del todo a dónde diablos se dirigía. Se tomaría como algo personal que le defraudase en el ámbito profesional. O, mejor dicho: se tomaría como algo personal que se defraudase a sí misma.

      —Lo haré bien —insistió—. Te lo prometo.

      —Nada de gritar por peces muertos.

      Mio hizo una mueca cómica.

      —Pues no dejes que mueran y dales de comer.

      —Nada de llevarle la contraria al jefe.

      —No eres mi jefe. Aiko dice que, como júnior, no respondo ante ti.

      Caleb levantó una ceja. Ella se encogió de hombros.

      —Bien jugado, pecosa.

      Vio que arrugaba la nariz, como cada vez que la llamaba así.