Contentar al demonio. Eleanor Rigby. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Eleanor Rigby
Издательство: Bookwire
Серия: Desde Miami con amor
Жанр произведения: Книги для детей: прочее
Год издания: 0
isbn: 9788418013379
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reglas de los Miranda

      —Es que no me lo puedo creer.

      Aiko e Ivonne intercambiaron una rápida mirada con la cabeza gacha. Pilladas por la cámara, y nada de salvadas por la campana. Hacía diez minutos que había terminado la hora del almuerzo, y Caleb Leighton seguía dando vueltas como un tigre enjaulado por el despacho, meditando si matarlas de un zarpazo. Cada dos por tres apuntaba con la mano al monitor del ordenador, donde supuestamente la grabación repetía una y otra vez la travesura de Ivonne. Eso había dejado a Aiko sin defensa, que entró culpándose diciendo que le dio un codazo a la alarma de incendios sin querer. Al carajo su idea magistral, porque la pantalla capturaba a Ivonne con las manos en la masa.

      —Lo voy a preguntar una sola vez más. —Una pausa—. ¿Por qué lo hizo?

      Ivonne no contestó, tal y como su abogada temporal, la propia Aiko, le había recomendado. Sabía que le estaba costando. Ivonne no era fácil de impresionable, quizá por eso se complementaban tan bien, pero Caleb Leighton enfadado y dando órdenes haría que Hitler se cagara en los pantalones.

      —Yo la mandé a hacerlo —dijo Aiko—. Sé que las cámaras no graban conversaciones, pero se lo dije. Antes de reunirme con Miranda le pedí que me hiciese el favor de pulsar la alarma.

      —¿Por qué?

      —Porque... hacía... mucho calor.

      Caleb le dedicó una fulminante mirada verde radiactiva. A ella casi le dio por encogerse de hombros. Ni que hubiese dicho alguna mentira. Hacía un bochorno de cojones en esa habitación, no le vino nada mal que la hubiesen rociado con agua. De hecho, si hubiese sido una cámara de gas en lugar de un riego líquido, lo habría pasado mejor. A ver si es que se pensaba que ella estaba muy feliz por haber empapado todo el bufete y haberse dejado en evidencia.

      —Mira, no estoy de humor para gilipolleces. Más te vale decirme cuáles eran tus intenciones, o me las arreglo para que esto afecte a tu trabajo. Que seas socia no te exime de responsabilidad, Sandoval.

      —Deja que Ivonne se vaya y te responderé.

      Caleb ni se lo pensó dos veces. Le señaló la puerta a la secretaria y ordenó que la cerrase. Menos mal que conocía a su amigo lo suficiente para no temer por su vida, o de lo contrario habría tenido que recurrir esta vez al extintor para defenderse. Que, ahora que lo pensaba, el extintor podría haber sido más efectivo contra Marc Miranda. Y menos molesto...

      —¿Y bien? —insistió él, apoyando los nudillos sobre la mesa—. ¿Vas a darme una explicación?

      —La explicación es ridícula.

      —Me importa un carajo. Quiero escucharla.

      Aiko se mordió el labio. Era una pésima mentirosa, cualidad que compartía la familia Sandoval al completo. No podría inventar algo sobre la marcha para proteger su dignidad. Y aunque pudiese, su imaginación no alcanzaría para sonar creíble. Como le dijese que era un juego o una apuesta, se cabrearía más aún. Si se inventaba que en realidad había sido Ivonne... Dios mío, claro que no. Haría cualquier cosa para despedirla y no se lo merecía. Así que...

      ¿Qué manera había de explicarlo? Porque el hecho de que Caleb fuese su amigo tampoco la libraba de ponerse colorada haciendo referencia a un tema como aquel. De hecho, lo complicaba bastante. Hacía tiempo que Caleb se había cansado de escuchar batallitas con otros hombres involucrados, concretamente en el aspecto sentimental. No podía juzgarle por eso. Siempre formaron un equipo muy especial, pero a raíz de sus escarceos y citas que no iban a más con compañeros y galanes, la actitud de Caleb respecto a su vida amorosa se había resentido. Ya no quería cubrirla, ni aconsejarla, ni oír hablar de

      sus quedadas.

      Tendría que pasarlo por alto esa vez.

      —Tiene que ver con un hombre —dijo esperando que fuera suficiente para abandonar sus pretensiones.

      El ceño de Caleb se acentuó.

      —¿Qué hombre? ¿La jodida Antorcha Humana? Porque no puedo explicarme la relación entre un cliente y el sistema de apagado de incendios.

      —Bueno, a ver, la Antorcha Humana no es... No en el sentido literal, aunque se le parece... —Dejó de hablar conforme la mirada de su amigo se iba oscureciendo—. Vale, te lo voy a explicar, pero tienes que jurarme sobre todas las canciones de Pedro Negrete que no te vas a reír.

      Ahí lo había pillado. Para Caleb, la cultura mexicana era intocable, a veces innombrable por todo lo que arrastraba detrás. Su madre había sido natural de Puebla antes de casarse con un empresario de Vancouver, y aunque en efecto, adoptó la doble nacionalidad canadiense en vida, tuvo tan presentes sus raíces que las transmitió a su hijo único. En consecuencia, Caleb se ablandaba un poco a la sencilla mención de cualquier herencia materna.

      Justo lo que necesitaba para que no sacara la escopeta del cajón y pusiera fin a su existencia.

      —No es Pedro Negrete. Es Jorge Negrete, o Pedro Infante —corrigió más tranquilo—. ¿Me ves con cara de reírme?

      Esa era otra. Con tremendo palo incrustado en el culo dudaba que soltase una carcajada. Además de que se trataba de Marc Miranda, su reconocida némesis. Por Dios, no se iba a reír. Se iba a pillar un cabreo de proporciones épicas. Pero le debía esa explicación.

      —Vale, suene como suene... Recuerda que cada persona es un mundo, y ante una situación en la que su vida corre peligro, reacciona de manera distinta.

      »Sabes que Miranda y yo trabajamos juntos en el divorcio de los Campbell, ¿verdad? Pues como no pueden ni verse, la otra vez..., quedamos a solas para comenzar las negociaciones. Él... —Carraspeó—. Es un poco intenso. Intenso de narices. Intenso elevado a la máxima potencia. Intenso como para ir a la cárcel. Y digamos que me hace sentir tan incómoda y... nerviosa, e histérica, que... Fue por cuestiones de salud, ¿de acuerdo? No quería morir de un ataque del corazón allí metida.

      Debería haber visto venir que Caleb se lo llevaría a lo personal, le daría la peor interpretación posible y procuraría disculparla solo para enaltecer el terrorismo presente en la figura de Marc Miranda. No porque la exageración estuviese en su composición genética, que también, sino porque ella se explicaba como el puñetero culo y había sonado bastante mal.

      Lo vio incorporarse lentamente.

      —¿Me estás diciendo... que ese tío te estaba acosando?

      ¿Acosar? Esa palabra sonaba muy mal, pero si se tomaba como referencia la definición de la Real Academia Española, pues lo que había hecho era exactamente eso. Acoso en toda regla. «Perseguir, sin tregua ni reposo, a un animal o a una persona». A lo mejor no había corrido detrás de ella, pero ni haciéndolo con una bazuca se habría sentido tan acorralada.

      Madre mía, pero es que tampoco iba de eso. ¿Por qué iba a poner como ejemplo del buen definir a la RAE, que había incluido «cocreta» y «fragoneta» en su diccionario...? Mejor dejarlo en que, técnicamente, la acosó. Y fuera de todo tecnicismo, incluyendo variables como su reacción ante el problema, se puso cachonda. Así que no contaba. ¿Verdad? ¿Qué dirían las feministas? Porque Aiko se consideraba una y lo veía muy exagerado...

      —¿Por qué no me lo has dicho antes? ¿Un tío te acosa y solo se te ocurre pedirle a Ivonne que desate la alarma? Si estabais aquí, pides un momento para ir al baño y vienes a decírmelo.

      —Es que no tengo por qué depender de nadie para defenderme de...

      —Ah, no quieres depender de mí, que puedo ponerlo en su lugar, pero sí de tu secretaria. No me jodas, Kiko —bufó. Trasladó la mirada a un punto a su derecha, con la mandíbula apretada como la de un boxeador—. ¿Qué te hizo? ¿Te intimidó, o te puso la mano encima?

      Aiko parpadeó varias veces seguidas, nerviosa.

      ¿Sí...?

      —Eh...

      Caleb devolvió la