Para poder aplicar los cambios era indispensable dar una explicación cabal a la ciudadanía en la cual se explicitara que un modo de pensar el espacio social, la política y –sobre todo– el Estado se había terminado. Declaraba Menem: “Ha llegado el momento de hacer los sacrificios necesarios […] habrá que hacer cirugía mayor, sin tener tiempo de aplicar anestesia” (La Prensa, 10/07/1989). Según el relato que se empezaba a construir, el país estaba en una crisis que era la marca más patente de los síntomas de descomposición y del fracaso de una forma de sociedad. Era inútil, cuando no impotente, continuar insistiendo con las viejas maneras. Había que entender a fuerza de golpes ‘la realidad tal cual esta se presentaba’. Es por esto que pasó a adoptarse desde las esferas oficiales un discurso entreguista y de doblegamiento frente a las nuevas circunstancias; una suerte de “ideología de la derrota”. Si la Argentina quería reconstruirse y no perder el tren del progreso, esta debía aprender de quienes tenían éxito, los que habían triunfado, y que –además– contaban con recursos necesarios como para garantizar la situación. Era mejor jugar con los ganadores que contra ellos. Así, el país debía volverse “atractivo” para los empresarios y para el capital extranjero, dejando de lado cualquier prédica principista que retrasara aquello que se intentaba representar como inevitable. De esta manera, la orientación y sentido general de las transformaciones se comenzó a dar en un solo curso: favorecer al capital. Como explicaba el ministro Cavallo: “La Argentina debe estar integrada y no aislada como permaneció durante seis décadas […] queremos ser vecinos y socios de los ganadores del mundo […] necesitamos capitales y por eso tenemos que acercarnos a los capitales extranjeros, y el dinero que viene del exterior es tan bueno como el que surge en el propio país” (La Prensa 29/04/1991).
No puede responsabilizarse simplemente a un “clima de época” el contexto que habilitó las transformaciones que la radicalizada prédica neoliberal llevó a cabo. Más bien, se debe señalar la activa operación política que construyó. No basta apelar a un contexto adverso, a varios años de servicios públicos ineficientes, la falta de inversiones adecuadas y de modernización –relegadas desde vieja data– o las promesas de nuevas mieles que traería transferir empresas a la órbita privada para que de allí sencillamente se desprendiera “la necesidad” de privatizar. Desplazar la prédica estatista y nacionalista fue algo bastante más complicado y difícil de lograr. Fue necesario instalar nuevas categorías de percepción y sentido. Fundar otra realidad.
Así comenzaron los fuertes recortes en los gastos estatales, el despido de empleados públicos y la apertura económica. Se dictó la ley de reforma del Estado (17 de agosto de 1989) y la ley de Emergencia Económica (1 de septiembre de 1989), lo que comenzaba a permitir –entre otras cosas– las privatizaciones, los retiros voluntarios y el desagüe del patrimonio público. Las reglas del liberalismo más vehemente debían aplicarse de forma inmediata. El ajuste estructural, las reformas, liberalizaciones y la desregulación del mercado debían ser la moneda única para fortalecer el libre juego de la oferta y la demanda, obteniendo como resultado supuesto la bonanza del país. Con lo cual, el discurso de la democracia, pasó a posicionarse en términos de la libertad de las personas, para convertirse finalmente en el imperio del mercado libre.
Más que un Estado poderoso que se encargara de garantizar el bienestar general, ahora se trataría de que fueran los mismos particulares los que guiaran con sus acciones los pasos del crecimiento económico. Así, el bienestar de la economía del país pasó a asociarse con el bienestar de los empresarios en general y con el de los grupos económicos concentrados especialmente, solo restando adoptar acciones sumisas frente a ellos por parte de los trabajadores.
De este modo, adoptando las banderas neoliberales que priorizaban el auge económico como precondición para la prosperidad y el orden, el discurso de los exitosos pasó a legitimar –a modo de contraste– la existencia de desigualdades, redefiniendo los términos de las jerarquías sociales en función de nuevas reglas de dominación. Lo que parecía como lo esperable por parte del peronismo, el “salariazo”, se concretó sorpresivamente en el “ajuste” como criterio regulador. Donde la predisposición de cada uno debía traducirse bajo la forma del “sacrificio”, un aporte a la sociedad en su conjunto.
El país, frente a una coyuntura como la señalada, no podía permitirse excesos de ningún tipo, ya fueran derechos laborales o cualquier otro “privilegio”. Ni en el Estado ni en la economía en general eran admisibles prerrogativas de algún sector “particular”. Así, se logró subir el IVA del 15 al 18%, pudiendo extenderlo de forma generalizada a todos los sectores (ahora también los alimentos básicos y los medicamentos lo pagarían), para poco después volver a subirlo ‘transitoriamente’ hasta el 21%, para ya nunca más bajar de ese nivel. Según la nueva producción discursiva, el esfuerzo debía ser colectivo, teniendo como única meta alcanzar los equilibrios macroeconómicos y fiscales.
Apelando a que los ingresos públicos eran escasos, no hubo recorte de gastos, reducción de personal o cierre de áreas que fueran suficientes como para saciar al nuevo proceso. Todo debía estar sometido a criterios de rentabilidad, ahorro y eficiencia económica, sin importar si los bienes y servicios producidos debían entrar o no bajo reglas mercantiles, dejando de lado su utilidad social. Se prometía privatizar cada empresa y área del Estado que se pudiera: agua, electricidad, petróleo, líneas aéreas, industrias, frigoríficos, licencias, represas hidroeléctricas, rutas, refinerías, telefonía celular, transportes, correos, puertos, metalurgias, gas, el espacio radioeléctrico, bancos y siderúrgicas. Además, de canales de televisión y radios, servicios que fueron los primeros en privatizarse, para –estratégicamente– comenzar a partir de allí a pregonar a todo motor un discurso de legitimación del nuevo orden social, difundiendo y “explicándole” a la ciudadanía las grandes ventajas de las privatizaciones y del capitalismo global y concentrado. Ya que con estas privatizaciones, por ejemplo, se señalaba que se fomentaba la “libertad de expresión” y se apostaba por el pluralismo al no ser el Estado “el único dueño de todo”. No había excusa, criterio alguno o excepción que valiera. Los casos de empresas o áreas particulares (sus condiciones, precios, utilidad social) fueron dejados de lado por el simple apuro de desprenderse de ellos y entregarlos a manos del capital privado para calmar el caos y dar las señales buscadas. Amén de sumar recursos. Desde los teléfonos –descriptos como deficitarios– hasta empresas de alta rentabilidad o excelente situación patrimonial –como YPF, Aerolíneas Argentinas o Gas del Estado– comenzaron a intervenirse y “sanearse” las empresas estatales para ponerse a la venta, o –cuando no– cerrarse de forma definitiva. Se realizaron miles de jubilaciones forzosas y pases a disponibilidad, rebajas de salarios y despidos masivos. Hasta se llegó a prometer la privatización de la seguridad y del cobro de impuestos. Donde el precio de la estabilidad agregada debía realizarse al costo de la desestabilización de la forma de vivir de miles de familias, teniendo un horizonte en sus ingresos y en sus trabajos cada vez más incierto y precario. Ya que gracias al feroz caos hiperinflacionario era posible disciplinar a gran parte de la población como también debilitar a virtuales obstructores de los cambios. De esta manera, el nuevo programa de gobierno no podía ser de ninguna