Sin embargo, a pesar de varias de las concesiones realizadas por Menem y el empeño puesto por este para poner fin de manera definitiva al ‘problema militar’, el 3 de diciembre de 1990 volvió a haber un nuevo levantamiento carapintada, siendo esta vez el más sangriento y serio de todos. En este caso, no se trató de un simple autoacuertelamiento que suponía un desafío pasivo a los altos mandos (señalando la incapacidad o inviabilidad de estos para reprimir, dejándolos con una imagen de debilidad ante los ojos de la corporación militar y disputándoles cierto grado de control, aunque sea implícito, de la situación, dado que la inacción jugaba a su favor) (Novaro, 2009), sino que fue un auténtico intento de Golpe de Estado. Los insurrectos tenían un “estatuto constitucional” con más de 400 artículos (que incluía hasta un nuevo organigrama de gobierno), un plan económico a implementar, un programa de política exterior y un apoyo, si bien reducido, de grupos civiles (Quiroga, 2005: 122)10. Por su parte, como señala Sain (2004: 110), “sea por la importancia y la cantidad de unidades comprometidas, por el elevado número de cuadros implicados, por el nivel jerárquico de su conducción –todos ellos eran Coroneles– o por la crueldad del enfrentamiento desarrollado” el levantamiento fue el mayor de todos por el grado de violencia que implicó. A diferencia de los anteriores, el número de bajas fue muy alto (casi 70 personas entre civiles y tropas leales y rebeldes en combates que duraron tan solo un día) (Fraga, 1991: 134). Además, durante los primeros momentos del levantamiento, este pareció ser un duro cachetazo a la política militar menemista, ya que de los 277 indultados un año atrás, 174 se habían plegado al nuevo alzamiento (Acuña & Smulovitz, 1995: 186), lo que demostró la incapacidad de tener una política adecuada para domar a las Fuerzas Armadas. Las reiteradas rebeliones que sufrió Alfonsín parecían poder proyectarse contra el gobierno de Menem.
Los motivos del levantamiento que se mencionaron fueron muchos, ellos iban desde temas muy generales y amplios como la “traición” de Menem para con las banderas del nacionalismo (dado el giro neoliberal), pasando por cuestiones de coyuntura (entre otras cosas, la oposición a la privatización de Fabricaciones Militares), hasta aspectos más particulares y estrictamente corporativos como era la disconformidad con algunos retiros, ascensos, destinos y promociones que se estaban otorgando en las fuerzas. Lo cierto fue que los rebeldes tomaron las armas como un intento desesperado por evitar lo inexorable frente a su propia situación interna.
El mismo Menem ya días previos a la insurrección estuvo al tanto de la misma y dejó igualmente llevarla a cabo, haciendo que ella fuera funcional a su proyecto. En este sentido, Menem había designado y mantenido al frente de las Fuerzas Armadas a oficiales con un perfil institucionalista, que no pertenecían a ninguna de las facciones en pugna, y mantenían cierta distancia de los sectores rebeldes. Por su parte, las nuevas autoridades eran personas con un alto prestigio profesional –casi todos ex combatientes de Malvinas–, lo que impedía que sufrieran acusaciones como ser solo “generales de escritorio”. Más allá de todo esto, la nueva conducción en las fuerzas había asumido con un objetivo concreto: restaurar de manera inmediata las jerarquías al interior de la corporación militar; objetivo que solo se podría concretar aislando y vaciando de contenido a los sectores más díscolos, principalmente a los carapintadas.
Los militares ya habían obtenido diversas prerrogativas por parte del poder civil (Ley de Punto Final, Ley de Obediencia Debida, Indultos, una nueva conducción acreditada, etc.), con lo cual, muchos de los reclamos “institucionales” de la corporación ya estaban saciados. De este modo, los grupos que continuaban con reclamos propios pasaron a quedar en minoría y –ante los ojos castrenses– con demandas “politizadas” y que no representaban al conjunto, perdiendo legitimidad interna y sufriendo un fuerte aislamiento. Por eso su alzamiento fue un intento angustiado por frenar el avance y la consolidación del nuevo Estado Mayor, dado que esto solo significaría su virtual desaparición como facción interna (Acuña & Smulovitz, 1995: 106). Pero con su accionar terminaron por reforzar lo que buscaron impedir. Por un lado, al ser la represión de la rebelión tan drástica, rápida y contundente (Menem jamás accedió a negociar o pactar nada, por más que los rebeldes lo intentaron en varias oportunidades), a la derrota militar de los carapintadas se sumó la neutralización política que ya venían sufriendo.
Por otro lado, el gobierno logró legitimar el curso de acción tomado con anterioridad, otorgando nuevos indultos (vistos ahora como más indispensables que nunca) a cambio de compromisos de mayor obediencia militar al gobierno civil. Fortificando así a los nuevos mandos que fueron los que esta vez sí se impusieron de modo rotundo ante un desafío interno, demostrando poder controlar la situación y alineándose de forma instantánea con las autoridades constitucionales. Esto además le sirvió a Menem para desentenderse de los compromisos previos asumidos con los rebeldes (principalmente con Seineldín), ahora derrotados11. De esta manera, la represión categórica serviría para disciplinar a la disidencia interna y aleccionar a otros sobre futuras insurrecciones, evitando nuevas desobediencias por parte de los suboficiales al generalato. Desde la alta oficialidad contaban con que un triunfo rebelde y la pérdida de la disciplina interna se estaba volviendo un peligro, no solo para la elite militar a la cual siempre se cuestionaba, sino también para la supervivencia de la misma institución castrense. Sin embargo, el resultado final permitió que la conducción de la fuerza recompusiera la cadena de mandos y le otorgara a la corporación militar un perfil profesional subordinado al poder civil. Así, en menos de un mes, se volvieron a otorgar indultos, liberando a toda la cúpula mayor de la última dictadura y algunos civiles, entre ellos, al ex jefe Montonero Mario Firmenich, lo cual servía también para congraciarse con los sectores conservadores y avalar la teoría de los “dos demonios”, justificando con ella la actuación militar durante el dictadura. Menem poco después reivindicó a las Fuerzas Armadas y les agradeció su papel en la “lucha contra la subversión” durante los años 70, por lo que –de ese modo– terminó de consolidar su posición al llevar a cabo su práctica política de lo que llamó “pacificación y reencuentro nacional”.
Finalmente, con los cambios provocados en el escenario internacional, la consolidación de las democracias en toda América Latina y el fuerte reordenamiento de los actores internos y externos, la cuestión militar fue encauzada, desapareciendo prácticamente como actor político de relevancia. Las históricas “hipótesis de conflictos” territoriales en juego, sobre todo las referidas a Chile y Brasil, fueron desactivas tras el plebiscito por el Beagle de Alfonsín en el primer caso y por la integración económica en el segundo. Además, claro está, las Fuerzas Armadas habían dejado de mostrarse como un grupo “confiable”, ya sea para el capital concentrado, las potencias internacionales, los grupos políticos que tradicionalmente las alentaban a intervenir y por el grueso de la población, puesto que ahora se las veía como un actor desprestigiado, sumamente impredecible y con más diferencias internas que consenso. El gobierno de Menem con su giro de derecha, proempresario y de adscripción total a las proclamas de los sectores dominantes –tanto locales como extranjeros– terminó por restarle apoyos y cartas de validación al “partido militar” como salvaguarda ante algún ‘descontrol’ o amenaza populista, de izquierda, obrerista o de tintes colectivizantes que se pudiera temer. Parecía que ahora ya no era más necesario el reaseguro militar autoritario como la última garantía para los grupos burgueses como fue la característica de la política argentina durante el núcleo central del siglo XX. Los sectores tradicionales, conservadores y/o concentrados podían ahora recostarse con tranquilidad en el nuevo gobierno. Nadie podía garantizar mejor que él la paz social combinando de manera original democracia, ajustes y neoliberalismo. La intervención militar como defensa del orden capitalista pasó a ser un anacronismo: el sistema parecía no tener más amenazas a la vista. A su vez, la introducción de tres modificaciones terminaría por aplazar a las Fuerzas Armadas bajo nuevas lógicas. La primera, se refiere a que su rol prioritario se modificó y pasó a estar claramente definido. Las funciones de “defensa” y “seguridad” se distinguieron, quedando los militares solo a cargo de la primera, sin poder tener más injerencia en asuntos internos (Ley 24.059). Con lo cual, sus tareas se focalizaron en el exterior. Con la política de ‘alineamiento automático’ con los Estados Unidos, el uso de las Fuerzas Armadas pasó a reservarse para misiones internacionales fuera del país, algo que resultó claramente funcional.