Por su parte, los cambios del nuevo orden no se remitieron a reestructurar solamente las relaciones con los actores internos. Sino que además una de las áreas en las que Menem se preocupó con mayor ahínco en generar modificaciones fue en el reposicionamiento del país dentro del orden internacional. En este sentido, a partir del gobierno de Menem se produjeron profundas transformaciones que dieron como resultado una ruptura tajante con el pasado, concentrándose la labor en lograr un acercamiento lo más estrecho posible con los Estados Unidos. En efecto, establecer lazos nutridos con la potencia norteamericana era considerado una de las condiciones claves para que el proyecto menemista tuviera éxito. Ya que con este apoyo se lograría un acceso preferencial a los mercados de créditos internacionales, así como el respaldo suficiente para que los organismos financieros multilaterales (FMI, Banco Mundial, BID, Club de París, etc.) entregaran recursos suficientes para que la Argentina pudiera dejar atrás su crisis, ayudando con su beneplácito a brindar una imagen del país como “atractivo”, “seguro” o “amigo del capital” frente a los mercados mundiales. Con esto sería más fácil atraer inversiones extranjeras y el ingreso de capitales, los cuales podrían sanear las castigadas cuentas externas, y podrían recomponerse las reservas internacionales del Banco Central y ganar de esta manera mayores recursos.
Instituciones como el Banco Mundial o el Fondo Monetario comenzaron cada vez más a gozar de un papel y rango privilegiado dentro del nuevo orden social. Este apoyo, por su parte, brindó todo tipo de recursos –económicos, simbólicos, técnicos, intelectuales– para favorecer las lógicas que se describen, actuando los organismos internacionales como autenticas canteras de legitimación ante cada accionar del gobierno. En una clave cuasicolonial o de imperialismo indirecto, estos organismos pasaron a asumir funciones de señoraje con respecto a varias medidas de gobierno, “sugiriendo” leyes, medidas y otorgando “asesoramiento”. En muchos casos, actuaron en forma indisimulada como los agentes o causas de las principales orientaciones del gobierno, realizando varios juegos de presiones y chantajes para que se tomaran las acciones que ellos encontraban como “necesarias” o “indispensables” (realizar desregulaciones, ajustes, privatizaciones, sancionar leyes, presupuestos o simplemente hacer algún anuncio) bajo el riesgo de que –de no hacerlo– créditos, avales o “la confianza” externos podrían esfumarse. Por último, estos cambios también se asumieron apuntando en otra dirección más, ya que con la venia de los Estados Unidos, el problema fundamental de la deuda externa podría ser reorganizado, lo que haría disminuir la presión de la banca acreedora y permitiría lograr una solución de largo plazo como la que ofrecía el flamante Plan Brady de la administración norteamericana para los países del tercer mundo.
El gobierno, frente a las posibilidades que ofrecía modificar severamente la forma de inserción del país en el mundo no dudó en realizar también aquí un fuerte viraje. Se consideraba que anteriormente se habían perdido jugosas oportunidades y se pagaron costos innecesarios solo por “necedad ideológica”. Por lo cual, hacia adelante se podrían abrir nuevos mercados y evitar roces con la mayor potencia económica, política, financiera y militar del planeta. Dejando de lado la tradicional bandera peronista de la “tercera posición” para asumir ahora una posición sumisa en el orden internacional, detrás de la conveniencia invocada en la teoría del “realismo periférico” (Míguez, 2013). Así, el alineamiento con el norte pasó a ser automático e incuestionable. Se prometió firmar la paz con Gran Bretaña, buscando ganar confianza y previsibilidad externa; a finales de 1989 se votó, por primera vez en la historia, la condena a Cuba en la ONU –algo que no había realizado ni siquiera algún gobierno dictatorial–; a principios de 1991 se le otorgó a Pinochet el máximo reconocimiento del Estado Argentino (la Orden del Libertador), señalando la reconciliación del hermano pueblo de Chile y por “su contribución fundamental en el tránsito a la democracia”, admirando profundamente el modelo neoliberal aplicado allí. En pocos meses se abandonó el Movimiento de países No Alineados, se aprobó el envío de tropas argentinas para intervenir en la guerra del Golfo Pérsico y el país adhirió al tribunal internacional CIADI –para garantizarle “seguridad jurídica” a los inversores externos–, relegando así soberanía legal por parte del Estado. Para fin de año, el Canciller Di Tella señaló que la Argentina debía tener con los Estados Unidos “relaciones carnales” y se desmantelaron varios proyectos armamentísticos como el misil Cóndor con el único fin de adscribir –y sobrerreaccionar– a todos los pedidos norteamericanos.
Con todos estos cambios, fue posible renegociar la deuda externa a partir de las premisas del Plan Brady, repactando los tiempos, tasas y montos. Así, se realizaron quitas de capital, los intereses se bajaron y los plazos fueron extendidos (se terminaría de pagar dentro de 30 años), recomprándose algunos papeles, como también aceptándose a estos como parte de pago en las privatizaciones. Por su parte, la nueva deuda –los bonos Brady– ahora pasó a estar garantizada por los Estados Unidos y tomó la forma de títulos de deuda (es decir, bonos públicos, lo que permitió su transformación para dejar de ser deuda bilateral con bancos privados para poder negociarse en los mercados bursátiles), algo que se pudo lograr gracias a los nuevos prestamos otorgados por los organismos internacionales de crédito (FMI, Banco Mundial, BID). La consecuencia inmediata fue que los bancos privados acreedores internacionales pasaron a cambiar papeles de deuda, en muchos casos denominados como ‘incobrables’, por bonos atractivos que cotizaban en mercados abiertos, lo que permitió que se desprendieran de sus acreencias con los países del tercer mundo, licuando el riesgo de incobrabilidad (Schvarzer, 2002: 34-37). Así, la composición de la deuda del sector público pasó de estar comprometida en más de la mitad con bancos comerciales (representaba el 53,5% en 1991) para pasar a librarlos de sus exposición al “riesgo argentino” (en 1993 la deuda con los bancos pasó a ser solo el 2,3% del total) (Ministerio de Economía). De esta manera, el gobierno argentino se había embarcado en una decisión similar a la realizada por el resto de los gobiernos de Latinoamérica, descomprimiendo el frente externo y poniéndole fin a la presión de los acreedores extranjeros, sumando aquí también nuevos aliados.
De forma paralela a estas redefiniciones, se fueron realizando otras que actuaron de modo solidario y complementario. De esta manera la liberalización y apertura económica, no solo podría estabilizar la economía y volverla atractiva para el capital extranjero, sino que además resultaba un modo para conquistar nuevos mercados y ampliar las exportaciones argentinas. Mientras que se comenzó a priorizar al Mercado Común del Sur (MERCOSUR) como principal zona de intercambio comercial, teniendo el Brasil un lugar crecientemente destacado como socio argentino en el comercio.
Pese a esto, los cambios al interior de la forma de Estado o de su partido de gobierno no acabaron allí. Dado que otra de las maneras bajo las cuales se reorganizó el orden externo fue asignar nuevos roles y funciones a algunos actores locales. Entre ellos y principalmente, a las Fuerzas Armadas. En efecto, la cuestión militar era un tema delicado, conflictivo y complejo que había tenido en vilo a la sociedad durante todo el gobierno de Alfonsín y que podía afectar –cuando no poner fin– al gobierno de Menem. Bajo estas premisas, la solución primordial del gobierno fue acceder de forma inmediata a varios reclamamos castrenses intentado ganar así la subordinación del sector, aplazando a los grupos rebeldes. La voluntad de poner fin a los conflictos fue expresada por Menem días después de asumir: “La solución al tema militar me la banco solo, no voy a caminar por el Congreso con una ley bajo el brazo pidiendo que me la aprueben porque eso es perder el tiempo” (La Nación, 28/07/1989). Con la firma de varios decretos a finales de 1989, se declaró el indulto para varias decenas de carapintadas, oficiales condenados por delitos de lesa humanidad, mandos culpables