Comentario a la tercera edición revisada y aumentada
Para comprender el proceso de invisibilización que facilita la eliminación de seres humanos es imprescindible el contexto. Matanza e impunidad serán las constantes de esta cruel pedagogía que tiene como objetivo el olvido y la desmemoria, siniestros hijastros de la Historia Oficial. Por eso, en este primer tomo nos vamos a adentrar en el proceso de inferiorización ejercido sobre la humanidad de los pueblos originarios y escucharemos las absurdas especulaciones de los cadaverólogos que niegan lo ocurrido en América. El asesinato masivo de personas indefensas a manos de las instituciones que les deben brindar protección emerge de un largo proceso, de una estructura que se mantiene en el tiempo. A pesar de que durante el inicio de la Revolución de Mayo se buscó la visibilidad de los indígenas, en poco más de un decenio, su ideario fue vencido por la traición y perdimos una chance excelente de construir un país fraterno e inclusivo. Luego comerciantes de mente muy estrecha manipularon a los militares para proteger sus intereses, y estos, claro está, cumplieron su parte utilizando una crueldad tan excesiva como innecesaria.
Cuando hace varios años me lancé de lleno con esta investigación, por una cuestión de tiempo, tenía en mente un único volumen que realizaría un rastreo de la construcción de la invisibilidad de los pueblos originarios y sus consecuencias de genocidio y racismo. La idea inicial era partir de la Zanja de Alsina y las campañas realizadas contra los indígenas en pampa-patagonia y el Chaco, para concluir con las tardías matanzas de 1924 en Napalpí y en 1947 en Rincón Bomba. Suponía que en un único texto podría enumerar estos temas. Sin embargo, una vez que comencé a sumergirme en los archivos, fueron tantas las pruebas y evidencias que salieron a la luz que resolví dividir, en principio, en dos tomos esta Pedagogía de la Desmemoria que no cesa. Así, a principios de 2010, la editorial Madres de Plaza de Mayo publicó una primera edición que se agotó y, antes de finalizar ese año, una segunda. De inmediato se sucedieron una cantidad increíble de invitaciones para presentarlo a lo largo del país, presentaciones que, si bien difundieron el tema, de alguna manera también conspiraron para continuar con la investigación. Ahora Ediciones Continente lanza una nueva edición del primer tomo considerablemente revisada y aumentada, teniendo ya en carpeta el siguiente volumen.
El libro comienza con el debate de Valladolid entre Las Casas y Sepúlveda, reflexiona sobre las razones que los exterminólogos esgrimen para explicar cómo el holocausto americano no fue un “genocidio sin premeditación”. Nos adentraremos en el imaginario de aquellos políticos que formaron parte de la tan mentada generación del 80 y que se corporizó en la máxima obra del racismo del siglo XIX en América: la Zanja de Alsina. Un mapamundi de la civilización y la barbarie que separaba el bien del mal y que luego se continuó en campañas que padecieron primero los indígenas de pampa-patagonia y luego en Chaco.
Algo que supongo sorprenderá a los lectores es lo referente al destino y status legal de los prisioneros indígenas tomados por las sucesivas campañas durante las cuales fueron sometidos a condiciones inhumanas de traslado, a la viruela, a campos de concentración conocidos en ese entonces como “depósitos de indios”, al reparto de niños “como si fueran perritos”. En aquel momento, nadie tenía muy en claro qué hacer con los miles y miles de detenidos étnicos después de exhibirlos en los muelles porteños. Los indios muertos ya estaban bien muertos, en cambio, ¿qué hacer con los sobrevivientes? ¿Cuál sería su destino? El problema se agravó porque estaban condenados a una servidumbre indefinida. La esclavitud había sido abolida por la Asamblea de 1813, sin embargo, los indios seguían siendo tratados como esclavos, mientras el establishment (al que pertenecía la Sociedad de Beneficencia que los repartía los miércoles y viernes) ponía el grito en el cielo y negaba tal condición. En la Argentina, que comenzaba a acercarse a paso acelerado al progreso que encarnaba el mítico siglo XX que se acercaba veloz, no tenía cabida la esclavitud. Sin embargo, los “salvajes derrotados” o “los últimamente vencidos”, como había titulado el perito Moreno a las salas donde exhibía sus colecciones de especimenes, habitaban un espacio y tiempo ambiguo, indefinido. No estaban condenados y, sin embargo, los sentenciaban de facto a la disolución familiar, a la servidumbre, a los trabajos forzados o el confinamiento.
Sobre todas estas situaciones descendió la negra noche de la pedagogía de la desmemoria creada por la Historia Oficial; por eso pienso que a varios de nuestros máximos “héroes”, en lugar de dedicarles candorosas biografías, deberíamos escribirles sus prontuarios. Y, dado que aquellos que cometieron semejantes delitos ya están muertos y la justicia no los puede alcanzar, sin embargo podemos castigarles la memoria. Este texto es un intento en este sentido.
Hacia 1880, la Argentina presumía de su civilización y progreso. La barbarie había sido vencida. Se sentía blanca y europea y estaba naciendo la leyenda del granero del mundo. Era un país con leyes que amparaban a sus habitantes, incluso a “los infelices salvajes”. Como señaló un medio de la época: si “se legisla hasta para garantir del mal trato a las bestias”, la ley también podía amparar a los indígenas. Pero no fue así. La injusticia, la impunidad y la desidia fueron la moneda corriente. Y de ese modo se tergiversó la historia para justificar la usurpación de 42.000.000 hectáreas después de exterminar y deportar a sus habitantes construyendo un Desierto sobre la base del dolor, los negociados y la mentira.
Numerosos documentos reproducidos en forma textual han sido incorporados al texto; de esta manera, facilitamos la divulgación de pruebas incontrovertibles para que pueda comprenderse cómo se construyó la invisibilidad que posibilitó un Holocausto de la magnitud que sufrió nuestro país. Como suelo repetir en mis clases y conferencias: las pruebas del genocidio existen, las huellas están aguardando ser percibidas.
Y esos documentos incorporados de manera fidedigna al texto han logrado más de lo que esperaba. Las ediciones anteriores han generado debates tremendos en los profesorados de historia, en concejos deliberantes donde fui invitado a exponer el prontuario de Roca, e incluso cambios concretos.
Aunque el cronista indígena Felipe Guamán Poma de Ayala afirma, con mucha razón, que “escribir es nunca acabar”, este ejemplar prueba que lanzamos el primer tomo y por eso creo necesario mencionar a una serie de personas que han colaborado de diversas maneras durante la investigación y en la divulgación posterior, para ellos va mi afectuoso agradecimiento. En principio, a mi querida familia, Stefan, Oli, Aye, Alito, Caro, Santy, Ailén y Facu.
Me enorgullece la colaboración brindada por mis alumnos de distintas cursadas, quienes en forma totalmente desinteresada me acompañaron en los archivos y realizaron una ardua labor de tipeo, exhibiendo una metodología de trabajo riguroso cumplieron con enorme entusiasmo su cometido, por eso mi agradecimiento a Laura Cejas, Juan Pablo Ordóñez, Cristina Rodríguez, María Argentina Gómez, Paula Dieguez, Laura Olivera y Ana Marrello. Y un reconocimiento muy especial a Diego Crifó y a Macarena Estigarribia.
No olvido a Los Rescoldos, Fiti Perrone, La Ronda de Chivilcoy, ECOS de Saladillo, Héctor Pellizzi, Oscar Farías, Julio Galván, Carina Carriqueo, Sergio Santos, Alexis Guerrera, Roberto Paveto, Liliana Amato, Sebastián Romero, Luis Zarranz, Belén Dezzi, Daniel Flores y el colectivo Yanapakuna, a la “Checha” Merchán, Marcelo Constant, Claudia Calcedo, Víctor Furci, Roxana Amarilla, Mariano Liberatti, Carlitos Blanco, Carlos Silva, Florencia Kusch.
Por otra parte, las seguridades que me ha dado Jorge Gurbanov de Ediciones Continente, un editor que no solo ama los libros sino que demuestra ser un digno heredero de las mejores tradiciones de pioneros como Gonzalo Losada o Arturo Peña Lillo, ya que me permitirá plasmar el siguiente tomo para explayarme con la suficiente profundidad que un tema tan complejo merece.
Finalmente, el aliento constante del querido Maestro Osvaldo Bayer, fue el impulso que me permitió seguir pese a todos los contratiempos propios de una investigación de esta envergadura. Su ejemplo de vida, su palabra cálida, su compañía y sobre todo las conversaciones en El Tugurio,