Pedagogía de la desmemoria. Marcelo Valko. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Marcelo Valko
Издательство: Bookwire
Серия:
Жанр произведения: Документальная литература
Год издания: 0
isbn: 9789507546433
Скачать книгу
indios (Valko 2012b: 23). Como se sabe, los descubridores adjudicaron tal nombre creídos de estar pisando la India asiática. Por su parte, aborigen se refiere al natural del suelo que habita, un concepto que aporta poco, dado que también un danés sería un aborigen de Dinamarca. Hay quienes piensan que la etimología de aborigen está basada en a-origene, es decir, sin origen, y que el término fue aplicado a los americanos dado su incierta procedencia. Por su parte, indígenas deviene de indigencia y alude al estado de necesidad y carencia que se observa en estas poblaciones. Otra imagen muy curiosa tiene que ver con la definición de naturales, un concepto que alude a su vida silvestre en inmediato contacto con la naturaleza y que implica su desnudez. La piel desnuda de los indios alude, por una parte, a la inocencia y pureza de seres muy próximos al Edén y, por otra, es un indicativo de la lujuria, el sexo y el pecado. Ambas imágenes, tanto la desnudez ingenua como la visión lujuriosa, son conceptos opuestos a la razón que detenta el occidental que desembarca vestido. Llamarlos americanos es otro despropósito enorme, ya que se les otorgaría el nombre de uno de los cartógrafos del descubrimiento que terminó acabando con su mundo. Y ni qué decir cuando se encasilla sus sociedades como precolombinas, donde se observa un caso similar. Además, el mismo prefijo pre parece condenarlos a dos movimientos ineludibles: los arroja al pasado y al mismo tiempo los encarrila, al decir de Colombres, a un destino irremediable. En el prefijo está implícito un tránsito o pasaje hacia lo post. De esa forma se anula su historia y se los encadena al devenir histórico occidental. Hay indígenas para todos los gustos que van desde el antropófago al buen salvaje. Cada uno de estos términos que se utilizan como sinónimos arrastran una herencia maliciosa y equívoca. Se trata de una terminología que se establece como obstáculo epistemológico en el mismo instante de su pronunciación. En vista de todas estas desesperantes dificultades para nombrarlos, últimamente existe una tendencia a llamarlos pueblos originarios. Pero, si nos detenemos un momento a pensar sobre esta denominación, tampoco aporta ningún componente específico. También los galos son el pueblo originario de Francia, o los germanos de Germania. Esta gravísima incapacidad de nombrar ya fue advertida con molestia hace varios siglos por el cronista Felipe Guamán Poma de Ayala cuando se lamenta del nombre equivocado que le pusieron a nuestro continente y a quienes lo habitaban “no porque se llamasen los naturales indios de Indias (...) y les llaman indios oy y hierran (…) cada parcialidad se tiene sus nombres, Castilla, Roma” (Guamán Poma 1613: 374).

      La idea aristotélica de la inferioridad natural de los que nacieron esclavos permanece enquistada hasta nuestros días. Se la puede rastrear, por ejemplo, en numerosos artículos y programas de los periodistas más encumbrados que apoyaron el golpe cívico militar de 1976 donde constantemente sugieren retornar al “voto calificado”, tal como se realizaba en la antigua Grecia, donde sólo los propietarios tenían la cédula que los acreditaba para sufragar. Como ideólogo prominente de la generación del 80, Eduardo Wilde, que no en vano fue al colegio junto con Roca en Concepción del Uruguay y luego fue su ministro durante las dos presidencias, señalaba que el sufragio universal “es el triunfo de la ignorancia universal”. Todos estos justificativos religiosos, filosóficos o biológicos que se montan unos sobre otros se utilizan para pontificar al Hombre, a Dios, a la Patria, al Ser Nacional o a la Raza y mantienen una consecuente unicidad histórica para negar al Otro. En muchos casos, se utiliza una terminología cercana a la empleada por los extirpadores inquisitoriales, que equiparan a la Nación con un cuerpo al que hay que preservar de contagios y, llegado el caso, operar para extirpar el mal diabólico o el quiste maligno para salvar, aun a costa de amputaciones y mutilaciones, el cuerpo de la Patria. Y, para no alejarnos de España, donde se desarrolló el debate de Valladolid, podemos citar una entrevista que el Generalísimo Francisco Franco concedió al Chicago Tribune. Allí afirmó sin alterarse y con esa voz aflautada tan característica: “Estoy dispuesto a exterminar, si fuera necesario, a toda esa media España que no me es afecta” (Ianni 2008: 53). Estos personajes asumen el papel de inquisidores del Santo Oficio, por eso las palabras del Caudillo recurren a la misma partitura oscurantista que la utilizada por Sepúlveda. Suena parecido a los dichos del extirpador de la herejía cátara, el legado papal Simón de Monfort. Este representante de la Iglesia ordenó exterminar a la totalidad de los 17.000 pobladores de Béziers acusados de participar del sacrilegio cátaro. Ante la vacilación de sus lugartenientes por la magnitud de la matanza solicitada, Monfort dictaminó con pasmosa tranquilidad: “matadlos a todos, Dios reconocerá a los suyos”.

      En la actualidad, seguimos encontrando los mismos rastros de sangre en quienes hablan del mal que aqueja al país, de la obligación moral de extirpar el quiste cancerígeno que busca propagarse por el cuerpo de la Patria. El general Ibérico Saint-Jean no tiene nada que envidiar al Generalísimo de España o al legado pontificio. En 1977, al cumplirse el primer año de la Dictadura, Saint-Jean declaró con una satisfacción paranoica: “primero eliminaremos a los subversivos, luego a sus colaboradores, seguiremos con los simpatizantes y acabaremos con los indiferentes”. Si se animaba a verbalizar estas declaraciones públicamente, ¡que sucedería puertas adentro de las mazmorras! Sólo quedarían ellos: los extirpadores de idolatrías y bestialidades. Ciertamente, el Proceso de Reorganización Nacional de 1976 se consideraba heredero de la Conquista del Desierto que luchaba por los “valores inmanentes de la civilización” y cuyo centenario, en 1979, celebró con bombos y platillos, como veremos más adelante. Por su parte, Estanislao Zeballos, uno de los principales ideólogos de aquella expedición de Roca, señaló: “La Barbarie está maldita y no quedarán en el desierto ni los despojos de sus muertos” (Zeballos 1881: 228). Exorcizar la tierra extirpando hasta sus muertos. Justamente, todo genocidio parte y se sostiene a través de un discurso que atraviesa el tiempo e invisibiliza al Otro. La impunidad de ayer facilita la impunidad de hoy. El Otro siempre es un bárbaro, un hereje, un apátrida, un maldito a tal grado que es necesario desterrar hasta sus restos para liberar la tierra de su malsana infección. Todo genocidio hereda genocidio. Matanza hereda matanza. Impunidad hereda impunidad.

      A mediados del siglo XVII Thomas Hobbes escribe El Leviatán. Allí plantea una hipótesis acuciante: homo homini lupus. En ese texto da por sentado que el hombre es el lobo del hombre. El hombre es el que devora al hombre. Ciertamente propone un panorama sombrío y, como de hacer amanecer se trata y aunque parezca paradójico, su homo homini lupus es adecuado para iniciar el rastreo de la pedagogía de la desmemoria que aspiro a desarrollar. Los lobos que van a devorar, en este caso, a los pueblos originarios son de la peor especie, son carroñeros que, paradójicamente, se encuentran en el mismo eslabón de la escala evolutiva que sus víctimas. No son especies distintas, son hombres lobos de hombres. Son hombres iguales a los hombres que exterminan.

      Un genocidio nunca se comete si no se posee una segura coartada de impunidad. Pensemos en lo que Turquía hizo con un millón y medio de armenios en la I Guerra. Ankara estaba convencida de la victoria y de que la limpieza étnica no tendría mayores consecuencias. Realizó una operación quirúrgica para extirpar a los armenios, a quienes consideraba un quiste maligno, una excrescencia en el cuerpo nacional. Pese a haber sido derrotada en 1918 junto a las potencias centrales, su posición estratégica la exoneró de culpa ante las democracias occidentales. Además, se habían exterminado armenios, no habitantes europeos. Su ubicación como una pieza clave del Medio Oriente parece haberle otorgado impunidad perpetua. Ese genocidio de principios del siglo XX no ocurrió. La Alemania nacionalsocialista, con su certeza de un III Reich para mil años, partió del mismo supuesto. Hitler mismo advirtió la importancia de la desmemoria cuando les espetó a algunos de sus generales remisos con el exterminio de judíos: “¿quién se acuerda del genocidio armenio?”. El único inconveniente fue haber perdido la guerra. Sin embargo, y aunque pocos quieran admitirlo, los vencedores no estuvieron muy preocupados por impedir el exterminio de gitanos y judíos; de haberlo querido, hubieran bombardeado los hornos crematorios y las cámaras de gas. No lo hicieron. Los manuales de historia y las películas made in Hollywood todavía cuentan que las dos bombas atómicas que se lanzaron contra ciudades repletas de civiles como Hiroshima y Nagasaki fueron “necesarias para salvar vidas”. La victoria permite semejantes malabares. Matar en forma masiva para salvar vidas. Argumento notable. Saltan a la vista las distintas calidades de las personas: los enemigos cargan con “diferencias” que inhabilita su humanidad arrojándolos en la confusa bolsa de la inferioridad racial. La