Desvestir al ángel. Eleanor Rigby. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Eleanor Rigby
Издательство: Bookwire
Серия: Desde Miami con amor
Жанр произведения: Книги для детей: прочее
Год издания: 0
isbn: 9788418013416
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sin contar a la prima Otto, con los ojos clavados en la gran pecera de la entrada, queriendo absorberlo todo.

      Caleb metió una mano en el bolsillo interno de la chaqueta para calmar la opresión que le destrozó, solo al admirarla de lejos. Fue imposible no enrabietarse al reconocer uno de los trajes de chaqueta de Aiko sobre su cuerpo. Aquello era un sacrilegio del que odiaba ser cómplice y que no podía solventar. No le quedaba mejor ni peor, solo de manera distinta. Pero los sobrios trajes de chaqueta de Aiko en Mio eran un chiste sin gracia. Ese que te contaban cuando estabas a punto de llorar, y te salvaban del abismo en el último segundo. Era tan guapa, tan guapa como la canción de La Oreja de Van Gogh que la emocionaba tanto, que no podía quedarle mal. Ya de lejos advertía su perfil de nariz respingona, los labios gruesos perfilados, el largo cuello enmarcado por la melena corta, lisa, color castaño oscuro...

      La vio colocarse un mechón tras la oreja, esa que tanto odiaba porque sobresalía de su cabello; más todavía cuando se hacía coletas. La vio también bajarse la americana para rascarse el hombro. Sabía que aquel tipo de telas gruesas le causaban sarpullidos, y que al final del día le escocería la piel. Un detalle que solo hizo crecer su anhelo de colar los dedos allí, de pasar sus labios por el lienzo más blanco, dulce y perfecto que se hubiera visto.

      Como cada vez que la veía, se preguntó qué sería lo peor que podía pasar si se saltaba las reglas autoimpuestas y la besaba allí mismo.

      A riesgo de que ella lo empujara, ofendida, y no volviera a hablarle… O le devolviera el beso para luego olvidarlo. Esa falda que no le pertenecía le daba rabia, esos zapatos también: solo las medias, rotas por el tobillo, le recordaban que se moría por meterse entre sus piernas.

      «Al final no eres tan justo o caballeroso como dices, sino una persona que se deja llevar por sus emociones», le había dicho Aiko el día anterior. Estaba furioso por su compromiso, por lo mucho que le desconcertaba lo que Mio hacía con él, cabreado porque Aiko quería echar abajo sus principios de profesionalidad, enchufando a su hermana en el bufete. Su respuesta fue bastante explícita. «Si me dejara llevar por mis emociones, para empezar, habría destrozado la cara de tu novio (...).

      Y siguiendo por ahí, tu hermana no estaría sentada a esa mesa».

      Claro que no. Estaría sentada sobre él.

      Pero no allí.

      —¡Dios! ¡¡Dios!! —exclamó Mio de golpe, llevándose una mano al pecho. Caleb se puso alerta y avanzó rápido—. ¡No! ¡Nooooo!

      —¿Qué pasa?

      Mio se giró hacia él.

      Bofetada mental: ojos de cervatillo, rasgados e inocentes.

      «Espabila, imbécil».

      —¡Hay un pez muerto! ¡Un pez enorme muerto en la pecera! ¿Cómo no os habéis podido dar cuenta? Necesito una red para sacarlo... No podemos dejar que los otros se lo coman. ¿O es que el canibalismo te parece bien...? ¡Caleb! —exclamó otra vez, dándole un golpe en la corbata—. ¡No puedes tener un pez muerto entre peces vivos!

      Caleb parpadeó sin poder creerse el espectáculo de Mio buscando la red. La empuñó como un salvavidas. La pecera era bastante grande, y meramente decorativa. Prefería que ninguno de sus habitantes sufriera la muerte súbita, pero tampoco le importaba demasiado si flotaban en la superficie. Y ahí estaba ella, orgullosa de preocuparse por todo lo que no se tenía que preocupar. Ignorando lo importante para centrarse en pequeñeces como aquella. Era una cualidad en ella que encontraba fascinante.

      —No llego —refunfuñó. Apoyó la mano en el borde de la pecera y se puso de puntillas para examinar la abertura—. ¿Me ayudas, o no?

      Podría haber intentado disuadirla, pero era imposible convencer a Mio de lo contrario. No fue lo bastante veloz ayudándola, y a ella solo se le ocurrió encaramarse a la pecera y echar todo el peso hacia atrás. Esta se tambaleó un poco, haciendo que el agua se moviera de un lado a otro y la abertura derramase medio litro, arrastrando a un par de peces consigo.

      —Mierda, Mio —masculló Caleb, conteniendo el cristal para que no se cayera. Miró por encima del hombro y observó que la chica estaba arrodillándose para tomar entre sus manos un pececillo que culebreaba nervioso—. Venga, devuélvelo dentro.

      —Hay otros más... —balbució, mirando a un lado y a otro—. Míralo, ese pequeñito... Estoy segura de que hay otro que... —Se mordió el labio, pintado de un rosado suave encantador—. ¿Dónde está la red?

      Mio se levantó con las medias y la camisa empapadas. Se puso de puntillas y volvió a meter a los peces en el agua, mientras buscaba con clara ansiedad al tercero que se le había perdido. Caleb se acabó uniendo a la búsqueda, intentando no pensar en lo estúpida que le parecía la situación, y lo poco extraño que resultaba teniendo en cuenta que era Mio la involucrada.

      —¡¡No!! —gritó, cubriéndose la cara con las manos—. ¡Creo que lo he pisado!

      Caleb examinó sus pies y, dentro de que el momento no era el mejor para señalarlo, sonrió por la idea. Los pies de Mio no podían matar a nadie, ni hacer ningún daño. Eran tan pequeños que apenas la llevaban a ella a alguna parte.

      —Claro que no... Mira, está aquí.

      Se agachó y tuvo cuidado al rescatar entre el charco a la pequeña especie desconocida que Jesse había encargado a la tienda de mascostas. Los peces no eran santos de su devoción, ni ningún animal en general, pero la manera que Mio tuvo de mirarlo sabiendo que estaba bien le hizo pensar que a lo mejor merecían respeto.

      Caleb se incorporó despacio, pendiente de sus medias caladas, con la «d» de «domingo» en el tobillo, día en el que solamente Jesse, Aiko y él —además de los respectivos adjuntos— trabajaban. Se fijó también en la blusa transparente, recordándole durante un dulce y asimismo amargo momento aquel vestido de tirantes blanco que ocultaba la ropa interior de toda una mujer. Ese que llevó la última vez.

      Devolvió al nadador al agua, obligándose a recuperar la compostura. Después se volvió otra vez hacia ella.

      Pequeña, bonita, sexy. Especial.

      Mio.

      —¿Crees que podrías... —empezó, adoptando un rictus severo—, solo por una vez... dejar de hacer estas cosas que solo se te ocurren a ti?

      Y no se refería al percance de acabar empapada, sino a su manía de sacarle el lado tímido y el lado orgulloso a la vez.

      —Lo siento mucho, es que leí hace un tiempo que no es bueno para los peces que en su ambiente haya... Lo siento. Te prometo que solo quería sacarlo de ahí.

      —Debería devolverte a casa. Esta no es la manera de empezar una entrevista y una visita rápida —resolvió con dureza. Le encantaba hablarle así, porque era el único que podía hacerlo obteniendo una respuesta positiva. Solo con él sacaba el genio, que bastante falta le hacía—. Ven, te daré algo de ropa limpia.

      —¿Ropa limpia? ¿En el despacho? ¿Tienes repuestos?

      —A veces duermo aquí —respondió, emprendiendo el camino a la oficina. No se giraría para echarle un vistazo de arriba abajo como uno de esos salidos. No, no lo haría...—. Cuando se me acumula el trabajo, o tengo un juicio muy temprano, o me faltan cosas por completar, etcétera. En los baños hay una ducha, así que...

      La vio sonreír.

      —Aiko me ha contado algún que otro incidente con el hermano de Marc en esa ducha, hace solo un mes.

      Caleb masculló una maldición.

      —El hermano de Marc está despedido.

      —Aiko me ha advertido que sueles decir mucho eso. Y me ha aconsejado que no te haga caso porque en realidad no puedes vivir sin él.

      —Tu hermana le da mucha importancia a los papanatas. Marc

      y Jesse tienen grandes defectos en común.

      La miró de reojo y