Las consecuencias de estas acciones fueron inmediatas. Si 1993 fue un año sin mucha esperanza electoral para la UCR, y obtuvo cerca del 30% de los votos totales, en 1994 con las elecciones para constituyentes fue aún peor: solo sacó el 20% de los sufragios. Al año siguiente, en las elecciones presidenciales terminó en el tercer puesto con un caudal de votos todavía menor con la fórmula Horacio Massaccesi-Antonio Hernández. Así, en los primeros 12 años que pasaron desde el retorno de la democracia el radicalismo terminó de perder más de dos tercios de sus votantes (en 1983 contó con el 52% del total y en 1995 con solo el 16%). De este modo, ha señalado Ollier (2001: 39) que el “radicalismo [en 1995] haya ido a los comicios con un candidato de bajo perfil político e incierto grado de representatividad era una fiel expresión de la reducida energía que el aparato partidario estaba apostando para su recuperación en el terreno de las urnas. […] Si el movimiento inercial de la hegemonía peronista persistía era plausible pensar en un radicalismo reducido a una mínima expresión, condenado a ser una oposición frágil y poco significativa”. El gráfico 1.1 puede servirnos como una ilustración que ejemplifica estas tendencias en la representación a nivel nacional, donde podemos ver la progresiva (y constante) pérdida de recursos institucionales por parte del radicalismo en contraposición al PJ, que desde 1985 no paró de acrecentarlos.
GRÁFICO 1.1: DIPUTADOS NACIONALES DEL PJ Y LA UCR (1983-1995)
Fuente: (Gambina & Campione, 2002: 295).
El pacto entre la cúpula peronista y la cúpula radical dejó afuera de él a importantes sectores de la sociedad sin ningún tipo de opción viable para modificar, aunque sea mínimamente, los esquemas vigentes. Sin embargo, en esas elecciones para constituyente de 1994 también quedaría en claro que una oposición más férrea o –si se quiere– menos complaciente con el gobierno solo podía salir de las mismas filas del PJ, funcionando el justicialismo al mismo tiempo como un sistema político en sí mismo, ya que pasó a actuar –en los hechos– como un partido oficialista y de oposición (Torre, 1999).
En efecto, como se mencionó antes, la reconversión sufrida por el peronismo bajo el gobierno de Menem había despertado algunas disidencias internas en el partido. Un pequeño grupo de diputados miembros del PJ, denominado el “grupo de los 8”, fue el que finalmente rompió con el bloque oficial, bregando por luchar para recuperar “el verdadero peronismo”. Los indultos, las privatizaciones, el alineamiento automático con los Estados Unidos o la alianza con Bunge y Born habían sido parte de los límites de lo tolerable para este grupo. Así, en abril de 1990 votaron en contra de la ampliación de la Corte Suprema, en agosto del mismo año se plegaron activamente a la huelga de los telefónicos contra la privatización de ENTEL –la cual no fue apoyada ni por el sindicato ni por el PJ–, en septiembre rompieron oficialmente con el partido y formaron su propio bloque parlamentario. Decían, “somos parte del bloque de diputados justicialistas […] es el presidente quien se fue del peronismo” (Página 12 13/09/1990).
En diciembre de 1990, uno de los miembros del “grupo de los 8”, Luis Brunati, se decidió a formar un nuevo partido político (Encuentro Popular) junto a otro peronista disidente, el cineasta Fernando “Pino” Solanas, que también había roto con Menem. En mayo de 1991, la figura que comenzó a destacarse por parte del peronismo disidente y que había sido parte del “grupo de los 8”, Carlos “Chacho” Álvarez, realizó lo mismo junto a dos integrantes más del grupo (Juan Pablo Cafiero y Germán Abdala), para crear en la Capital Federal y en la provincia de Buenos Aires el Movimiento por la Democracia y la Justicia Social (Modejuso). Poco después, el Modejuso propugnaría por crear un “Frente Social” de resistencia contra el ajuste y el neoliberalismo junto a otras agrupaciones partidarias (un sector del Partido Comunista –liderado por Eduardo Sigal–, el Partido Intransigente –facciones conducidas por Marcelo Vensenati y Horacio Viqueira–, de la Democracia Cristiana –cuyos principales referentes eran Carlos Auyero y Graciela Fernández Meijide– y facciones de los Partidos Socialistas), sumando grupos sociales y sindicales (parte del movimiento de Derechos Humanos, Federación Agraria y los gremios CTERA y ATE) (Palermo & Novaro, 1998: 88-89). El muy heterogéneo conglomerado proponía mostrarse como una “oposición activa” ante el avance menemista.
Sin embargo, el amplio abanico de actores y fuerzas que conformaron no pudo ser traducido en listas de unidad ni tampoco ganar apoyo electoral. El segundo trimestre de 1991 encontró divisiones. Se creó la Unidad Socialista que ligó a los grupos socialistas (Partido Socialista Democrático y el Partido Socialista Popular), y se realizó una alianza con boletas propias. Encuentro Popular se unió a grupos de izquierda y formó el Frente Popular. Mientras que el Modejuso concretó un frente con la Democracia Popular y el Partido Intransigente para dar luz al FREDEJUSO. Pese estas particiones, en ninguno de los casos se logró un buen caudal electoral. El Frente Popular apenas superó el 1% de los votos en la Capital, mientras que el Fredejuso solo consiguió el 3,7% allí (lo cual impidió que Fernández Meijide se convirtiera en diputada) y un 2,7% en la Provincia. La Unidad Socialista sacó el mejor resultado de todo el espacio con el 6% de los votos.
Ciertamente, a pesar de la decepción inicial y de la baja performance obtenida, el año 1992 le daría revancha a todos los grupos. Para las elecciones de junio en la Capital Federal se concretó una lista de unidad entre el Frente Popular, el Partido Comunista y el apoyo del Fredejuso y los sindicatos de ATE y CTERA, llamado Frente del Sur, el cual fue encabezado por Pino Solanas. El resultado fue mejor, se obtuvo el 7,4% de los votos. En 1993 el avance fue aún mayor, al armarse una convergencia más amplia: el Fredejuso, sectores del sindicalismo de la CTA y el Frente del Sur finalmente terminaron por unirse y crear el Frente Grande. Con esta unión se logró obtener el 14% de los votos en la Capital Federal (lo cual permitió las bancas para diputados de “Chacho” Álvarez y Fernández Meijide, más 4 concejales) y el 4% en la provincia (en cabeza de Pino Solanas, que también logró su banca), aunque continuó con muchas dificultades para presentar listas propias y obtener resultados alentadores en otros distritos del país16.
El crecimiento electoral que tuvo este espacio, si bien era modesto, también pareció representar una oportunidad para capitalizar dicha tendencia y aspirar a dar un salto todavía mayor. Esto último era sobre todo la opinión del grupo liderado por Álvarez, que había comenzado a explorar otro tipo de perfil y propuestas políticas, para apuntalar a su figura en la Capital Federal, distrito que ofrecía una gran repercusión política. En este caso, aprovechando que el electorado porteño era más reacio a la adscripción directa de los partidos políticos tradicionales –sobre todo del peronismo–, que tenía un predominante sesgo independiente, progresista y de defensa de las instituciones, las principales consignas empezaron a estar centradas en demandas republicanas y en cuestiones ligadas a la ciudadanía en desmedro de la presentación de un programa económico alternativo. De allí que, para la línea de Álvarez en el Frente Grande, la moderación, la prudencia y el apoyo de los medios masivos de comunicación lentamente se fueran convirtiendo en sus ideas y elementos fundamentales. A su vez, dentro del Frente se presentó el dilema sobre cómo crecer aún más y presentarse como la “fuerza política del futuro” pero sin quedar identificados con las “ideas del pasado” (como se hablaba en la época), puesto que se los acusaba desde el oficialismo de que, con su discurso opositor, no había otro interés más que el del volver a una sociedad “estadocéntrica”, al atraso y a las viejas recetas como las que habían llevado a la hiperinflación. Es por ello que algunos grupos del Frente Grande dejaron de criticar con dureza las reformas y a defender, entre otras cosas, a la estabilidad como un bien que debía ser protegido primordialmente, señalando que el fin de la alta inflación era algo a lo cual la sociedad ya no podía renunciar. Es decir, las banderas originarias de intransigencia que tenían un enérgico reclamo de resistencia, oposición a las reformas