Por último, al escenario caótico y sumamente precario sobre el cual le tocaba asumir a Menem debemos agregarle el factor más evidente y claramente indócil: el descontrol que representaba la economía. En efecto, la situación económica parecía ser el mayor desafío a enfrentar desde el primer momento. Tan solo en julio, el mes de asunción de las nuevas autoridades, la inflación fue de 196,6%. Como ya se dijo, el Estado estaba prácticamente quebrado. El sector externo era un ahogo para el cual no era fácil hallar una salida, sobre todo en lo referido al agobiante problema de la deuda externa. El dólar no paraba de trepar en su cotización y los servicios públicos estaban al borde del colapso total. A su vez, la fórmula elegida para llegar a la presidencia no había sido la que mayores simpatías recogiera entre los sectores concentrados del poder económico.
Bajo este escenario más de una voz apostaba a que el nuevo gobierno no podría durar mucho. Más aún, era muy difícil pensar que se pudieran completar los seis años de gobierno que se tenían por delante. Anteriormente a su asunción, Menem no había dado muestras muy claras sobre comprender cabalmente el clima desesperante sobre el cual le tocaba gobernar. A los ojos de la mayoría, Menem era un caudillo populista del interior que había podido administrar La Rioja, una provincia periférica, pobre y atrasada, gracias a tener el 50% de la población como empleados públicos, sin brindar señales o un plan de gobierno acorde a una crisis mucho más profunda de lo primeramente atisbado. Habiendo ganado como un claro candidato antisistema, lleno de consignas incendiarias, dando discursos con un poncho rojo y patillas largas para homenajear al indómito caudillo federal Facundo Quiroga, prometió durante su campaña nacionalizar el sistema financiero, recuperar las Islas Malvinas a ‘sangre y fuego’, como establecer una moratoria unilateral frente a los acreedores, donde se burlaba de los “doctorcitos” del FMI y del peronismo “de saco y corbata”, llamando a combatir al imperialismo financiero. Su propuesta litúrgica de festines populares o sus recorridos a bordo del “menemmóvil” tras la consigna mesiánica del “síganme” no ayudaba a la situación, en la cual apelaba a un discurso milagrero para revivir el peronismo más plebeyo y combativo tras prometer una ambigua “revolución productiva”. Más allá de su carisma y de alguna que otra astucia política, parecía estar hundido en la más absoluta soledad. Su mismo triunfo electoral había sido, por lo menos, deslucido. El peronismo solo había obtenido un resultado electoral peor cuando fue vencido en 1983. Su elocuente propuesta de “salariazo” tuvo sabor a poco frente a la digna cosecha del radical Eduardo Angeloz y su promesa de utilizar un impiadoso “lápiz rojo” en las cuentas públicas, con la cual sacó casi el 37% de las preferencias, siendo este el candidato oficialista de un gobierno que terminó de forma calamitosa, pero que le bastó para imponerse en distritos claves como la Capital Federal y Córdoba –así como en Salta y Jujuy–. Hasta la tradicional y siempre minoritaria Unión de Centro Democrática (UCeDé) tuvo la mejor elección de su historia al superar el millón de votos encabezados por el liberalismo vernáculo de Álvaro Alsogaray. Sin embargo, a pesar de este panorama, un profundo viraje pudo ponerse en marcha, y realizar una transformación gigantesca en la sociedad argentina a partir de allí.
En un panorama incierto, los primeros pasos que se dieron fueron tratar de sumar aliados estratégicos, sobre todo en el mundo empresarial. Porque se consideraba que esta área sería clave para estabilizar la situación y poner en orden las principales variables. Ya durante la campaña presidencial Menem había tenido varios acercamientos con grupos económicos locales. Al dejar la economía en manos de ellos se apostó a que esto sea visto como la primera señal de que el gobierno sería benigno con el mundo de los negocios. Así designó en el ministerio de Economía a un gerente del grupo económico Bunge y Born. Esta designación sería una de las muestras más claras de los tiempos que comenzaban a correr. Era tan solo una figuración del tiempo por venir; una fuerte ruptura con el pasado.
En efecto, durante su primer gobierno Perón había designado al frente del aérea económica a Julio Miranda, un empresario criollo nacido al calor de la industrialización de los años 30. Luego de la caída del peronismo, el hombre fuerte en la economía al interior del peronismo fue José Ber Gelbard, líder de la Confederación General Económica (CGE), institución que nucleaba a las pequeñas y medianas empresas del país con un marcado perfil mercadointernista, era representativo de un proyecto de nación en desarrollo que soñaba con convertirse en una potencia industrial sin resignar las banderas de lo nacional y popular. Con el fin del tercer gobierno peronista, la economía había recaído sobre los hombres del partido, cuadros que toda su vida habían militado al interior el justicialismo. Sin embargo, con la conducción económica en las manos del poderoso, concentrado y multinacional holding Bunge y Born, Menem comenzaba a dejar expuesto cómo consideraba al horizonte social y a la correlación de fuerzas de ese momento. El empresario mercadointernista, el sindicalismo tradicional y el Estado de Bienestar, que fueron los actores sociopolíticos centrales del modelo peronista clásico, estaban en una situación de gran debilidad como para ser considerados una salvaguarda lo suficientemente fuerte para otorgar una solución rápida y sólida. Menem atisbaba un recorrido en otra dirección a las anteriormente esbozadas.
Sin embargo, los cambios en las banderas no terminaron allí. Si bien Bunge y Born había estado señalado en el libro de Perón Los vendepatrias como uno de los principales responsables de la sumisión nacional, no dejaban de ser menos anecdóticos otros gestos realizados por Menem. Krieger Vasena –ministro de Economía de la “Revolución Argentina” y una de las principales figuras contra las que se realizó el “Cordobazo”– pasó a incorporarse como asesor tributario a principios de noviembre. El mismísimo Álvaro Alsogaray, representante del anti-peronismo acérrimo, se encargaría de parte de las negociaciones de la deuda externa y quedaría como asesor personal del presidente1, convocando a su hija –María Julia– como polifuncionaria del gobierno, como a otros tantos cuadros de la ultraliberal UCeDé. Poco después Menem se daría un abrazo histórico con Isaac Rojas, uno de los máximos responsables del golpe contra Perón en el 55, y decretaría en poco tiempo un indulto para dejar en libertad a Martínez de Hoz. Además, no serían pocos los funcionarios de la última dictadura que se sumarían al nuevo gobierno.
Estos gestos que señalaban un abrupto cambio de consignas, y que podían generar altos costos políticos, eran realizados con un único fin: ganar el apoyo empresario, considerado indispensable para controlar la situación. Confesando esta jugada de forma abierta, un diario de la época relataba lo siguiente: “Uno de los asesores del electo presidente, el ex ministro de Comercio Exterior del general Roberto Viola, Carlos García Martínez, dijo: ‘Menem comprendió que tiene votos, pero que el justicialismo, no obstante el apoyo plebiscitario recibido en los últimos comicios, carece de poder económico genuino. Y sin él no se puede gobernar una nación que experimenta la crisis más grande de su historia’” (Página 12 17/06/1989, citado en Grassi, 2003: 117)2.
Si bien Menem estaba en cierta medida solo y aislado, teniendo una enorme multiplicidad de enemigos que podrían tratar de impedir los cambios que buscaba llevar adelante (sindicatos, peronistas renovadores, radicales, gobernadores, Fuerzas Armadas y demás) muchos de ellos estaban aún en peores condiciones como para ofrecer una resistencia sólida, estando estos en una posición de debilidad, sin tampoco poder ofrecer una alternativa a una situación desesperante. Por su parte, ni los renovadores, ni los radicales tenían mejores credenciales para oponerse al giro de Menem, ya que estos habían manifestado anteriormente sus intenciones de iniciar un proceso de cambio en una dirección similar (Levitsky 2005; Novaro, 2009). De esta manera, Menem solo debía mantenerse cuidadoso de no caer frente a dos precipicios: realizar cambios demasiados rápidos llamando a evitar un nuevo “Rodrigazo”, pero lo suficientemente armónicos como para prevenir una movilización popular como la que representó el “Caracazo” en Venezuela tan solo pocos meses antes de que Menem asumiera, cuando se quiso aplicar un programa similar allí (Corrales, 1999).
Así se puso en marcha el nuevo entramado político. El plan de coordenadas general sobre el cual se basaban las reformas era explicar la crisis