Por su parte, como segundo recurso para garantizar el sometimiento militar al orden civil, se utilizó la estrategia del “ahogo institucional”. Este camino ya había sido fijado por Alfonsín durante su gobierno, pero con Menem se lo llevó a niveles extremos. En este caso, la premisa buscada era debilitar, depurar y alinear en su totalidad a las Fuerzas Armadas al mando civil a través de distintos mecanismos institucionales: reducción de presupuesto, pases a retiro masivos, bloqueo de ascensos, etc. En este sentido, el discurso generalizado del ajuste económico permitía reforzar esta dirección. Ya que las instituciones militares, en tanto órganos del Estado, también debían someterse a los mismos principios del resto de la administración pública (despidos, ‘racionalización del gasto’, privatizaciones, etc.). Por último, con motivo del asesinato de un recluso mientras este prestaba servicio (Omar Carrasco, muerto a golpes bajo la responsabilidad directa de oficiales y suboficiales durante su conscripción), Menem aprovechó la situación para poner fin al servicio militar obligatorio, utilizando en su beneficio al altísimo porcentaje de la población que estaba a favor de esa propuesta (más del 80% según las encuestas) (Saín, 2004: 118), la cual podría ser capitalizada con fines electorales, reemplazando el sistema forzoso por uno de voluntariado. De este modo, con un decreto se modificó la “ley Ricchieri”, que tenía cerca de un siglo de existencia, para pasar de un régimen de conscripción obligatorio a uno optativo, lo que terminó por debilitar aún más la participación de las Fuerzas Armadas en la vida interna del país, su influencia política y sus recursos. En suma, en muy poco tiempo se había logrado doblegar a la Fuerzas Armadas a un gobierno civil, algo que había resultado imposible a todos los gobiernos anteriores, ya sean militares o constitucionales, desde 1930.
Así, y siguiendo esta dirección, del mismo modo en que el menemismo había logrado una adscripción funcional a su lógica de poder por parte del sindicalismo y ahora lo hacía con las FF.AA., su proyecto de dominación no terminó allí, dado que también tuvo en cuenta a la tercer gran corporación que tradicionalmente desempeñó un rol fundamental en nuestra historia política: la Iglesia Católica Argentina. En efecto, la Iglesia Católica era en el país una corporación poderosa que durante los años 80 se había enfrentado con el gobierno radical en reiteradas ocasiones, restándose con este mutuamente bases de sustentación (existieron conflictos con Alfonsín por el Congreso Pedagógico Nacional –y la laicización de la educación–, por la complicidad de parte de la Iglesia y su participación en crímenes durante la dictadura, como también un enfrentamiento ligado a la promulgación de la ley de divorcio, disputa que terminó de coronarse con la visita del Papa a la Argentina en 1987 para oponerse a las políticas oficiales). En todos los casos, la Iglesia evitó perder posiciones de poder e impedir lo que consideraba el avance de las lógicas modernistas, secularizantes y de desviaciones morales que implicaban, según esta, el ‘retroceso de los valores cristianos’ (Del Piero, 2004: 128-129). Con la llegada de Menem al gobierno, la Iglesia vio una excelente oportunidad de recomponer sus relaciones con el Estado. Así, se designó en el principal arzobispado del país –la arquidiócesis de Buenos Aires– al Cardenal Antonio Quarracino, un hombre fuertemente ligado al nacionalismo conservador y al peronismo.
De esta manera, el recambio de autoridades se convirtió en una jugosa chance para que ambos, Iglesia y gobierno, se fortalecieran mutuamente; chance que Menem no dudó en usar para sumar cuotas de legitimación y lograr así santificar su modelo de poder. Uno de los primeros acercamientos fue cuando Menem debió –tal como lo indicaba la Constitución– convertirse al catolicismo para acceder a la presidencia, sobrereaccionando a partir de aquí en muchos de sus gestos y discursos con tal de congraciarse con las autoridades eclesiásticas. Así, comenzó a invocar de manera continua a Dios en varias de sus presentaciones públicas, propugnó políticas de salud reproductiva en línea con los postulados de la curia, se opuso rotundamente a la despenalización del aborto, llegando a considerar como fecha oficial el “Día del niño no nacido”, donde varios de sus ministros y funcionarios –especialmente los del área educativa y cultural– estuvieron fuertemente vinculados al catolicismo o eran directamente hombres de la Iglesia –así como del Opus Dei, como el fugaz ministro del Interior Gustavo Béliz–, permitiendo una alta injerencia de los prelados en la redacción de la nueva ley educativa. En la misma dirección, comenzaron a aumentar los fondos girados y el favorecimiento por parte del Estado a los colegios católicos privados y al sostenimiento del culto católico. Por su parte, Menem también intentó desvincular a la Iglesia Católica de su complicidad con los crímenes de la última dictadura (por ejemplo desalentando causas judiciales) como además apostó por políticas de “pacificación, perdón y reconciliación” entre la sociedad argentina y las FF. AA., en sintonía con las proclamas oficiales de la Iglesia. Con ello, la jerarquía católica terminó por bendecir la transformación neoliberal y sentenció la pax de un modelo que se volvía cada vez más excluyente, cerrando filas desde la elite eclesiástica detrás de Menem. Decía el Cardenal Quarracino: “Todo ajuste va suponer ciertamente conflicto y situaciones difíciles. Ningún país levantó cabeza sin una cuota de sufrimiento” (Esquivel, 2004: 160). El obispo Rómulo García, presidente de la Conferencia Episcopal Argentina, explicaba las ventajas de la estabilización económica y justificaba los recortes a partir de la ‘necesidad’ del sacrificio: “Después de una gran postración del país, donde se estaba tocando fondo, creo que ha habido esfuerzos positivos desde el gobierno, sectores sociales y ciudadanos, para sacar al país adelante. Esto no se logra sin hacer sacrificio” (Ib.: 161). Mientras que Monseñor Ogñenovich, obispo de Luján, justificaba las desigualdades sociales en una línea similar excusando al gobierno: “No hay gobierno en el mundo que pueda resolver el problema de la pobreza, ya que pobres habrá siempre según el evangelio” (Ib.).
El viraje que estaba realizando el nuevo gobierno era claro, rotundo y contundente. En casi todas las áreas de la vida social se estaban llevando a cabo transformaciones, con la producción de un discurso que se imponía, perneaba y proliferaba sin cesar, consolidándose cada vez más. El cambio de reglas a favor del capital estaba dejando atónitos a más de uno. Se aplicaron ajustes, privatizaron empresas, se abrió la economía, los mercados se desregularon en muy poco tiempo, mientras que el sindicalismo fue arrinconado. Todo esto sin grandes desbordes sociales y en un clima de desmovilización general de la sociedad, lo cual tendía a asegurar lo ya conseguido y pacificar, en principio, todo el espacio social. La gobernabilidad se fortaleció, el Estado recuperó capacidad de iniciativa y se creó un clima de negocios que le otorgaba el beneplácito total al sector empresarial. La magnitud y la velocidad de las reformas que se introdujeron le hicieron ganar apoyos meteóricos dentro del sector del capital más concentrado. A un año de asumir, le gritaban a Menem “¡Viva Carlitos!” cuando visitó la Bolsa de Comercio de Buenos Aires (Clarín 16/05/1990). El Jockey Club Argentino lo nombró socio honorario del tradicional bastión antiperonista. Ya que para los hombres de negocios nada parecía garantizar mejor el orden que el pragmatismo aplicado por Menem. Los distintos grupos de capital concentrado uno a uno se fueron sumando al proyecto menemista, creándose una auténtica celebración de apoyo en las altas esferas de la economía. De aquí que se construyera una subcultura de elite que comenzó a hacerse pública y a mostrar con gran elocuencia en un extraño cóctel a famosos, empresarios, funcionarios públicos y nuevos ricos en un clima de ostentación y despilfarro en clave de show mediático que inundó revistas de actualidad, la televisión y al espectáculo, montando una auténtica “fiesta menemista” resumida bajo la consigna de la “pizza con champagne”. Las principales corporaciones empresariales le terminaron de dar un apoyo unánime al gobierno peronista. Se creó una nueva comunidad de negocios al interior de los sectores concentrados, en la cual se pactaron múltiples acuerdos sectoriales para respaldar las políticas de Menem. Del agro a la industria, de las finanzas a la construcción, pasando por el comercio, los rubros de la salud, minería, petróleo y servicios, los distintos grupos de elite de cada sector económico, a pesar de cierta desconfianza inicial o enfrentamiento, terminaron por cerrar filas detrás del nuevo orden.
Por supuesto,