La idea aristotélica de la inferioridad natural de los que nacieron esclavos permanece enquistada hasta nuestros días. Se la puede rastrear, por ejemplo, en numerosos artículos y programas de los periodistas más encumbrados que apoyaron el golpe cívico militar de 1976 donde constantemente sugieren retornar al “voto calificado”, tal como se realizaba en la antigua Grecia, donde sólo los propietarios tenían la cédula que los acreditaba para sufragar. Como ideólogo prominente de la generación del 80, Eduardo Wilde, que no en vano fue al colegio junto con Roca en Concepción del Uruguay y luego fue su ministro durante las dos presidencias, señalaba que el sufragio universal “es el triunfo de la ignorancia universal”. Todos estos justificativos religiosos, filosóficos o biológicos que se montan unos sobre otros se utilizan para pontificar al Hombre, a Dios, a la Patria, al Ser Nacional o a la Raza y mantienen una consecuente unicidad histórica para negar al Otro. En muchos casos, se utiliza una terminología cercana a la empleada por los extirpadores inquisitoriales, que equiparan a la Nación con un cuerpo al que hay que preservar de contagios y, llegado el caso, operar para extirpar el mal diabólico o el quiste maligno para salvar, aun a costa de amputaciones y mutilaciones, el cuerpo de la Patria. Y, para no alejarnos de España, donde se desarrolló el debate de Valladolid, podemos citar una entrevista que el Generalísimo Francisco Franco concedió al Chicago Tribune. Allí afirmó sin alterarse y con esa voz aflautada tan característica: “Estoy dispuesto a exterminar, si fuera necesario, a toda esa media España que no me es afecta” (Ianni 2008: 53). Estos personajes asumen el papel de inquisidores del Santo Oficio, por eso las palabras del Caudillo recurren a la misma partitura oscurantista que la utilizada por Sepúlveda. Suena parecido a los dichos del extirpador de la herejía cátara, el legado papal Simón de Monfort. Este representante de la Iglesia ordenó exterminar a la totalidad de los 17.000 pobladores de Béziers acusados de participar del sacrilegio cátaro. Ante la vacilación de sus lugartenientes por la magnitud de la matanza solicitada, Monfort dictaminó con pasmosa tranquilidad: “matadlos a todos, Dios reconocerá a los suyos”.
En la actualidad, seguimos encontrando los mismos rastros de sangre en quienes hablan del mal que aqueja al país, de la obligación moral de extirpar el quiste cancerígeno que busca propagarse por el cuerpo de la Patria. El general Ibérico Saint-Jean no tiene nada que envidiar al Generalísimo de España o al legado pontificio. En 1977, al cumplirse el primer año de la Dictadura, Saint-Jean declaró con una satisfacción paranoica: “primero eliminaremos a los subversivos, luego a sus colaboradores, seguiremos con los simpatizantes y acabaremos con los indiferentes”. Si se animaba a verbalizar estas declaraciones públicamente, ¡que sucedería puertas adentro de las mazmorras! Sólo quedarían ellos: los extirpadores de idolatrías y bestialidades. Ciertamente, el Proceso de Reorganización Nacional de 1976 se consideraba heredero de la Conquista del Desierto que luchaba por los “valores inmanentes de la civilización” y cuyo centenario, en 1979, celebró con bombos y platillos, como veremos más adelante. Por su parte, Estanislao Zeballos, uno de los principales ideólogos de aquella expedición de Roca, señaló: “La Barbarie está maldita y no quedarán en el desierto ni los despojos de sus muertos” (Zeballos 1881: 228). Exorcizar la tierra extirpando hasta sus muertos. Justamente, todo genocidio parte y se sostiene a través de un discurso que atraviesa el tiempo e invisibiliza al Otro. La impunidad de ayer facilita la impunidad de hoy. El Otro siempre es un bárbaro, un hereje, un apátrida, un maldito a tal grado que es necesario desterrar hasta sus restos para liberar la tierra de su malsana infección. Todo genocidio hereda genocidio. Matanza hereda matanza. Impunidad hereda impunidad.
A mediados del siglo XVII Thomas Hobbes escribe El Leviatán. Allí plantea una hipótesis acuciante: homo homini lupus. En ese texto da por sentado que el hombre es el lobo del hombre. El hombre es el que devora al hombre. Ciertamente propone un panorama sombrío y, como de hacer amanecer se trata y aunque parezca paradójico, su homo homini lupus es adecuado para iniciar el rastreo de la pedagogía de la desmemoria que aspiro a desarrollar. Los lobos que van a devorar, en este caso, a los pueblos originarios son de la peor especie, son carroñeros que, paradójicamente, se encuentran en el mismo eslabón de la escala evolutiva que sus víctimas. No son especies distintas, son hombres lobos de hombres. Son hombres iguales a los hombres que exterminan.
Un genocidio nunca se comete si no se posee una segura coartada de impunidad. Pensemos en lo que Turquía hizo con un millón y medio de armenios en la I Guerra. Ankara estaba convencida de la victoria y de que la limpieza étnica no tendría mayores consecuencias. Realizó una operación quirúrgica para extirpar a los armenios, a quienes consideraba un quiste maligno, una excrescencia en el cuerpo nacional. Pese a haber sido derrotada en 1918 junto a las potencias centrales, su posición estratégica la exoneró de culpa ante las democracias occidentales. Además, se habían exterminado armenios, no habitantes europeos. Su ubicación como una pieza clave del Medio Oriente parece haberle otorgado impunidad perpetua. Ese genocidio de principios del siglo XX no ocurrió. La Alemania nacionalsocialista, con su certeza de un III Reich para mil años, partió del mismo supuesto. Hitler mismo advirtió la importancia de la desmemoria cuando les espetó a algunos de sus generales remisos con el exterminio de judíos: “¿quién se acuerda del genocidio armenio?”. El único inconveniente fue haber perdido la guerra. Sin embargo, y aunque pocos quieran admitirlo, los vencedores no estuvieron muy preocupados por impedir el exterminio de gitanos y judíos; de haberlo querido, hubieran bombardeado los hornos crematorios y las cámaras de gas. No lo hicieron. Los manuales de historia y las películas made in Hollywood todavía cuentan que las dos bombas atómicas que se lanzaron contra ciudades repletas de civiles como Hiroshima y Nagasaki fueron “necesarias para salvar vidas”. La victoria permite semejantes malabares. Matar en forma masiva para salvar vidas. Argumento notable. Saltan a la vista las distintas calidades de las personas: los enemigos cargan con “diferencias” que inhabilita su humanidad arrojándolos en la confusa bolsa de la inferioridad racial. La